Array Array - Historia de Mayta

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Comenzamos hablando de Mayta y de Vallejos, pero, sin darnos cuenta, hemos pasado a comentar los crímenes en el barrio. Los revolucionarios eran aquí bastante fuertes al principio: hacían colectas a plena luz y hasta mítines. Mataban a alguien, de cuando en cuando, acusándolo de traidor. Luego aparecieron los escuadrones de la libertad, decapitando, mutilando y desfigurando con ácido a reales o supuestos cómplices de la insurrección. La violencia se ha multiplicado. Juanita cree, sin embargo, que los delitos comunes son todavía más numerosos que los políticos y éstos, a menudo, la máscara de aquéllos.

—Hace pocos días un vecino nuestro mató a su mujer porque le hacía escenas de celos —cuenta María—. Y sus cuñados lo vieron tratando de disfrazar el crimen, poniéndole a la víctima el famoso cartelito de «perra soplona».

—Volvamos a lo que me ha traído —les propongo—. A la revolución que comenzó a gestarse en esos años. La de Mayta y tu hermano. Fue la primera de muchas. Inició la historia que ha terminado en esto que ahora vivimos.

—Tal vez la gran revolución de esos años no fue ninguna de ésas, sino la nuestra — me interrumpe Juanita—. Porque ¿han dejado acaso algo positivo todas esas muertes y atentados? Esa violencia sólo ha traído más violencia. Y las cosas no han cambiado ¿no es cierto? Hay más pobreza que nunca, aquí, en el campo, en los pueblos de la sierra, en todas partes.

—¿Hablaron de eso? —le pregunto—. ¿Te habló Mayta de los pobres, de la miseria?

—Hablamos de religión —dice Juanita—. No creas que yo le busqué el tema. Fue él.

—Sí, muy católico, pero ya no lo soy, ya me liberé de esas ilusiones —susurró Mayta, lamentando haberlo dicho, temiendo que la hermana de Vallejos lo tomara mal—. ¿Usted no duda nunca?

—Desde que me levanto hasta que me acuesto —murmuró ella—. ¿Quién le ha dicho que la fe es incompatible con las dudas?

—Quiero decir —se animó Mayta— ¿no es un gran engaño que la misión de los colegios católicos sea formar a las élites? ¿Se puede acaso infundir a los hijos de las clases dirigentes los principios evangélicos de caridad y amor al prójimo? ¿No piensa nunca en eso?

—Pienso en eso y cosas mucho peores —le sonrió la monja—. Mejor dicho, pensamos. Es verdad. Cuando yo entré a la orden, todas creíamos que a esas familias Dios les había dado, con su poder y fortuna, una misión para con sus hermanos desheredados. Que esas niñas, que eran la cabeza, si se las educaba bien, se encargarían de mejorar el tronco, los brazos, las piernas. Pero ahora ya ninguna de nosotras cree que ésa sea la manera de cambiar el mundo.

Y Mayta, sorprendido, la escuchó referir la conspiración de ella y de sus compañeras en el Colegio. No pararon hasta cerrar la escuela gratuita para pobres que funcionaba en el Sophianum. Las niñas pagantes tenían, cada una, una niña de la escuelita. Era su pobre. Le traían dulces, ropitas, una vez al año hacían una excursión a la casa de la familia, llevando regalos a su protegida. Iban en el auto del papá, con la mamá, a veces bastaba que se bajara el chófer a entregar el panetón. Qué vergüenza, qué escándalo. ¿Se podía llamar a eso practicar la caridad? Ellas habían insistido, criticado, escrito, protestado tanto, que, por fin, la escuela gratuita del Sophianum se cerró.

—Entonces, no estamos tan lejos como parece, Madre —se asombró Mayta—. Me alegra oírla hablar así. ¿Le puedo citar algo que dijo un gran hombre? Que cuando la humanidad haya acabado con las revoluciones que hacen falta para suprimir la injusticia, nacerá una nueva religión.

—Para qué una nueva religión si ya tenemos la verdadera —repuso la monja, alcanzándole la fuente de dulces—. Sírvase una galletita.

—Trotski —precisó Mayta—. Un revolucionario y un ateo. Pero sentía respeto por el problema de la fe.—Eso de que la revolución libera las energías del pueblo también se entiende ahí mismo —Vallejos disparó una piedrecita contra un alcatraz—. ¿De veras te pareció mi plan tan malo? ¿O lo dijiste por fregarme, Mayta?

—Nos parecía una deformación monstruosa —Juanita se encoge de hombros, hace un gesto de desánimo—. Y ahora me pregunto si, con deformación y todo, no era mejor que esas niñas tuvieran un sitio donde aprender a leer y recibieran al menos un panetón al año. Ya no sé, ya no estoy tan segura de si hicimos bien. ¿Cuál fue el resultado? En el Colegio éramos treinta y dos monjas y una veintena de hermanas. Ahora quedan tres monjas y ninguna hermana. El porcentaje anda por ahí en la mayoría de los colegios. Las congregaciones se han hecho trizas… ¿Fue buena nuestra toma de conciencia social? ¿Fue bueno el sacrificio de mi hermano?

Intenta una sonrisa, como disculpándose de participarme su desconcierto.

—Es lógico, es pan comido, es café con leche —se exaltó Vallejos—. Si los indios trabajan para un patrón que los explota, lo hacen sin ánimo y rinden poco. Cuando trabajen para sí mismos producirán más y eso beneficiará a toda la sociedad. ¿Veinte, mi hermano?

—A condición de que no se haya creado una clase parásita que expropie en su provecho el esfuerzo del proletariado y el campesinado —le explicó Mayta—. A condición de que una clase de burócratas no acumule tanto poder como para crear una nueva estructura de injusticia. Y para evitar eso, justamente, concibió León Davidovich la teoría de la revolución permanente, Uf, yo mismo me aburro con mis discursos.

—Me gustaría ir al fútbol ¿a ti no? —suspiró Vallejos—. Me escapé de Jauja para ver el clásico Alianza–U, no quiero perdérmelo. Vamos, te invito.

—¿Cuál es la respuesta a esa pregunta? —le digo, al ver que se ha quedado callada—. ¿La revolución silenciosa de aquellos años sirvió o perjudicó a la Iglesia?

—Nos sirvió a las que perdimos las falsas ilusiones pero no la fe, a las otras quién sabe —dice María. Y volviéndose a Juanita—. ¿Cómo era Mayta?

—Hablaba con suavidad, con cortesía, vestía muy modestamente —recuerda Juanita— . Intentó impresionarme con desplantes antirreligiosos. Pero, más bien, creo que lo impresioné yo. No sabía lo que estaba ocurriendo en los conventos, en los seminarios, en las parroquias. No sabía nada de nuestra revolución… Abrió mucho los ojos y me dijo: «Entonces, no estamos tan lejos». Los años le han dado la razón ¿no es cierto?

Y me cuenta que el Padre Miguel, un párroco del barrio que desapareció misteriosamente hacía un par de años, es al parecer el famoso Camarada Leoncio que dirigió el sangriento asalto al Palacio de Gobierno el mes pasado.

—Yo lo dudo —protesta María—. El Padre Miguel era un fanfarrón. Muy incendiario de la boca para afuera pero, en el fondo, un bombero. Yo estoy segura que la policía o los escuadrones de la libertad lo mataron.

Sí, era eso. No un revólver ni una pistola, sino una metralleta corta, ligera, que parecía recién salida de fábrica: negra, aceitosa, reluciente. Mayta la observó hipnotizado. Haciendo un esfuerzo, apartó la vista del arma que temblaba en sus manos y echó una mirada alrededor, con la sensación de que, de entre los libros desparramados y los periódicos en desorden del cuartito, surgirían los soplones, señalándolo muertos de risa: «Caíste, Mayta», «Te jodiste, Mayta», «Con las manos en la masa, Mayta». «Es un imprudente, le falta un tornillo, pensó, es un…» Pero no sentía la menor inquina contra el Alférez. Más bien, la benevolencia que inspira la travesura de un niño dilecto y ganas de volver a verlo cuanto antes. «Para jalarle las orejas, pensó. Para decirle…»

—Contigo me pasa una cosa curiosa. No sé si contártela o no. Espero que no te enojes. ¿Puedo hablarte con franqueza?

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