Array Array - Atlas de geografía humana
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Atlas de geografía humana» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на русском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Atlas de geografía humana: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Atlas de geografía humana»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Atlas de geografía humana — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Atlas de geografía humana», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Cuando atravesé las puertas de cristal que conducían al inmenso vestíbulo que cruzaba sin ganas todos los días, me detuve un momento para dedicar un recuerdo a la miserable mujer que no era yo, aunque con el mismo cuerpo, con el mismo rostro, hubiera recorrido el camino exactamente opuesto apenas cinco días antes. Giré sobre mis talones y aún pude ver a Javier, que arrancó justo entonces, como si estuviera esperando a que me volviera para ponerse en marcha. No tenía más remedio que seguir su ejemplo pero, y ésa era otra asombrosa novedad, la idea de pasarme ocho horas mirando, anotando, clasificando, midiendo y escaneando imágenes, no me pesaba. Jamás una mañana de lunes ha sido tan magnífica. Lo comprobé mientras salvaba las escaleras con pies ligeros, adelantando por la izquierda a una legión de pobres víctimas de sueños atrasados o nunca satisfechos, mientras recorría el pasillo fijándome en detalles tan triviales como la longitud de los tramos de moqueta azul marino o el número de pasos que podía dar entre la puerta de un despacho y
la del siguiente, y sobre todo, al comprobar que el enorme estudio que compartía a mi pesar con otros dos editores gráficos y el último maquetista convencional que trabajaba en la casa —una especie de reliquia laboral al que se recurría sólo para trabajos muy urgentes o especialmente delicados— estaba casi vacío. Teresa, la editora de Texto, literalmente tapiada por un muro de sobres y carpetas, respondió a mi saludo con un gruñido. Nuestros dos compañeros, mucho más parlanchines, estaban desaparecidos, y así permanecieron durante la mayor parte de la mañana, quizás solamente porque yo no tenía ganas de hablar con nadie.
Acerqué mi mesa a la ventana, me empapé de la luz poderosa, purísima, radical, de aquella mañana hecha para personas felices, y cerré los ojos. Aún podía respirar su olor, presentir sus manos, escuchar el exacto acento de su voz, aún podía regresar a él, al tiempo ganado en él, sólo con cerrar los ojos. Cuando los abrí, sentí que el aire se había espesado, que se había vuelto denso y sonrosado, sólido, igual que el aire que recordaba, y me sostenía sin esfuerzo, repentinamente ingrávida, leve, como fabricada con plumas de pájaro, en una especie de cámara de espuma tibia que era el mundo y tenía la misma temperatura que mi cuerpo. Aquella insólita sensación de conformidad, la prodigiosa armonía que se desprendía de mí misma y alcanzaba a todas las cosas, se prolongó durante más de dos horas, mientras trabajaba a una velocidad inaudita en una mañana de lunes, limpiando mi mesa de encargos atrasados sin ningún esfuerzo ni atención alguna hacia aquel trabajo, mi imaginación, mi voluntad y mi razón felizmente secuestradas en la línea de sus cejas, en el perfil de su rostro dormido, en su manera de sonreír o de pedir las cosas por favor. Nunca la realidad me ha sido tan ajena. Por eso fue tan cruel el despertar.
—Oye, por favor…
Una voz tan chillona que parecía casi una caricatura sonora hirió mis oídos en el preciso momento en que mi hombro registraba una impertinente sucesión de golpecitos. La ausencia desde la que me obligaron a regresar era tan profunda que mis hombros se contrajeron en un espasmo violento, y mi respiración se aceleró como si acabaran de amenazarme de muerte.
—Perdóname —escuché justo detrás de mi nuca—. No pretendía asustarte.
—No, perdóname tú… —y me di la vuelta para comprobar que había identificado correctamente a la propietaria de esa voz de papagayo bien entrenado—. Estaba distraída.
María Pilar Nosequé de Antúnez, que había decidido aprender a trabajar justo después de cumplir los cuarenta, porque acababa de darse cuenta de que se aburría mucho haciendo pesas en casa, me sonrió aliviada. La estudié en silencio durante un par de segundos, reparando en la novedad de su pelo, recién teñido en algún recio color leñoso, nogal quizás, o caoba, y cuidadosamente recortado para enmarcar su frente con un flequillo recto, como de voluntariosa colegiala tardía, un estilo que cultivaba con afán desde hacía demasiados años en todos los demás aspectos posibles, desde las sutilísimas cadenitas de oro que descargaban toda una colección de joyas minúsculas —un corazón, una letra, otra letra, un brillante, un perrito, una manzanita— sobre su clavícula, hasta las medias gordas de licra oscura que se dejaban ver desde el vuelo de la minifalda de cheviot hasta el borde de unas botas de diseño convencionalmente infantil, con un indudable punto ortopédico. Siempre que la veía, recordaba a su marido desnudo, embistiéndome con furia en el suelo del salón, pero aquella vez, por gratitud a Javier, no me asombré de que un hombre como Miguel pudiera vivir con una mujer como aquélla, sino de la buena idea que había tenido yo al no liarme con él.
—¿Te gusta? —me preguntó, tocándose el pelo—. Se lo vi en una portada a Linda Evangelista.
—Te queda fenomenal —respondí, calculando ya una fórmula para quitármela de encima—. Y te hace jovencísima.
—Sí… —convino con modestia, arreglándose las lacias puntas del pañuelo de seda estampada, de función estrictamente inútil, que se había colocado alrededor del cuello, sobre un jersey de cuello alto que habría podido llevar mi hija al colegio cuando tenía doce años—. Bueno, pues aquí estoy. Tú me dirás lo que tengo que hacer…
—Verás… —dije, levantándome al fin, una radiante sonrisa en mis labios—, me temo que ha
habido un cambio en tu programa. Espérame aquí un momento, ¿quieres? Voy a enterarme bien de cómo ha quedado todo. Puedes ir mirando esas fotos —añadí, ya casi en la puerta, señalando vagamente en dirección a mi mesa—, y así te vas haciendo una idea…
Apenas puse un pie en el pasillo, me di cuenta de que se parecía demasiado al sombrío corredor de todos los días, pero la pecera estaba cerca, y mis pies avanzaban muy deprisa mientras rezaba por dentro para pillar a Marisa en un buen momento. En los últimos tiempos, por algún misterioso motivo que nadie había descubierto aún, estaba muy nerviosa y como ensimismada, incluso ausente a ratos, un estado insólito en alguien que sólo hablaba de sí misma para quejarse de la monótona transparencia de su vida, el hastío de los días iguales marcados apenas por la salida y la puesta del sol. Aquélla no era la mejor época para pedirle esa clase de favor, pero no tenía otra posibilidad. Rosa, atascada en su propia pasión sin salidas, seguramente no llegaría a sentir grandes simpatías por mi causa. Y con Fran nadie se ha atrevido todavía a hablar nunca de un asunto privado.
No tuve suerte. Antes de llegar a la pecera, escuchaba ya sus gritos, el innovador método al que recurría últimamente para resolver sus problemas, que por otro lado eran muchos, porque Ramón y ella se habían convertido en una especie de sabios brujos con mano de santo a los que recurría cualquier empleado de cualquier departamento cuando las máquinas se volvían locas.
—¿Qué pasa? —dijo al verme, a modo de saludo, y crucé los dedos.
—Marisa, por favor, tengo que hablar un momento contigo —murmuré, mientras dirigía una temerosa mirada al ordenador destripado que yacía encima de su mesa, para consolarme inmediatamente después, al darme cuenta de que no era el suyo—. Es una emergencia…
—¿Otra? —me preguntó, con cara de susto—. ¡Qué lunes llevo, Dios mío, qué lunes…! Ha–as vuelto a meterle al PhotoShop pa–aráme–tros imposibles, ¿verdad?, como si lo viera. Y se te ha colgado el sistema, ¿no? Claro. Te tengo dicho que un escá–aner no es una cafetera, tía, hay que tratarlo con cuidado…
—No es eso, no es eso… —tiré literalmente de su brazo para arrastrarla conmigo hacia un rincón — -. A mi escáner no le ha pasado nada. Por lo menos de momento… —añadí, al pensar que Mari Pili llevaría un rato ya hurgando a sus anchas en mi mesa—. Pero a mí sí…
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Atlas de geografía humana»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Atlas de geografía humana» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Atlas de geografía humana» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.