Array Array - Historia de Mayta
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—Me está dando hambre —bostezó Vallejos—. Estas conversaciones me abren el apetito. Olvidémonos por hoy de la lucha de clases y tomémonos una cerveza heladita. Después, te invito a almorzar a casa de mis viejos. Va a salir mi hermana. Un acontecimiento. A la pobre la tienen peor que en el cuartel. Te la presentaré. Y la próxima vez que nos veamos te traeré la sorpresa que te he dicho.
Estaban en el cuartito de Mayta, éste sentado en el suelo y el Subteniente en la cama. Del exterior venían voces, risas, ruido de autos y en el aire flotaban unos corpúsculos de polvo como animalitos ingrávidos.
—A este paso no aprenderás una jota de marxismo —acabó por rendirse Mayta—. La verdad, no tienes un buen profesor, yo mismo me hago un nudo con lo que te enseño.
—Eres mejor que muchos que tuve en la Escuela Militar —lo alentó Vallejos, riendo—. ¿Sabes qué me pasa? El marxismo me interesa mucho. Pero me cuestan los temas abstractos. Soy más dado a lo práctico, a lo concreto. A propósito ¿te digo mi plan revolucionario antes de tomarnos esa cervecita?
—Sólo escucharé tu bendito plan si pasas el examen —lo imitó Mayta—: ¿Qué mierda es, pues, la lucha de clases?
—Que el pez grande se come al chico —lanzó una carcajada Vallejos—. Qué otra cosa podría ser, mi hermano. Para saber que un gamonal dueño de mil hectáreas y sus indios se odian a muerte no hace falta estudiar mucho. ¿Pasé con veinte? Te vas a quedar bizco con mi plan, Mayta. Y más todavía cuando veas la sorpresa. ¿Te vienes a almorzar conmigo? Quiero que conozcas a mi hermana.
—¿Madre? ¿Hermana? ¿Señorita?
—Juanita —decide ella—. Lo mejor es tutearse, pues debemos ser más o menos de la misma edad ¿no? Te presento a María.
Las dos llevan sandalias de cuero y desde el banquito en que estoy sentado veo los dedos de sus pies: los de Juanita quietos y los de María moviéndose con desasosiego. Aquélla es morena, enérgica, de brazos y piernas gruesos y una sombra de vello sobre las comisuras de los labios; ésta, menuda, blanca, de ojos claros y expresión ausente.
—¿Una Pasteurina o un vaso de agua? —me pregunta Juanita—. Mucho mejor si prefieres la gaseosa. El agua es oro aquí. Hay que ir a buscarla hasta la Avenida de los Chasquis, cada vez.
El local me recuerda una casita que ocupaban en el cerro San Cristóbal, hace muchos años, dos francesas, hermanas de la congregación del Padre De Foucauld. Aquí también los muros encalados y desnudos, el suelo cubierto con esteras de paja, las mantas, hacen pensar en una vivienda del desierto.
—Lo único que falta es el sol —dice María—. El Padre Charles de Foucauld. Yo leí su libro, En el corazón de las masas. Muy famoso, en un tiempo.
—Yo también lo leí —dice Juanita—. No me acuerdo gran cosa. Nunca tuve buena memoria, ni de joven.
—Qué lástima. —En todo el recinto no hay un crucifijo, una virgen, una estampa, un misal, nada que aluda a la condición de religiosas de sus moradoras—. Lo de la falta de memoria. Porque yo…
—Ah, bueno, de él sí me acuerdo —me amonesta Juanita con los ojos, alcanzándome la Pasteurina, y su voz cambia de tono—. De mi hermano no me he olvidado, por supuesto.
—¿Y también de Mayta? —le pregunto, sorbiendo a pico de botella un trago tibio y dulzón.
—También de él —asiente Juanita—. Lo vi una sola vez. En casa de mis padres. No me acuerdo mucho porque ésa fue la penúltima entrevista que tuve con mi hermano. La última, dos semanas después, no hizo otra cosa que hablarme de su amigo Mayta. Le tenía cariño, admiración. Esa influencia fue… Bueno, mejor me callo.
—Ah, se trata de eso —María aparta con un cartoncito las moscas de su cara. Ni ella ni Juanita visten hábito, sino unas faldas de lanilla y unas chompas grises, pero en la manera de llevar esas ropas, en sus cabellos sujetos con redecillas, en cómo hablan y se mueven, se advierte que son monjas—. Menos mal que se trata de ellos y no de nosotras. Estábamos inquietas, ahora te lo puedo decir. Porque, para lo que hacemos, la publicidad es malísima.
—¿Y qué es lo que hacemos? —se burló Mayta, con una risita sarcástica—. Ya tomamos el pueblo, las comisarías, la cárcel, ya nos apoderamos de las armas de Jauja. ¿Qué más? ¿Corremos al monte, como cabras salvajes?
—No como cabras salvajes —repuso el Subteniente, sin enojarse—. Podemos irnos a caballo, burro, muía, en camión o a patita. Pero lo más seguro son los pies, no hay mejor medio de locomoción en el monte. Se nota que no conoces la sierra, mi hermano.
—Es cierto, la conozco muy mal —admitió Mayta—. Es mi gran vergüenza.
—Para que se te quite, vente conmigo mañana a Jauja —le dio un codazo Vallejos—. Tienes pensión y comida gratis. Siquiera el fin de semana, mi hermano. Te mostraré el campo, iremos a las comunidades, verás el Perú verdadero. Oye, no abras la sorpresa. Me prometiste que no. O te la quito.
Estaban sentados en la arena de Agua Dulce, mirando la playa desierta. En torno de ellos revoloteaban las gaviotas y un airecito salado y húmedo les mojaba las caras. ¿Qué podía ser la sorpresa? El paquete estaba hecho con tanto cuidado como si envolviera algo precioso. Y era pesadísimo.
—Claro que me gustaría ir a Jauja —dijo Mayta—. Pero… :—Pero no tienes un cobre para el pasaje —lo atajó Vallejos—. No te preocupes. Yo te pago el colectivo.
—Bueno, ya veremos, volvamos a lo principal —insistió Mayta—. Las cosas serias. ¿Leíste el librito que te di?
—Me gustó, lo entendí todo, menos algunos nombres rusos. ¿Y sabes por qué me gustó, Mayta? Porque es más práctico que teórico. Qué hacer, Qué hacer. Lenin sí sabía lo que había que hacer, compadre. Era un hombre de acción, como yo. ¿O sea que mi plan te pareció una cojudez?
—Menos mal que lo leíste, menos mal que te gustó Lenin, vas progresando —evitó responderle Mayta—. ¿Quieres que te diga una cosa? Tenías razón, tu hermana me impresionó mucho. No me pareció una monja. Me hizo recordar otros tiempos. ¿Sabes que de chiquillo yo fui tan beato como ella?
—Representaba más años de los que tenía —dice Juanita—. ¿Estaba en sus cuarenta, no? Yo le calculé cincuenta. Y como a mi hermano se lo veía más joven de lo que era, parecían padre e hijo. Fue en una de mis raras visitas a la familia. En ese tiempo éramos de clausura, nosotras. No como éstas, unas frescas que vivían medio tiempo en el convento y medio en la calle.
María protesta. Mueve el cartoncito delante de su cara, muy rápido, provocando un enloquecimiento de moscas. No sólo estaban en el aire, zumbando alrededor de nuestras cabezas: constelan las paredes, como clavos. «Ya sé lo que hay en este paquete, pensó Mayta, ya sé cuál es la sorpresa.» Sintió calor en el pecho y pensó: «Está loco». ¿Cuál puede ser la edad de Juanita? Indescifrable: bajita, derecha, sus gestos y movimientos despedían chorros de energía y sus dientes salidos estaban siempre mordiendo su labio inferior. ¿Habría hecho su noviciado en España, vivido allá muchos años? Porque su acento era remotamente español, el de una española cuyas jotas y erres habían perdido aristas, y las zetas y las ees rotundidad, pero sin alcanzar todavía el desmayo limeño. «¿Qué haces aquí, Mayta?, pensó, incómodo. ¿Qué haces aquí tú con una monja?» Estiró disimuladamente la mano por la arena humedecida y palpó la sorpresa. Sí, un arma.
—Yo pensaba que eran ustedes de la misma congregación —les digo.
—Eres muy mal pensado, entonces —replica María. Ella sonríe con frecuencia pero Juanita, en cambio, está seria incluso cuando bromea. Afuera, hay ráfagas de ladridos, como si una jauría se peleara—. Yo estuve con las proletarias, ella con las aristócratas. Ahora las dos hemos terminado de lumpen.
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