Array Array - Atlas de geografía humana
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—Y tú me gustas mucho a mí —dije, mientras sacaba el cuarto huevo ileso del aceite.
—¡Qué bien! —resumió cuando llevé los platos a la mesa, aunque nunca he sabido si estaba glosando mi confesión o celebrando la aparición de la comida, que despachó deprisa, pero con evidente placer.
Después recogió la mesa muy cuidadosamente, apilando los platos en el fregadero con los vasos y los cubiertos encima —eso tuve que reconocerlo en voz alta—, llenó la jarra de agua antes de devolverla a la nevera junto con el recipiente del jamón, y se apoyó en la pared, frente a mí.
—Pues podemos volvernos a la cama, ¿no?
A aquellas alturas, menos atónita que maravillada por la facilidad con la que fluía, a un ritmo sereno, pero sin pausas, mi particular versión de esa especie de guión universal en el que ya había perdido toda esperanza de obtener un papel que no fuera secundario, fui incapaz de articular una respuesta ingeniosa. Cuando me levanté, con una sonrisa en los labios, él salió de la cocina y le seguí sin decir nada. Eran más de las dos de la mañana, y al quitarme la bata tuve frío. Me lancé sobre la cama como si me zambullera en una piscina, el mismo gesto apresurado y torpe, y él, que estaba tendido de perfil, contemplándome con una sonrisa divertida, tiró de mí hacia sí antes de que yo hubiera tenido tiempo de buscarle bajo las sábanas. Entonces me di cuenta de que nuestros últimos movimientos, los huevos fritos, su propuesta de volver pronto a la cama, mi silencio al seguirle por el pasillo, ese impulso automático de apretarse contra el otro para entrar en calor, podrían corresponderse exactamente con la rutina cotidiana de una pareja que llevara muchos años compartiendo la misma casa, el mismo tiempo, el mismo sistema para emplearlo, una pareja satisfecha, armoniosa, quizás incluso feliz. No me atreví a estar segura de que eso fuera una buena señal, pero la placidez con la que lograba abandonarme en los brazos de un hombre que apenas doce horas antes era un simple contacto laboral ni siquiera me asustaba.
—Cuéntame algo más —dijo entonces.
—¿Más?
—Sí, me gusta mucho escucharte.
—Pues no sé…
—Por ejemplo. ¿Tienes hermanos?
—Tres, dos chicas y un chico.
—¿Cómo se llaman?
—Mariola, Antonio y Paula.
—¿Mariola es la mayor?
—Sí.
—¿Y tú?
—Yo soy la tercera—sonreí—. ¿Qué, es muy interesante?
—Muchísimo.
—¿Y tú?
—Yo soy el primogénito de ocho hermanos, seis varones y dos mellizas.
—¡Qué barbaridad!
—Me gustas mucho, Ana.
—Y tú me gustas mucho a mí.
—Estás buenísima, y me encanta cómo hablas…
—¿Cómo hablo?
—No lo sé exactamente, pero tienes una forma especial de contar las cosas.
—Nunca me lo habían dicho.
—¿No? Bueno, si sólo te has relacionado con gente como tu ex marido tampoco me extraña.
—¿Y cómo es mi ex marido?
—Gilipollas.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque lo sé.
—¿Y por qué lo sabes?
—Porque es tu ex marido.
—¿Te molesta la idea?
—¿De que tengas un ex marido? —asentí con la cabeza—. Claro que sí. Muchísimo.
—No me lo creo.
—¿Por qué? —rió—. ¿Te molesta que me moleste?
—No, claro que no —hice una pausa para anticipar que iba a ser sincera—. Me gusta… Aunque tú tienes una mujer.
—Sí, pero a mí me gustaría que te molestara.
—Me molesta.
Celebró mis palabras con una sonrisa peculiar, la expresión de un niño indeciso entre una travesura y una gamberrada.
—A mí también.
—¡Anda ya!
—En serio… ¿Sabes una cosa, Ana?
—¿Sabes una cosa tú?
—¿Qué?
—Que tienes mucho morro.
—Sí, eso es verdad. Pero también tienes que reconocer que soy encantador.
—Eres encantador.
—Te voy a echar otro polvo. Ahora mismo.
—¿Qué?
—Ésa es la cosa que quería decirte antes. Bueno, si no te parece mal.
—No, no me parece mal —admití—. Incluso me parece muy bien.
No sé si la segunda vez fue mejor que la primera. Sé que todo fue más lento, aunque no exactamente más tranquilo, sé que sus ojos no cambiaron, aunque en el preciso hueco del asombro brotara una luz distinta, la risueña complacencia con la que su mirada convirtió mi cuerpo en un
paisaje conocido, y sé que su avidez no disminuyó, sé que incluso creció, aunque mudó de signo y de ambición para hacerse mucho más profunda, más global, y sin embargo sí ocurrió algo nuevo e importante dentro de mí, porque en algún momento empecé a escuchar un sonido pequeño y rítmico, el eco del cabecero de la cama, que celebraba jubilosamente cada embestida de mi amarte a pesar de los tornillos que lo mantenían unido a la pared, un repique discreto, incesante. como un código íntimo, una canción extraña que antes se me había escapado y ahora colonizaba sin esfuerzo mis oídos para advertirme qué estaba pasando exactamente, para obligarme a comprender que por encima de la sorpresa, de la emoción, y hasta de ese inconcreto bienestar gaseoso que sólo necesitaba reposar unas cuantas horas para convertirse en un auténtico enamoramiento, yo estaba follando con aquel hombre, y su cuerpo estaba dentro del mío, y se movía, y nunca aquel gesto me había parecido tan brutal porque nunca lo había sentido como un destino tan necesario, y entonces el sexo se impuso sobre todo lo que había ocurrido antes, y ya no me hice más preguntas, el futuro dejó de esperarme al cabo de unas pocas horas, su vida y la mía dejaron de existir más allá de la frontera de las sábanas, y en lugar de esperarlo blandamente, como un don, como una gracia, como un regalo inmerecido, me concentré en perseguir mi propio placer sin calcular ninguna consecuencia, ni siquiera la dosis de generosidad que encierra esa clase de egoísmo, y nunca mi imaginación había sido tan sucia, y nunca me había costado menos comportarme como una chica bien educada, y nunca, jamás, ni remotamente, me había atrevido a sospechar que pudiera llegar a convertirme en una mujer con la imaginación tan sucia y tan bien educada al mismo tiempo, y estoy segura de que eso me unió a él más que ninguna otra cosa de las que habían sucedido, de las que habíamos dicho, de las que habíamos hecho aquella noche.
Después me dormí. Sabía que lo que estaba pasando iba a ser muy importante para mí, y me propuse incluso quedarme despierta un rato para fijar cada detalle en mi memoria, para encontrar una clave que me permitiera luego reconstruir toda la historia sin esfuerzo, para saborear aquel imprevisto estado de gracia, pero Javier se movió un par de veces hasta encontrar la mejor postura, y me acoplé sin dificultad a su cuerpo, recibí un último beso que me hizo saber que aún estaba despierto, y temo que hasta me quedé dormida antes que él. La mañana siguiente me encontró en el mismo maravilloso país donde me había despedido del mundo, pero después de los besos, y los abrazos, y las risas tontas que certificaron que todo lo que recordaba había sucedido en realidad, el horizonte se desplomó repentinamente sobre el suelo.
—Bueno, pues me voy a tener que ir…
—¿Ya? —pregunté, y para disfrazar la alarma que parpadeaba en mis ojos como un semáforo en rojo, recurrí a la infalible sensatez del ama de casa—. ¿No quieres desayunar?
Él respondió a mi pregunta con una sonrisa.
—Claro —dijo luego—. Voy a tener que irme después del desayuno.
Pero no lo hizo. Se vistió, se reunió conmigo en la cocina, se tomó despacio una taza de café con leche y cuatro o cinco madalenas, encendió un cigarrillo y me miró. Yo le sonreí. No lograba recordar cuánto tiempo había pasado desde que me sentí igual de bien por última vez, si es que la primera había llegado a existir y, paradójicamente, la certeza de que aquello se acababa no era suficiente para arañar siquiera la invulnerable coraza con la que sus efectos me habían protegido. Él pareció darse cuenta de todo. Como si mi sonrisa envolviera una invitación tácita, miró el reloj, y fingió no haber sabido antes que era tan pronto.
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