Array Array - Historia de Mayta
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—Las posiciones están claras y la discusión agotada —dijo el Camarada Anatolio.
—Tiene razón —gruñó el Secretario General—. Votemos con la mano levantada. ¿Quiénes a favor?
—La propuesta de Mayta —cambiar el nombre de Voz Obrera (T) por Voz Proletaria— fue rechazada tres contra dos. El voto del Camarada Jacinto fue el dirimente. Al argumento de Mayta y Joaquín —la confusión que significaría la existencia de dos periódicos con el mismo nombre, atacándose uno al otro—, Medardo y Anatolio replicaban que el cambio parecería dar la razón a los divisionistas, admitir que eran ellos, los del POR, y no el POR(T) quien mantenía la línea del Partido. Regalarles, además del nombre de la organización, el del periódico, ¿no era poco menos que premiar la traición? Según Medardo y Anatolio la similitud de títulos, problema transitorio, se iría aclarando en la conciencia de la clase obrera cuando el contenido de los artículos, editoriales, informaciones, la coherencia doctrinaria, hicieran el deslinde y mostraran cuál era el periódico genuinamente marxista y antiburocrático y cuál el apócrifo. La discusión fue áspera, larguísima, y Mayta pensaba cuánto más divertida había sido la conversación de la víspera con ese muchacho bobo e idealista. «He perdido este voto por aturdimiento, por la falta de sueño», pensó. Bah, no importaba. Si conservar el título traía más dificultades para distribuir Voz Obrera (T), siempre cabía pedir una revisión del acuerdo, cuando estuvieran presentes los siete miembros del Comité.
—¿Seguro que eran sólo siete cuando Mayta conoció al Subteniente Vallejos?
—También te acuerdas de Vallejos —sonríe Moisés. Estudia el menú y ordena ceviche de camarones y arroz con Conchitas. Le he dejado la elección diciéndole que un economista sensualizado, como él, lo hará mejor que yo—. Sí, siete. No me acuerdo de los nombres de todos, pero sí de los seudónimos. Camarada Jacinto, Camarada Anatolio, Camarada Joaquín… Yo era el Camarada Medardo. ¿Te has fijado cómo se ha empobrecido el menú del Costa Verde desde que hay racionamiento? A este paso, pronto se cerrarán todos los restaurantes de Lima.
Nos han colocado en una mesa del fondo, desde la que apenas se divisa el mar, tapado por las cabezas de los comensales: turistas, hombres de negocios, parejas, empleados de una firma que celebran un cumpleaños. Debe haber un político o un empresario importante entre ellos, pues, en una mesa próxima, veo a cuatro guardaespaldas de civil, con metralletas sobre las piernas. Beben cerveza en silencio, ojeando el local de un lado a otro. El rumor de las conversaciones, las risas, el ruido de los cubiertos apagan las olas y la resaca.
—Con Vallejos, en todo caso, llegaron a ocho —le digo—. La memoria te falló.
—Vallejos no estuvo nunca en el Partido—me replica, al instante—. Suena a broma eso de un Partido con siete afiliados ¿no? No estuvo nunca. Para mayor precisión, a Vallejos yo no le vi jamás la cara. La primera vez que se la vi fue en los periódicos.
Habla con absoluta seguridad y tengo que creerle. ¿Por qué me mentiría? De todas maneras, me sorprende, más todavía que el número de militantes del POR(T). Lo imaginaba pequeño pero no tan ínfimo. Me había hecho una composición de lugar sobre presunciones que ahora se esfuman: Mayta llevando a Vallejos al garaje del Jirón Zorritos, presentándolo a sus camaradas, incorporándolo como Secretario de Defensa… Todo eso, humo.
—Ahora, cuando te digo siete, te digo siete profesionalizados —aclara Moisés, luego de un momento—. Había, además, los simpatizantes. Estudiantes y obreros con los que organizábamos círculos de estudios. Y teníamos cierta influencia en algunos sindicatos. El de Fertisa, por ejemplo. Y en Construcción Civil.
Acaban de traer los ceviches y los camarones lucen frescos y húmedos y se siente el picante en el aroma de los platos. Bebemos, comemos y, apenas terminamos, vuelvo a la carga:
—¿Estás seguro que nunca viste a Vallejos?
—El único que lo veía era Mayta. Durante un buen tiempo, al menos. Después, se formó una comisión especial. El Grupo de Acción. Anatolio, Mayta y Jacinto, creo. Ellos sí lo vieron, unas cuantas veces. Los demás, nunca. Era un militar ¿no te das cuenta? ¿Qué éramos nosotros? Revolucionarios clandestinos. ¿Y él? ¡Un Alférez! ¡Un Subteniente!
—¿Un Subteniente? —el Camarada Anatolio rebotó en el asiento—. ¿Un Alférez?
—Le han encargado infiltrarnos —dijo el Camarada Joaquín—. Eso está clarísimo.
—Es lo primero que pensé, por supuesto —asintió Mayta—. Recapacitemos, camaradas. ¿Son tan tontos? ¿Mandarían a infiltrarnos a un Alférez que se pone a hablar de la revolución socialista en una fiesta? Pude tirarle algo la lengua y no sabe dónde está parado. Buenos sentimientos, una posición ingenua, emotiva, habla de la revolución sin saber de qué se trata. Está ideológicamente virgen. La revolución, para él, son Fidel Castro y sus barbudos pegando tiros en la Sierra Maestra. Le huele a algo justo, pero no sabe cómo se come. Hasta donde he podido sondearlo, no es más que eso.
Se había sentado y hablaba con cierta impaciencia porque, en las tres horas de sesión, se habían acabado los cigarrillos y sentía urgencia de fumar. ¿Por qué descartaba que fuera un oficial de inteligencia encargado de recabar información sobre el POR(T) ¿Y si lo era? ¿Qué tenía de raro que se valieran de una estratagema burda? ¿No eran burdos los policías, los militares, los burgueses del Perú? Pero la imagen jovial y exuberante del joven lenguaraz evaporó de nuevo sus sospechas. Oyó al Camarada Jacinto darle la razón:
—Pudiera que le hayan encargado infiltrarnos. Al menos, le llevamos la ventaja de saber quién es. Podemos tomar las precauciones que haga falta. Si nos dan la oportunidad de infiltrarlos a ellos, no sería de revolucionarios dejarla escapar, camaradas.
Y así renació, de pronto, un tema que había provocado innumerables discusiones en el POR(T). ¿Había potencialidades revolucionarias en las Fuerzas Armadas? ¿Debían fijarse como una de sus metas infiltrar al Ejército, a la Marina, a la Aviación, formar células de soldados, marineros y avioneros? ¿Adoctrinar a la tropa sobre su comunidad de intereses con el proletariado y el campesinado? ¿O extender el esquema de la lucha de clases al mundo militar era falaz porque, por encima de sus diferencias sociales, el vínculo institucional, el espíritu de cuerpo, unía a soldados y oficiales en una complicidad irrompible? Mayta lamentó haber informado sobre el Alférez. Esto iba a durar horas. Soñó con meter sus pies hinchados en el lavador lleno de agua. Lo había hecho esta madrugada, al volver de la fiesta de Surquillo, contento de haber ido a abrazar a su tía–madrina. Se había quedado dormido con los pies mojados, soñando que él y Vallejos disputaban una carrera, en una playa que podía ser Agua Dulce, sin bañistas, al amanecer. Él se iba quedando atrás, atrás, y el muchacho se volvía a alentarlo, riéndose: «Dale, dale, ¿o te estás volviendo viejo y ya no soplas, Mayta?».
—Duraban horas de horas, quedábamos afónicos —dice Moisés, atacando el arroz—. Por ejemplo ¿Mayta debía seguir viendo a Vallejos o cortar por lo sano? Eso no se decidía así nomás, sino mediante un análisis de las circunstancias, causas y efectos. Teníamos que agotar varias premisas. La Revolución de Octubre, la relación de fuerzas socialistas, capitalistas y burocrático–imperialistas en el mundo, el desarrollo de la lucha de clases en los cinco continentes, la pauperización de los países neocolonizados, la concentración monopolística…
Comenzó risueño y la expresión se le ha ido avinagrando. Regresa al plato el tenedor que se llevaba a la boca. Hace un instante comía con apetito, alabando al cocinero del Costa Verde —«¿por cuánto tiempo más se podrá comer todavía así con las cosas que pasan?»— y, de pronto, se ha vuelto inapetente. ¿Lo han deprimido esos recuerdos que, por hacerme un favor, resucita?
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