Array Array - Historia de Mayta

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Al llegar a los basurales–chiqueros, oímos hozar a los chanchos. La pestilencia se adensa y corporiza. Insisto en que regresen, pero ellas se niegan. Esta zona de los basurales, dicen, es la más peligrosa. ¿No puedo concentrarme en Mayta porque, ante semejante ruindad, su historia se minimiza y evapora? Cualquier cara forastera resulta un blanco tentador ¿dice María?

—Esto es también el barrio rojo de la zona —añade Juanita. ¿O es porque, ante esta ignominia, no es Mayta sino la literatura la que resulta vana?—. Bastante penoso ¿no? Prostituirse para vivir ya lo es. Pero, encima, hacerlo aquí, en medio de las basuras y de los chanchos…

—La explicación es que tienen clientes —acota María.

Es un mal pensamiento ése. Si, como el Padre canadiense del cuento de Mayta, yo también me dejo ganar por la desesperación, no escribiré esta novela. Eso no habrá ayudado a nadie; por efímera que sea, una novela es algo, en tanto que la desesperación no es nada. ¿Se sienten seguras, trajinando de noche por el barrio? Hasta ahora, gracias a Dios, no les ha pasado nada. Ni siquiera con borrachos furiosos que hubieran podido desconocerlas.

—A lo mejor somos muy feas y no tentamos a nadie —lanza una carcajada María.

—Los dos médicos han sido asaltados —dice Juanita—. Sin embargo, siguen viniendo.

Trato de continuar la conversación, pero me distraigo, e intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿porque acaso se podía creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos… Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.

Hemos llegado al auto. Han forzado la puerta del volante. Como no tenía nada que llevarse, el ladrón, en represalia, ha rasgado el tapiz del asiento y esa mancha indica que también ha orinado encima. Digo a Juanita y a María que me hizo un favor, pues me obligó a cambiar el forro que estaba viejísimo. Pero ellas, compungidas, azoradas, me compadecen.

IV

—Tarde o temprano, la historia tendrá que escribirse —dice el senador, moviéndose en el asiento hasta encontrar una postura cómoda para su pierna lesionada—. La verdadera, no el mito. Aunque no es el momento todavía.

Le pedí que la conversación fuera en un sitio tranquilo, pero él se empeñó en que viniera al Bar del Congreso. Como me temía, a cada momento nos interrumpen: colegas y periodistas se acercan, lo saludan, intercambian chismes, le hacen preguntas. Desde el atentado que lo dejó cojo, es uno de los parlamentarios más populares. Hablamos de manera entrecortada, con largos paréntesis. Le explico una vez más que no pretendo escribir la «verdadera historia» de Mayta. Sólo recopilar la mayor cantidad de datos y opiniones sobre él, para, luego, añadiendo copiosas dosis de invención a esos materiales, construir algo que será una versión irreconocible de lo sucedido. Sus ojitos saltones y desconfiados me escrutan sin simpatía.

—Hoy por hoy, no debe hacerse nada que afecte el gran proceso de unificación de la izquierda democrática en que estamos, lo único que puede salvar al Perú en las circunstancias actuales —murmura—. La historia de Mayta, por más que hayan pasado veinticinco años, puede sacar algunas ronchas.

Es un hombre delgado y habla con desenvoltura. Viste con elegancia, en sus cabellos enrulados abundan las canas, fuma con boquilla. A ratos, la pierna malograda parece dolerle, pues se la soba con fuerza. Escribe con corrección, para ser un político. Ésa fue la llave que le abrió las altas esferas del régimen militar del general Velasco, del que fue asesor. Él inventó buena parte de los estribillos con los que la dictadura se granjeó la aureola de progresista y fue director de uno de los diarios confiscados. Escribió discursos para el general Velasco (se los reconocía por ciertas palabrejas sociojurídicas que al dictador se le enredaban en los dientes) y representó, con un grupo pequeño, lo más radical del régimen. Ahora, el senador Campos es una personalidad moderada a la que la extrema derecha y la ultraizquierda maoísta y trotskista atacan con furia. Los guerrilleros lo han condenado a muerte y también los escuadrones de la libertad. Estos últimos— signo de los absurdos tiempos que vivimos— aseguran que es el jefe secreto de la subversión. Hace unos meses, una bomba deshizo su automóvil, hiriendo a su chófer y destrozándole la pierna izquierda, que ahora tiene rígida. ¿Quién lanzó la bomba? No se sabe.

—Pero, en fin —exclama de pronto, cuando, pensando que no hay modo de hacerlo hablar, estoy por despedirme—, si ya se enteró de tantas cosas, sepa también lo principal: Mayta colaboró con los servicios de inteligencia del Ejército y, probablemente, con la CÍA.

—Eso no es cierto —protestó Mayta.

—Lo es —replicó Anatolio—. Lenin y Trotski condenaron siempre el terrorismo.

—La acción directa no es terrorismo —dijo Mayta—, sino, pura y simplemente, la acción insurreccional revolucionaria. Si Lenin y Trotski condenaron eso, no sé qué hicieron toda su vida. Convéncete, Anatolio, nos estábamos olvidando de lo importante. Nuestro deber es la revolución, la primera tarea de un marxista. ¿No es increíble que nos lo recuerde un alférez?

—¿Aceptas por lo menos que Lenin y Trotski condenaron el terrorismo? —hizo una retirada táctica Anatolio.

—Guardando las distancias, yo también lo condeno—asintió Mayta—. El terrorismo ciego, cortado de las masas, aleja al pueblo de la vanguardia. Nosotros vamos a ser algo distinto: la chispa que prende la mecha, la bolita de nieve que se vuelve huayco.

—Te sientes poeta, hoy —se echó a reír Anatolio, con una risa que parecía demasiado fuerte para el minúsculo cuartito.

«Poeta no, pensó. Más bien ilusionado, rejuvenecido.» Y con un optimismo que no había sentido en muchos años. Era como si la masa de libros y periódicos amontonados a su alrededor estuvieran ardiendo con un fuego tibio y envolvente que, sin quemarlo, mantenía su cuerpo y su espíritu en una especie de incandescencia. ¿Era esto la felicidad? La discusión en el Comité Central del POR(T) había sido apasionante, la más emotiva que recordaba en muchos años. Luego de la reunión, había ido a la Plazuela del Teatro Segura, a France Presse. Estuvo traduciendo cerca de cuatro horas. Pese a todo ese trajín, se sentía fresco y lúcido. Su informe sobre el Subteniente había sido aprobado y, también, su propuesta de tomar en consideración el plan de Vallejos. «Base de trabajo, plan de acción, qué jerga», pensó. El acuerdo era, en verdad, trascendental: hacer la revolución, ahora, de una vez. Mientras exponía, Mayta habló con una convicción que dejó conmovidos a sus camaradas: lo advirtió en sus expresiones y en que lo escucharon sin interrumpirlo ni una vez. Sí, era realizable, a condición de que una organización revolucionaria como el POR(T) la dirigiera y no un muchacho bien intencionado pero sin solidez ideológica. Entrecerró los ojos y la imagen surgió, nítida: una pequeña vanguardia bien armada y equipada, con apoyo urbano e ideas claras sobre la meta estratégica y los pasos tácticos, podía ser el foco del que la revolución irradiaría hacia el resto del país, la yesca y el pedernal que desatarían el incendio revolucionario. ¿Acaso las condiciones objetivas no estaban dadas desde tiempos inmemoriales en un país con las contradicciones de clase del Perú? Ese núcleo inicial, mediante audaces golpes de propaganda armada, iría creando las condiciones subjetivas para que los sectores obreros y campesinos se sumaran a la acción. Lo volvió al presente la figura de Anatolio, incorporándose de la esquina de la cama donde estaba sentado.

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