Array Array - Historia de Mayta
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—Don Ezequiel, Don Ezequiel —lo amonesto—. Han pasado veinticinco años, el Perú se acaba, la gente sólo piensa en salvarse de una guerra que ya ni siquiera es entre nosotros, usted y yo podemos quedar muertos en el próximo atentado o tiroteo, ¿a quién le importa ya lo que pasó ese día? Cuénteme la verdad, ayúdeme a terminar mi historia antes de que a usted y a mí nos devore también este caos homicida en que se ha convertido nuestro país. Usted tenía que ayudar a cortar los teléfonos y contratar unos taxis, pretextando una pachamanca en Molinos. ¿Recuerda a qué hora debía estar en la Compañía de Teléfonos? Cinco minutos después de que abrieran. Los taxis iban a esperar en la esquina de Alfonso Ugarte y La Mar, donde los capturaría el grupo de Mayta. Pero usted ni contrató los taxis ni fue a la Compañía de Teléfonos y al josefino que llegó hasta aquí a preguntarle qué pasaba, le respondió: «No pasa nada, todo se jodió, corre al colegio y olvídate que me conoces». Ese josefino es Telésforo Salinas, el Director de Educación Física de la Provincia, Don Ezequiel.
—¡Sarta de mentiras! ¡Infamias de Ubilluz! —ruge él, granate de disgusto—. Yo no supe nada y no tenía por qué esconderme ni escapar. Váyase, lárguese, desaparezca. ¡Calumniador de porquería! ¡Chismoso de mierda!
En el nicho en penumbra en el que estaba, la metralleta en las manos, Mayta no oía ningún ruido. Tampoco veía nada, salvo dos rayitos de luz, por las junturas de la puerta. Pero no tenía dificultad en adivinar, con precisión, que en ese instante Vallejos entraba a la cuadra de los catorce guardias y los despertaba con voz de trueno: «¡Atenciooooón!». «¡Limpieza de Máuseres!» Pues el comandante armero de Huancayo acababa de avisarle que vendría a pasar revista temprano por la mañana. «Tengan cuidado, sean maniáticos con el exterior y con el alma de los fusiles, cuidadito que alguno esté anillado y no me lo noten.» Pues el Subteniente Vallejos no quería recibir más resondrones del comandante armero. Los fusiles útiles y la munición de cada guardia republicano —noventa cartuchos— serían llevados a la Prevención. «¡A formar en el patio!» Entonces vendría su turno. Ya estaba la maquinaria en marcha, las piezas en funcionamiento, esto es la acción, esto era. ¿Habrían llegado los de Ricrán? Espiaba por las rendijas, esperando las siluetas de los guardias llevando sus Máuseres y municiones al cuartito del frente, uno detrás de otro, y entre ellos, Antolín Torres.
Es un guardia republicano jubilado que vive en la calle Manco Cápac, a medio camino entre la cárcel y la tienda de Don Ezequiel. Para evitar que el ex–peluquero me descerrajara un puñete o le diera una apoplejía he tenido que marcharme. Sentado en una banca de la majestuosa Plaza de Jauja —afeada ahora por los caballetes con alambres de las esquinas de la Municipalidad y la Subprefectura— pienso en Antolín Torres. He conversado con él esta mañana. Es un hombre feliz desde que los «marines» lo contrataron de guía y traductor (habla el castellano tan bien como el quechua). Antes tenía una chacrita, pero la guerra la destruyó y se estaba muriendo de hambre hasta que llegaron los gringos. Su trabajo consiste en acompañar a las patrullas que salen a recorrer las inmediaciones. Sabe que este trabajo le puede costar el pescuezo; muchos jaujinos le vuelven la espalda y la fachada de su casa está llena de inscripciones de «Traidor» y «Condenado a muerte por la justicia revolucionaria». Por lo que me ha dicho Antolín y las palabrotas de Don Ezequiel, las relaciones entre los «marines» y los jaujinos son malas o pésimas. Incluso la gente hostil a los insurrectos alienta un resentimiento contra estos extranjeros a los que no entienden y, sobre todo, que comen, fuman y no padecen ninguna privación en un pueblo donde hasta los antiguos ricos pasan penurias. Sesentón de cuello de toro y gran barriga, ayacuchano de Cangallo que se ha pasado la vida en Jauja, Antolín Torres tiene un castellano sabroso, brotado de quechuismos. «Que me maten, pues, los comunistas, me ha dicho. Pero, eso sí, me matarán bien comido, bien bebido y fumando rubios.» Es un narrador que sabe graduar los efectos con pausas y exclamaciones. Aquel día, hace veinticinco años, le tocaba entrar de servicio a las ocho, reemplazar como centinela en la puerta al guardia Huáscar Toledo. Pero Huáscar no estaba en la garita sino adentro, con los demás, terminando de engrasar el Máuser para la visita del comandante armero. El Subteniente Vallejos los apuraba y Antolín Torres malició algo.
—Pero ¿por qué, señor Torres? ¿Qué tenía de raro una revisión de armamento?
—Lo raro era que el Subteniente se paseara con la metralleta al hombro. ¿Para qué, pues, estaba armado? ¿Y para qué, pues, teníamos que dejar el Máuser en la Prevención? Esto es rarísimo, mi Sargento. ¿De cuándo acá, pues, la moda de que un guardia se separe de su Máuser para la revista? No pienses tanto, Antolín, es malísimo para el ascenso, me dijo el Sargento. Obedecí, limpié mi Máuser y lo dejé en la Prevención, con mis noventa cartuchos. Y me fui a formar al patio. Pero oliéndome algo raro. No lo que pasaría, pues. Algo de los presos, más bien. Había como cincuenta en los calabozos. Un intento de fuga, no sé, algo.
«Ahora.» Mayta empujó la puerta. De tanto estar inmóvil se le habían acalambrado las piernas. Su corazón era un tambor batiente y lo dominaba una sensación de algo definitivo, irreversible, cuando emergió con su metralleta llena de grasa en el patiecito, ante los guardias formados, y se plantó delante de la Prevención. Dijo lo que tenía que decir:
—Espero que nadie me obligue a disparar, porque no quisiera matar a nadie.
Vallejos encaraba también con la metralleta a sus subordinados. Los ojos legañosos de los catorce guardias pendularon de él al Alférez, del Alférez a él, sin entender: ¿estamos despiertos o soñando? ¿Esto es verdad o pesadilla?
—Y, entonces, el Subteniente les habló ¿no es cierto, señor Torres? ¿Recuerda usted lo que les dijo?
—No quiero comprometerlos, yo me vuelvo rebelde, revolucionario socialista —mima y acciona Antolín Torres y la nuez sube y baja por su cuello, desbocada—. Si alguno quiere seguirme por su propia voluntad, que venga. Hago esto por los pobres, por el pueblo sufrido y porque los jefes nos han fallado. Y, usted, Sargento pagador, de mi quincena compre cerveza el domingo para todo el personal. Mientras el Subteniente discurseaba, el otro enemigo, el que vino de Lima, nos tenía cuadrados con su metralleta, cerrándonos el paso a los Máuseres. Caímos como cholitos, pues. La superioridad, luego, nos dio dos semanas de rigor.
Mayta lo había oído sin seguir lo que Vallejos les decía, por la excitación que lo colmaba. «Como una máquina, como un soldado.» El Subteniente arreó a los guardias hacia la cuadra y ellos obedecieron dócilmente, todavía sin entender. Vio que el Subteniente, después de encerrarlos, echaba cadena a la cuadra. Luego, con movimientos rápidos, precisos, la metralleta en la mano izquierda, corrió con una gran llave en la otra mano a abrir una puerta enrejada. ¿Estaban allí los de Uchubamba? Tenían que haber visto y oído lo que acababa de pasar. En cambio, los otros presos, en las celdas de la espalda del patio de los guindos, se hallaban demasiado lejos. Desde su puesto, junto a la Prevención, vio emerger a dos hombres detrás de Vallejos. Ahí estaban, sí, los camaradas que hasta ahora sólo conocía de nombre. ¿Cuál sería Condori y cuál Zenón Gonzales? Antes de que lo supiera, estalló una discusión entre Vallejos y el más joven, un blanconcito de pelos largos. Aunque a Mayta le habían dicho que los campesinos de la zona oriental solían tener piel y cabellos claros, se desconcertó: los agitadores indios que dirigieron la toma de la Hacienda Aína parecían dos gringuitos. Uno llevaba ojotas.
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