Array Array - Historia de Mayta

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—Eso es una novela —dice Juanita, con una sonrisa que, al mismo tiempo, me desagravia por la ofensa—. Ésa no parece la historia real, en todo caso.

—No va a ser la historia real, sino, efectivamente, una novela —le confirmo—. Una versión muy pálida, remota y, si quieres, falsa.

—Entonces, para qué tantos trabajos —insinúa ella, con ironía—, para qué tratar de averiguar lo que pasó, para qué venir a confesarme de esta manera. ¿Por qué no mentir más bien desde el principio?

—Porque soy realista, en mis novelas trato siempre de mentir con conocimiento de causa —le explico—. Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.

—Me pregunto si alguna vez se llega a saber la historia con mayúsculas —me interrumpe María—. O si en ella no hay tanta o más invención que en las novelas. Por ejemplo, eso de lo que hablábamos. Se han dicho tantas cosas sobre los curas revolucionarios, sobre la infiltración marxista de la Iglesia… Y, sin embargo, a nadie se le ocurre la explicación más simple.

—¿Cuál es?

—La desesperación y la cólera que puede dar codearse día y noche con el hambre y con la enfermedad, la sensación de impotencia frente a tanta injusticia —dijo Mayta, siempre con delicadeza, y la monja advirtió que apenas movía los labios—. Sobre todo, darse cuenta que los que pueden hacer algo no harán nunca nada. Los políticos, los ricos, los que tienen la sartén por el mango, los que mandan.

—Pero, pero ¿perder la fe por eso? —dijo la hermana de Vallejos, maravillada—. Más bien, eso debería afirmarla, debería… Mayta siguió, endureciendo el tono:

—Por más fuerte que sea la fe, llega un momento en que uno dice basta. No es posible que el remedio contra tanta iniquidad sea la promesa de la vida eterna. Fue así, Madre. Viendo que el infierno ya estaba en las calles de Lima. Especialmente, en el Montón. ¿Sabe usted qué es el Montón?

Una barriada, una de las primeras, no peor ni más miserable que esta en la que Juanita y María viven. Las cosas han empeorado mucho desde aquella confesión de Mayta a la monja, las barriadas han proliferado y, a la miseria y el desempleo, se ha añadido la matanza. ¿Fue de veras ese espectáculo del Montón el que, hace medio siglo, cambió al beatito que era Mayta en un rebelde? El contacto con ese mundo no ha tenido el mismo efecto, en todo caso, en Juanita y María. Ninguna de las dos da la impresión de estar desesperada ni colérica ni tampoco resignada, y, hasta donde puedo darme cuenta, el convivir con la iniquidad tampoco las ha convencido de que la solución sean los asesinatos y las bombas. ¿Seguían siendo ambas religiosas, no es cierto? ¿Se prolongarían los disparos en ecos por el desierto de Lurín?

—No —Vallejos apuntó, disparó y el ruido fue menor de lo que Mayta esperaba. Tenía las manos mojadas de la excitación—. No eran para mí, te mentí. Esos libritos, en realidad, me los llevo a Jauja para que los lean los josefinos. Yo te tengo confianza, Mayta. Y te cuento algo que no le contaría ni siquiera a la persona que más quiero, que es mi hermana.

Y, mientras hablaba, puso la metralleta en sus manos. Le mostró dónde apoyarla, cómo liberar el seguro, apuntar, presionar el gatillo, cargarla y descargarla.

—Haces mal, esas cosas no se cuentan —lo recriminó Mayta, la voz alterada por el sacudón que había sentido en el cuerpo al escuchar la ráfaga y descubrir en la vibración de las muñecas que era él quien disparaba: a lo lejos, el arenal se extendía, amarillento, ocre, azulado, indiferente—. Por una cuestión elemental de seguridad. No se trata de ti, sino de los demás ¿no comprendes? Uno tiene derecho de hacer con su vida lo que le dé la gana. Pero no a poner en peligro a los camaradas, a la revolución, sólo por demostrarle confianza a un amigo. ¿Y si yo trabajara para la policía?

—No eres apto para eso, ni aunque quisieras podrías ser soplón —se rió Vallejos—. ¿Qué te pareció? ¿No es fácil?

—La verdad que es facilísimo —asintió Mayta, palpando la boca del arma y sintiendo una llamarada en los dedos—. No me cuentes una palabra más de los josefinos. No quiero esas pruebas de amistad, so huevonazo.

Se había levantado una brisa cálida y los médanos del contorno parecían bombardearlos con granitos de arena. Es cierto, el Alférez había elegido bien el sitio, quién podía oír los tiros en esta soledad. No debía creerse que ya sabía todo. Lo principal no era cargar, descargar, apuntar y disparar, sino limpiar el arma y saber armarla y desarmarla.

—Te lo conté por interés —volvió al asunto Vallejos, indicándole con un gesto que regresaran a la carretera, pues el terral los iba a ahogar—. Necesito tu ayuda, mi hermano. Son unos muchachos del Colegio San José, allá en Jauja. Muy jóvenes, de cuarto y quinto de Media. Nos hicimos amigos jugando al fútbol, en la canchita de la cárcel. Los josefinos.

Avanzaban por el arenal con las cabezas contra el viento, los pies hundidos hasta los tobillos en la blanda tierra y Mayta, de pronto, se olvidó de la clase de disparo y de su excitación de un momento antes, intrigado por lo que el Subteniente le decía.

—No me cuentes nada que puedas lamentar —le recordó, sin embargo, comido por la curiosidad.

—Calla, carajo —Vallejos se había puesto un pañuelo contra la boca para defenderse de la arena—. Con los josefinos pasamos de jugar fútbol a tomarnos unas cervezas, a ir a fiestecitas, al cine y a conversar mucho. Desde que empezamos nuestras reuniones, he tratado de enseñarles lo que tú me enseñas. Me ayuda un profesor del Colegio San José. Dice que es socialista, también.

—¿Les das clases de marxismo? —le preguntó Mayta.

—Sí, pues, la verdadera ciencia —gesticuló Vallejos—. El contraveneno de esos conocimientos idealistas, metafísicos, que les meten en el coco. Como dirías tú, con tu florido lenguaje, mi hermano.

Hacía un momento, cuando le enseñaba a disparar, era un atleta diestro y mandón. Y, ahora, un jovencito tímido, confundido de contarle lo que le contaba. A través de la lluviecita de arena Mayta lo miró. Imaginó a las mujeres que habrían besado esas facciones recias, mordido esos labios bien marcados, que se habrían retorcido bajo el cuerpo duro del Alférez.

—¿Sabes que me dejas con la boca abierta? —exclamó—. Creí que mis clases de marxismo te aburrían mortalmente.

—A veces, sí, para ser francos, y otras veces me quedo en la luna —reconoció Vallejos—. La revolución permanente, por ejemplo. Es demasiadas cosas al mismo tiempo. Así que a los josefinos les hice un sancochado en la cabeza. Por eso te pido tanto que vengas a Jauja. Anda, échame una manita con ellos. Esos muchachos son dinamita pura, Mayta.

—Claro que seguimos siendo religiosas, aunque ya sin disfraz —sonríe María—. Tenemos una excedencia en funciones, no de votos. Nos liberan de la enseñanza en el colegio y nos dejan trabajar aquí. La congregación nos ayuda en lo que puede.

¿Tienen Juanita y María la sensación de aportar una ayuda efectiva, viviendo en la barriada? Seguramente, de otro modo sería inexplicable que corrieran semejante riesgo, en las circunstancias actuales. No pasa un día sin que un cura, una monja, una trabajadora social de las barriadas sea víctima de un atentado. Al margen de que resulte útil o inútil lo que hacen, es imposible no envidiarles esa fe que les da fuerza para resistir el horror cotidiano. Les digo que, mientras caminaba hasta aquí, tuve la impresión de atravesar todos los círculos del infierno.

—Allá debe ser todavía peor —dice Juanita, sin sonreír.

—¿No habías estado nunca en este pueblo joven? —interviene María.

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