Array Array - Historia de Mayta

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Su cuarto era el segundo de los altos en un callejón de dos pisos, un recinto de tres metros por cinco atiborrado de libros, revistas, periódicos desparramados por el suelo y una cama sin espaldar en la que había sólo un colchón y una frazada. Unas cuantas camisas y pantalones colgaban de clavos en la pared y detrás de la puerta había un espejito y una repisa con sus cosas de afeitar. Una bombilla pendiente de un cordón iluminaba con luz sucia el increíble desorden que volvía al cuartito aún más estrecho. Apenas entró, a cuatro patas sacó de debajo de la cama —el polvo lo hizo estornudar— el lavador desportillado, que era, tal vez, el objeto que apreciaba más en este lugar. Los cuartos no tenían baño; en el patio había dos excusados para uso común del callejón y un caño del que los vecinos recogían agua para la cocina y el aseo. De día había siempre colas pero no de noche, de modo que Mayta bajó, llenó el lavador y volvió a su cuarto — con precaución para no derramar ni una gota— en pocos minutos. Se desnudó, se echó de espaldas en la cama y hundió los pies en el lavador. Ah, qué descanso. Le ocurría quedarse dormido dándose ese baño de pies; entonces, se despertaba al amanecer muerto de frío, estornudando. Pero ahora no se durmió. Mientras la sensación fresca, balsámica, subía de sus pies a sus tobillos y a sus piernas y el cansancio iba amenguando, pensaba que, aunque no tuviera otra consecuencia, había sido bueno que alguien se lo recordara: a un revolucionario no debe pasarle lo que a esos literatos, historiadores y filósofos de San Marcos, un revolucionario no debe olvidar que vive, lucha y muere para hacer la revolución y no para, para…

—… pagar la cuenta —dice Moisés—. Basta de discusión. La pagaré yo. Mejor dicho, el Centro. Métete esa cartera donde no le dé el sol.

Pero ya no hay sol. El cielo se ha nublado y, cuando salimos del Costa Verde, parece invierno: una de esas tardes típicas de Lima, mojadas, de cielo bajo, cargado y fanfarrón, amenazando con una tormenta que nunca vendrá. Al recuperar su arma, en la entrada — «Es una Browning de 7.65 milímetros», me dice—, Moisés verifica si el seguro está puesto. La coloca en la guantera del auto.

—Dime, por lo menos, qué tienes hasta ahora —me pregunta, mientras subimos la Quebrada de Armendáriz en su Cadillac color concho de vino.

—Un cuarentón de pies planos que se ha pasado la vida en las catacumbas de la revolución teórica, para no decir de las intrigas revolucionarias —le resumo—. Aprista, aprista disidente, moscovita, moscovita disidente, y, por fin, trotskista. Todas las idas y venidas, todas las contradicciones de la izquierda de los años cincuenta. Ha estado escondido, preso, ha vivido siempre en la penuria. Pero…

—¿Pero?

—Pero la frustración no lo ha amargado ni corrompido. Se conserva honesto, idealista, a pesar de esa vida castradora. ¿Te parece exacto?

—Básicamente, sí —afirma Moisés, frenando para que me baje—. Pero ¿has pensado que ni siquiera corromperse es fácil en nuestro país? Hace falta la ocasión. La mayoría son honestos porque no tienen alternativa ¿no crees? ¿Has pensado si a Mayta se le presentó la oportunidad de corromperse?

—He pensado que actuó siempre de manera que no dio chance para que se le presentara.

—No tienes gran cosa todavía —concluye Moisés. A lo lejos, se escucha un tiroteo.

III

Para llegar hasta allí, desde Barranco, hay que ir al centro de Lima, cruzar el Rímac — río de aguas escuálidas en esta época del año— por el puente Ricardo Palma, seguir por Piedra Liza y contornear el cerro San Cristóbal. El trayecto es largo, riesgoso, y, a ciertas horas, lentísimo por la congestión del tráfico. Es, también, el de un empobrecimiento gradual de Lima. La prosperidad de Miraflores y San Isidro va decayendo y afeándose en Lince y La Victoria, renace ilusoriamente en el centro con las pesadas moles de los Bancos, mutuales y compañías de seguros —entre las cuales, sin embargo, pululan conventillos promiscuos y viejísimas casas que se tienen en pie de milagro—, pero luego, cruzando el río, en el llamado sector de Bajo el Puente, la ciudad se desploma en descampados en cuyas márgenes han brotado casuchas de esteras y cascotes, barriadas entreveradas con muladares que se suceden por kilómetros. En esta Lima marginal antes había sobre todo pobreza. Ahora hay, también, sangre y terror.

A la altura de la Avenida de los Chasquis, la pista pierde el asfalto y se llena de agujeros, pero el auto puede todavía avanzar unos metros, zangoloteando en medio de corralones y terrales, entre postes de luz que han perdido sus focos, pulverizados a hondazos por los mataperros. Como es la segunda vez que vengo, ya no cometo la imprudencia de avanzar más allá de la pulpería frente a la que me atollé la primera vez. Me ocurrió entonces algo farsesco. Cuando advertí que el auto no saldría de la tierra, pedí que lo empujaran a unos muchachos que conversaban en la esquina. Me ayudaron pero, antes, me pusieron una chaveta en el pescuezo, amenazándome con matarme si no les daba todo lo que tenía. Me quitaron el reloj, la cartera, los zapatos, la camisa. Consintieron en dejarme el pantalón. Mientras empujábamos el auto para desatollarlo, conversamos. ¿Había muchos asesinatos en el barrio? Bastantes. ¿Políticos? Sí, también políticos. Ayer nomás apareció, ahí a la vuelta, un cadáver decapitado con un cartelito: «Perro soplón».

Estaciono y camino entre muladares que son, al mismo tiempo, chiqueros. Los chanchos se revuelcan entre altos de basuras y tengo que agitar ambas manos para librarme de las moscas. Sobre y entre las inmundicias se apiñan las viviendas, de latas, de ladrillos, de calamina, algunas de cemento, de adobes, de maderas, recién empezadas o a medio hacer pero nunca terminadas, siempre viejísimas, apoyadas unas en otras, desfondadas o por desfondarse, repletas de gentes que me miran con la misma indolencia que la vez anterior. Hasta hace unos meses, la violencia política no afectaba a las barriadas de la periferia tanto como a los barrios residenciales y al centro. Pero, ahora, la mayoría de los asesinados o secuestrados por los comandos revolucionarios, las fuerzas armadas o los escuadrones contrarrevolucionarios, pertenecen a estos distritos. Hay más viejos que jóvenes, más mujeres que nombres y, por momentos, tengo la impresión de no estar en Lima ni en la costa sino en una aldea de los Andes: ojotas, polleras, ponchos, chalecos con llamitas bordadas, diálogos en quechua. ¿Viven realmente mejor en esta hediondez y en esta mugre que en los caseríos serranos que han abandonado para venir a Lima? Sociólogos, economistas y antropólogos aseguran que, por asombroso que parezca, es así. Las expectativas de mejora y de supervivencia son mayores, al parecer, en estos basurales fétidos que en las mesetas de Ancash, de Puno o Cajamarca donde la sequía, las epidemias, la esterilidad de la tierra y la falta de trabajo diezman a los poblados indios. Debe ser cierto. ¿Qué otra explicación puede tener que alguien elija vivir en este hacinamiento y suciedad?

—Para ellos es el mal menor, lo preferible —dijo Mayta—. Pero si crees que, por miserables, las barriadas constituyen un potencial revolucionario, te equivocas. No son proletarios sino lumpen. No tienen conciencia de clase porque no forman una clase. Ni siquiera intuyen lo que es la lucha de clases.

—En eso se me parecen —sonrió Vallejos—. ¿Qué mierda es, pues, la lucha de clases?

—El motor de la historia —le explicó Mayta, muy serio e imbuido de su papel de profesor—. La lucha que resulta de los intereses encontrados de cada clase en la sociedad. Intereses que nacen del rol que cumple cada sector en la producción de la riqueza. Hay los dueños del capital, hay los dueños de la tierra, hay los dueños del conocimiento. Y hay quienes no son dueños de otra cosa que de su fuerza de trabajo: los obreros. Y hay, también, los marginales, esos pobres de las barriadas, los lumpen. ¿Se te está haciendo un enredo?

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