Array Array - Historia de Mayta
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—Voy a ver si ya no hay cola o tendré que hacerme la caca en los pantalones, ya no aguanto.
Había bajado un par de veces y en los dos excusados encontró siempre a alguien esperando. Lo vio salir medio encogido, apretándose el estómago. Qué bien que Anatolio hubiera venido esta noche, qué bueno que hoy, cuando por fin ocurría algo importante, hoy que comenzaba algo nuevo, tuviera con quien compartir el borbotón de ideas de su cabeza. «El Partido ha dado un salto cualitativo», pensó. Estaba echado en su cama, el brazo derecho como almohada. El Comité Central del POR(T), luego de aprobar la idea de trabajar con Vallejos, designó un Grupo de Acción —el Camarada Jacinto, el Camarada Anatolio y el propio Mayta— encargado de preparar un calendario de actividades. Se decidió que Mayta viajara de inmediato a Jauja para ver sobre el terreno en qué consistía la pequeña organización de Vallejos y qué clase de contactos tenía con las comunidades del valle del Mantaro. Luego, los otros dos miembros del Grupo de Acción irían también a la sierra para coordinar el trabajo. La sesión del POR(T) terminó en estado de euforia. En ese mismo estado permaneció Mayta mientras traducía cables en la France Presse. Así había llegado a su cuarto del Jirón Zepita. En la puerta del callejón lo esperaba una figura juvenil, unos dientes brillando en la semioscuridad.
—Me he quedado tan sacudido que pasé a ver si podíamos charlar un rato —dijo Anatolio—. ¿Estás muy cansado?
—Al contrario, subamos —lo palmeó Mayta—. Yo también estoy todo revuelto. Porque, como dice Vallejitos, esto es dinamita pura.
Había habido rumores, insinuaciones, chismografías y hasta un volante que circuló por los patios de San Marcos, acusándolo. ¿De infiltrado? ¿De delator? Había habido, luego, hasta dos artículos con precisiones inquietantes sobre las actividades de Mayta.
—¿De soplón? —lo emplazo—. Sin embargo, ustedes… El senador Campos alza la mano y no me deja continuar:
—Nosotros éramos trotskistas, como Mayta, y esos ataques venían de los moscovitas, así que al principio no les hicimos caso —me explica, encogiéndose de hombros—. A los del POR nos decían zamba canuta, a diario. Entre irascos y moscos siempre imperó el cainismo. La filosofía de: «el peor enemigo es el que está más cerca, acabar con él aunque sea pactando con el diablo». Calla, porque, una vez más, un periodista se le acerca a preguntarle si es verdad lo que ha aparecido en un diario: que, asustado por las amenazas contra su vida, prepara una fuga al extranjero adonde viajará con el pretexto de hacerse operar nuevamente la pierna. El senador se ríe: «Puras calumnias. A leños que me maten, los peruanos tienen conmigo para rato». El periodista se va encantado con la frase. Pedimos otro café. «Ya sé que aquí en el Congreso somos unos privilegiados por poder tomar varios cafés al día en tanto que se ha vuelto un artículo de lujo para los demás peruanos. Pero no será por mucho tiempo. El concesionario tenía una reserva que se le está acabando.» Durante un rato monologa sobre los estragos de la guerra: el racionamiento, la inseguridad, la psicosis que vive la gente estos días con los rumores sobre el ingreso de tropas extranjeras al territorio. —Lo cierto es que los camaradas moscovitas tenían sus informes bien chequeados —empalma de pronto con lo que me decía—. El soplo les vino de arriba, seguramente. Moscú, el KGB. Por ahí se enterarían de las duplicidades de Mayta.
Coloca un cigarrillo en su boquilla, lo prende, chupa, se soba la pierna. Ha puesto una cara apesadumbrada, como preguntándose si no ha ido demasiado lejos en sus revelaciones. Él y mi condiscípulo militaron juntos, compartieron sueños políticos, clandestinidad, persecución. ¿Cómo puede revelarme que Mayta fue una cucaracha inmunda con semejante indiferencia?
—Usted sabe que Mayta entró y salió de la cárcel muchas veces —echa la ceniza en la tacita de café vacía—. Allí debieron chantajearlo para que trabajara con ellos. A algunos la cárcel los endurece, a otros los ablanda.
Me mira, midiendo el efecto de sus palabras. Lo noto tranquilo, seguro de sí mismo, con esa expresión amable que no pierde ni en las más ardorosas polémicas. ¿Por qué odia a su antiguo camarada?
—Esas cosas son siempre difíciles de probar.
Allá, en algún momento del pasado, Mayta, irreconocible bajo bufandas grasientas, alarga libretas escritas con tinta invisible que contienen nombres, planos, lugares, a un militar incómodo en sus ropas de civil y a un extranjero desconfiado que no acierta con las preposiciones del español.
—Imposibles de probar —me rectifica—. Y, sin embargo, por una vez, pudieron probarse —toma aire y deja caer la hoja de la guillotina—: En la época del general Velasco descubrimos que la CÍA prácticamente dirigía nuestros servicios de inteligencia. Salieron muchos nombres. Entre ellos el de Mayta. Y, haciendo cálculos, recordando, resucitaron algunas cosas. Su comportamiento fue sospechoso desde que conoció a Vallejos.
—Es una acusación tremenda —le digo—. Espía del Ejército, agente de la CÍA y a la vez…
—Espía, agente, son palabras mayores —matiza él—. Informante, instrumento, víctima tal vez. ¿Ha hablado con alguien más que conociera a Mayta en ese tiempo?
—Con Moisés Barbi Leyva. ¿Cómo es posible que él no supiera nada de esto? Moisés estuvo en todos los preparativos de lo de Jauja, vio a Mayta incluso la víspera de…
Moisés es un hombre que sabe muchas cosas —sonríe el senador Campos.
¿Me va a revelar, también, que es un agente de la CÍA? No, jamás formularía semejante acusación contra el Director de un Centro que le ha publicado ya dos libros de investigación sociopolítica y uno de ellos prologado por el propio Barbi Leyva.
—Moisés es un hombre prudente, lleno de intereses que defender—desliza, con una moderada dosis de ácido—. Ha adoptado la filosofía de: «lo pasado, pisado». Es la mejor, si uno quiere evitarse problemas. Para desgracia mía, yo no soy como él. Nunca he tenido pelos en la lengua. Eso de decir siempre lo que pienso, ya me ha dejado cojo. Y me puede traer la muerte en cualquier momento. Lo que he ganado es poder mirar a mi familia sin avergonzarme.
Queda un momento cabizbajo, como turbado de haberse dejado arrastrar a semejante efusión autobiográfica.
—¿Qué opinión tiene Moisés del Mayta de entonces? —me pregunta, mirándome siempre la punta de los zapatos.
—La de un idealista algo ingenuo —le digo—. La de un hombre precipitado, conflictivo, pero revolucionario de pies a cabeza. Él queda meditabundo, entre rosquillas de humo.
—Se lo decía: mejor no levantar la tapa de esa olla para que no empiecen a salir olores que pueden asfixiar a muchos. —Hace una pequeña pausa, sonríe y ejecuta—: Fue Moisés quien presentó la acusación de infiltrado la noche que expulsamos a Mayta del POR(T).
Me ha dejado mudo: en el pequeño garaje, convertido en tribunal, un Moisés adolescente y tronante termina su requisitoria blandiendo un puñado de pruebas irrefutables. ¡Soplón! ¡Soplón! Lívido, encogido bajo el cartel de los ideólogos, mi condiscípulo no articula palabra. La puertecita se abrió y entró Anatolio.
—Creí que te habías pasado por el water —le dio la bienvenida Mayta.
—Ufff, ahora respiro mejor —se rió Anatolio, cerrando la puerta. Se había mojado el pelo, la cara y el pecho y su piel brillaba de gotitas de agua. Venía con la camisa en la mano y Mayta lo vio extenderla con cuidado a los pies del catre. «Qué pintoncito es», pensó. En su esbelto torso se insinuaban los huesos y la mata de vellos brillaba entre sus pechos. Sus brazos eran largos y armoniosos. Mayta lo había visto por primera vez hacía cuatro años, en una conferencia en el Sindicato de Construcción Civil. A cada momento lo interrumpía un grupo de muchachos de la Juventud Comunista, recitando la consabida cantaleta contra Trotski y el trotskismo: aliados de Hitler, agentes del imperialismo, validos de Wall Street. El más agresivo era Anatolio, jovencito de ojos grandes y pelos retintos, sentado en la primera fila. ¿Daría él la señal para agredirlo? A pesar de todo, había algo en el muchacho que a Mayta le cayó simpático. Tuvo uno de esos palpitos que había tenido otras veces, siempre fallidos. Esta vez, acertó. Cuando, al salir del Sindicato, los ánimos algo calmados, se le acercó y le propuso tomar un café juntos «para seguir ventilando nuestras discrepancias», el muchacho no se hizo de rogar. Más tarde, ya miembro del POR(T), Anatolio solía decirle: «Me hiciste un lavado de cabeza de jesuita, camarada». Era verdad, le había hecho un trabajo astuto y afectuoso. Le había prestado libros, revistas, lo había convencido que asistiera a un círculo de estudios marxistas dirigido por él, le había invitado incontables cafés persuadiéndolo de que el trotskismo era el verdadero marxismo, la revolución sin burocracia, despotismo ni corrupción. Y ahora estaba ahí, joven y buen mozo, con el torso desnudo, bajo el polvoriento cono de luz del cuchitril, alisando su camisa. Pensó: «Desde que me metí en esto con Vallejos no he vuelto a ver en sueños la cara de Anatolio». Estaba seguro: ni una sola vez. Buena cosa que Anatolio estuviera en el Grupo de Acción. Era con quien se llevaba mejor en el Partido y sobre quien tenía más influencia. Vez que quedaban en salir a vender Voz Obrera o a repartir volantes a la Plaza Unión y a las puertas de las fábricas de la Avenida Argentina, nunca se hacía esperar, a pesar de que vivía en el Callao.
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