Array Array - Atlas de geografía humana
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—Son sólo las ocho y media… —anunció—. No se puede salir de viaje a estas horas, Seguro que me quedo dormido encima del volante y muero en el acto.
—¿Sí? —pregunté, burlona.
—Claro. Haz una cosa por mí, anda. Sálvame la vida…
Se levantó, rodeó la mesa para situarse detrás de mí, colocó las manos bajo mis axilas para insinuar el ademán de levantarme en vilo, y después, sin dudar en un solo movimiento, me guió de vuelta al dormitorio, me quitó la bata, se metió vestido en la cama y empezó a hablar sin previo aviso.
—Ayer te conté que era el mayor de ocho hermanos, ¿verdad? Bueno, pues me acabo de acordar de un juego que se me ocurrió cuando tenía… no sé, nueve o diez años, quizás incluso menos, una tontería, desde luego, aunque tuvo mucho éxito, porque toda la familia acabó jugando a lo mismo, bueno, todos menos mis padres, claro… Yo me lo había inventado para chinchar a mi hermano Jorge, el segundo, porque aunque le saco solamente un año, siempre nos hemos llevado muy mal, siempre, y de pequeños mucho peor. Los dos somos muy competitivos y ninguno de los dos sabe perder —hizo una pausa para mirarme y sonrió—. Pero él tiene mucha menos paciencia, y por eso no consiguió ganarme casi nunca.
—¿Y en qué consistía el juego''
—En hacer que lo bueno durara. Sólo podíamos jugar cuando nos daban algo que nos gustara mucho, yo qué sé, un caramelo, un chupa–chups, un bombón, o incluso cosas que se gastaban rápido aunque no fueran de comer, como los tarritos aquellos de jabón que servían para hacer burbujas, por ejemplo, los globos o los sobres de cromos. El juego consistía en guardarlo, en hacer lo que fuera para seguir poseyendo el tesoro intacto cuando el otro ya lo hubiera perdido. Y no había reglas, ¿sabes?, valía todo, meterse un caramelo en la boca procurando no tocarlo con la lengua y darse la vuelta enseguida para envolverlo otra vez y esconderlo en un bolsillo, romper trocitos de periódico con un sobre de cromos delante para que, al escuchar el ruido, el otro creyera que ya estaba abierto, pasear por el pasillo con el artilugio aquel de fabricar pompas y soplar, pero sin llegar a mojarlo nunca en el jabón, cosas así… Ganaba el que, vanas horas después, cuando el enemigo ya ni se acordaba del bombón que se había comido, lo sacaba despacio de su escondite, lo exhibía lo más aparatosamente posible, y se lo comía muy despacio y con mucho placer, porque el sabor del chocolate se mezclaba con el de la victoria.
—O sea, que jugabas a cultivar la envidia de tu hermano… —resumí.
—O a conocer los límites de mi propio deseo —me respondió—. También era una especie de gimnasia de la voluntad, y si lo piensas bien, un ejercicio casi ascético. Eso decía mi padre, por lo menos, que aprobaba mucho mi invento porque decía que fortalecía el carácter. A mi madre, en cambio, le daba mucha rabia, porque decía que, al vernos, cualquiera pensaría que pasábamos hambre. La verdad es que ahora mismo, al contártelo, me acabo de dar cuenta de que parece un juego de niños pobres, y nosotros no lo éramos, tampoco ricos, clase media pelada, con demasiados hijos como para permitirse algún lujo, nunca íbamos de veraneo, por ejemplo, pero pobres tampoco éramos, aunque me costó Dios y ayuda que me dejaran hacer una carrera de letras y, a cambio, mi padre me puso a trabajar por las tardes, en tercero, para ahorrarse una secretaria. Tenía una empresa de transportes, ahora la lleva mi hermano Jorge, y yo estaba en la oficina, cogía el teléfono, hacía las rutas, me ocupaba de los albaranes y las facturas, cosas así…
De todas formas, aquel juego nos obligaba a apreciar el valor de las cosas, incluso por encima del que tenían en realidad. No sé, es curioso… Se me había olvidado completamente, ¿sabes? Me acordé de todo anoche, de golpe, antes de dormirme, y pensé que, desde luego, la vida tiene gracia, porque entonces, cuando era un niño y los mayores tomaban las decisiones importantes en mi nombre, yo ganaba siempre, siempre conseguía que lo bueno durara, y ahora que soy adulto, ahora que en teoría soy el dueño de mi propia vida, las cosas buenas, que nunca pasan, cuando pasan, nunca dependen sólo de mí…
Le miré con atención y encontré una mirada limpia, ligeramente nostálgica, aunque sonriente, que no me ayudó a comprender el sentido de aquella historia, pero todavía no había decidido si lo que acababa de escuchar era una oferta, la petición de una prórroga, una despedida elegante, o un simple recuerdo recuperado por puro azar, cuando él, que me acariciaba la espalda muy despacio, se apretó contra mí y encajando la barbilla en la curva de mi cuello, dijo algo que acabó de desconcertarme por completo.
—A ti no te apetecerá…
Me revolví entre sus brazos para mirarle a la cara. Estaba muerto de risa.
—¿Qué? —pregunté, a medio camino entre el asombro y la euforia.
—Pues… —cerró los ojos y se rió, como si de repente le diera mucha vergüenza seguir—. Follar un poco…
—Hombre, si es un poco… —yo también me reía, la risa total, incrédula y ruidosa de un niño que acaba de ganar el juguete más grande en una tómbola—. Pero tendré que concentrarme —le advertí.
—Bueno, yo también… —admitió—, y si desfallezco en el intento, tienes que prometer que me respetarás.
—Te lo prometo.
—Muy bien.
Aquellas dos palabras actuaron como el disparo del juez de una carrera, y no sé si aquel ejercicio infantil de guardar los caramelos durante horas tuvo o no algo que ver, pero la verdad es que la fase de concentración fue mínima, y el resultado brillante como un castillo de fuegos artificiales. Después volvió a anunciar que tenía que irse, y esta vez hasta llegó a ducharse. Yo no me levanté de la cama mientras seguía su rastro a través de la puerta entreabierta, el chorro de la ducha, el ruido del calentador, el silencio que precedió al eco de sus pasos sobre las baldosas. Pero tampoco esta vez logró marcharse. Cuando volvió a entrar en el dormitorio, desnudo y chorreando todavía, se metió en la cama sin decir nada. Allí estuvimos por lo menos una hora más, y me di cuenta de que no encontraría un momento mejor para intentar asegurarme un pedazo de futuro, preguntarle qué pensaba hacer conmigo, qué pasaría después de que se fuera, cuándo creía él que nos volveríamos a ver, o si, simplemente, creía que volveríamos a vernos algún día, me di cuenta de que aquél era el momento de preguntar todas esas cosas, pero tuve miedo de echarlo todo a perder, de destruir aquella concreta versión del bienestar, los besos blandos, exhaustos, que se sucedían sin palabras, aquellas pausas mudas que podían expresar cualquier cosa, y al final, a las doce y media, le dejé marchar sin preguntarle nada, como si nada hubiera ocurrido.
A las dos menos cuarto ya había agotado todas las ganas de preguntarme cómo había podido llegar a ser tan rematadamente tonta. Me sobraba hasta tal punto mi prudencia, o mi cortesía, o mi respeto, o mi miedo, como quiera que pudieran definirse aquellas raquíticas reservas, que lo único que me apetecía era llorar. Me advertí que nunca jamás le volvería a ver y que me lo tendría muy bien empleado, y las lágrimas se asomaron efectivamente hasta el borde de mis párpados, para subrayar la inminencia de mi derrota.
Pero a veces las cosas cambian.
Parece imposible, es increíble pero, a veces, pasa.
Por eso, justo en aquel instante, y sé que eran las dos menos cuarto porque me tropecé con la ventanita del despertador al ir a descolgar, sonó el teléfono.
—Hola, soy Javier.
—¿De verdad? —pregunté, como una imbécil atrapada en su propia buena suerte.
—Sí —y presentí que sonreía al otro lado del teléfono—. Estoy casi en Guadalajara, pero he pensado que, si me invitas a comer, doy la vuelta ahora mismo.
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