Array Array - Historia de Mayta

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—Parece que no se la pusieron los escuadrones de la libertad, sino unos palomillas del barrio para divertirse a su costa, porque saben que es miedoso —dice María—. El pobre jamás ha hecho política de ninguna clase y su única debilidad son los caramelos. Con el susto del petardo ha perdido más de diez kilos.

—¿Te parece que hablo de él con cierto rencor, con resentimiento?—Juanita hace un curioso mohín y veo que no pregunta por preguntar; es algo que debe preocuparla hace mucho tiempo.

—No noté nada de eso —le digo—. He notado, sí, que evitas llamar a Mayta por su nombre. Siempre das un rodeo en vez de decir Mayta. ¿Es por lo de Jauja, porque estás segura que fue él quien empujó a Vallejos?

—No estoy segura —niega Juanita—. Es posible que mi hermano tuviera también su parte de responsabilidad. Pero pese a que no quiero, me doy cuenta que le guardo un poco de rencor. No por lo de Jauja. Porque lo hizo dudar. Esa última vez que estuvimos juntos le pregunté: «¿Te vas a volver un ateo como tu amigo Mayta, también te va a dar por eso?». No me respondió lo que yo esperaba. Encogió los hombros y dijo:

—A lo mejor, hermana, porque la revolución es lo primero.

—También el Padre Ernesto Cardenal decía que la revolución era lo primero — recuerda María. Añade que, no sabe por qué, ese Padre pelirrojo de la historia de Mayta le ha traído a la cabeza lo que fue para ella la venida al Perú de Ivan Illich, primero, y, luego, de Ernesto Cardenal.

—Sí, es verdad, qué hubiera dicho Mayta aquella tarde que conversamos si hubiera sabido que dentro de la Iglesia se podían oír cosas así —dice Juanita—. A pesar de que yo creía ya estar de vuelta de todo, cuando vino Ivan Illich me quedé pasmada. ¿Era un sacerdote quien decía esas cosas? ¿Hasta ahí había llegado nuestra revolución? Ya no era silenciosa, entonces.

—Pero con Ivan Illich no habíamos oído nada, aún —empalma María, los ojos azules llenos de malicia—. Había que oír a Ernesto Cardenal para saber lo que era bueno. En el Colegio, varias pedimos un permiso especial para ir a verlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga.

—Ahora es Ministro en su país, todo un personaje político ¿no? —pregunta Juanita.

—Sí, iré a Jauja contigo —le prometió Mayta, en voz muy baja—. Pero, por favor, discreción. Sobre todo, después de lo que me has contado. Lo que haces con esos muchachos es trabajo subversivo, camarada. Te juegas la carrera y muchas cosas.

—¿Y me dices eso tu? ¿Tú que me atoras con propaganda subversiva cada vez que nos vemos?

Terminaron riéndose y el chino, que les traía los cafés, les preguntó cuál era el chiste. «Uno de Otto y Fritz», dijo el Alférez.

—La próxima vez que vengas a Lima fijaremos en qué fecha iré a Jauja —le prometió Mayta—. Pero dame tu palabra que no dirás nada a tu grupo sobre mi venida.

—Secretos, secretos, tu manía de los secretos —protestó Vallejos—. Sí, ya sé, la seguridad es vital. Pero no se puede ser tan melindroso, mi hermano. ¿Te cuento algo a propósito de secretos? Pepote, ese pelópidas de la fiesta de tu tía, me quitó a Alci. Fui a visitarla y la encontré con él. Agarraditos de la mano. «Te presento a mi enamorado», me dijo. Me pusieron a tocar violín.

No parecía importarle, pues lo contaba riéndose. No, no diría nada a los josefinos ni al Profesor Ubilluz, les darían la sorpresa. Ahora tenía que irse volando. Se despidieron con un apretón de manos y Mayta lo vio salir de la pulpería, derecho y sólido en su uniforme, a la Avenida España. Mientras lo veía alejarse, pensó que por tercera vez se reunían ya en el mismo cafecito. ¿Era prudente? La Prefectura estaba a un paso y no sería raro que muchos soplones fueran sus clientes. Así que había formado, por su cuenta y riesgo, un círculo marxista. ¡Quién lo hubiera dicho! Entrecerró los ojos y vio, allá, a tres mil y pico de metros de altura, sus caras adolescentes y serranas, sus chapas y sus pelos lacios y sus anchas cajas torácicas. Los vio corretear detrás de una pelota, sudorosos y excitados. El Subteniente corría en medio de ellos, como si fuera de su misma edad, pero él era más alto, más ágil, más fuerte, más diestro, cabreando, pateando y cabeceando y a cada salto, patada o cabezazo, sus músculos se endurecían. Terminado el partido, los vio apiñados en un cuarto de adobes y calamina, por cuyas ventanas se divisaban nubes blancas enroscándose en picachos morados. Escuchaban atentamente al Alférez que, mostrándoles el Qué hacer de Lenin, les decía: «Esto es dinamita pura, muchachos». No se rió. No sentía ningún deseo de burlarse, de decirse lo que había venido diciendo de él a sus camaradas del POR(T): «Es muy joven, pero con buena pasta», «Vale, aunque le falta madurar». Sentía en este momento mucho aprecio por Vallejos, algo de envidia por su juventud y entusiasmo, y algo más, íntimo y cálido. En la próxima reunión del Comité Central del POR(T) pediría un debate a fondo porque lo de Jauja ya tomaba otro cariz. Iba a levantarse de la mesita del rincón —la cuenta la había pagado Vallejos antes de irse— cuando descubrió su pantalón abultado. Le ardió la cara, el cuerpo. Se dio cuenta que temblaba de deseo.

—Nosotras te acompañamos —dice Juanita.

Discutimos un rato en la puerta de la vivienda, bajo el crepúsculo que pronto será noche. Les digo que no vale la pena, he dejado el auto como a un kilómetro de distancia, para qué van a dar semejante caminata.

—No es por amables —dice María—. No queremos que te asalten otra vez.

—Ahora no tienen nada que robarme —les digo—. Apenas la llave del auto y este cuaderno. Los apuntes son lo de menos. Lo que no queda en la memoria, no sirve para la novela.

Pero no hay manera de disuadirlas y ellas salen conmigo, a la pestilencia y al terral de la barriada. Me pongo entre las dos y las llamo mis guardaespaldas, mientras avanzamos por la disparatada orografía de casuchas, cuevas, tenderetes, pocilgas, criaturas revolcándose, perros súbitos. Toda la gente parece estar en las puertas de las viviendas o deambulando por el terral y se oyen diálogos, chistes, una que otra lisura. A veces tropiezo en un hueco o una piedra, a pesar del cuidado con que piso, pero María y Juanita caminan con desenvoltura, como si conocieran los obstáculos de memoria.

—Los robos y asaltos son peores que los crímenes políticos —dice de nuevo Juanita—. Culpa del desempleo, de la droga. Siempre hubo ladrones en la vecindad, por supuesto. Pero antes, los del barrio iban a robar afuera, a los ricos. Por la desocupación, por la droga, por la guerra, ha desaparecido hasta el más mínimo sentido de solidaridad vecinal. Ahora los pobres roban y matan a los pobres.

Se ha convertido en un gran problema, añade. Apenas oscurece, prácticamente nadie que no tenga cuchillo o sea un matón, un inconsciente o esté borracho perdido, se atreve a circular por la barriada, pues sabe que será asaltado. Los ladrones se meten a las casas a pleno día y los asaltos degeneran a menudo en hechos de sangre. La desesperación de la gente no tiene límites y por eso pasan las cosas que pasan. Por ejemplo, a ese pobre diablo al que los moradores de una barriada vecina encontraron tratando de violar a una niña y rociaron con querosene y quemaron vivo.

—Ayer nomás descubrieron aquí un laboratorio de cocaína —dice María. ¿Qué pensaría Mayta de todo esto? En ese tiempo, la droga era prácticamente inexistente, un juego de exquisitos y noctámbulos. Ahora, en cambio… No pueden tener remedios en el dispensario, las oigo decir. En las noches, los llevan a la casa donde viven y los ocultan en un escondrijo, bajo un baúl. Porque cada noche se metían a robarse los pomos, las tabletas, las ampollas. No para curarse, para eso existía el dispensario y los remedios eran gratuitos. Para drogarse. Creían que todo remedio era droga y se tomaban los que encontraban. Muchos ladrones tenían que venir al día siguiente al dispensario con diarreas, vómitos y cosas peores. Los muchachos del barrio se drogaban con cáscaras de plátano, con hojas de floripondio, con goma, con todo lo imaginable. ¿Qué diría Mayta de todo esto? No lo adivino y, por lo demás, tampoco puedo concentrarme en el recuerdo de Mayta: su cara aparece y desaparece, es un fuego fatuo.

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