Array Array - Atlas de geografía humana
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—Eso espero.
—De todas formas es una lástima, porque me encanta escucharte…
—Y a mí me encantaría escucharte a ti.
—¿Qué quieres, que te cuente mi vida?
—Es lo justo, ¿no?
—Vale —aceptó—. Pero tendrá que ser después de cenar. ¿No tienes hambre?
—Pues… —miré el reloj y casi grito al comprobar que eran ya las once y media—, la verdad es que sí. Podemos ir a la nevera, a ver qué hay…
—Y si no hay nada, yo invito a pizza.
—No hará falta —afirmé, con un acento mucho más firme que mis rodillas, porque, al levantarme, mis piernas acusaron de golpe todas las copas que había tomado, aunque la excitación mantenía mi cabeza sorprendentemente despejada, agudizando incluso esa fibra lateral de la inteligencia que permite percibir al instante los pequeños detalles de lo que está sucediendo—. Ayer fui a la compra, y como nunca acabaré de acostumbrarme a vivir sola, seguro que he comprado de más.
Esforzándome por mantener mi cuerpo a la altura de mi entendimiento, emboqué el pasillo vigilando las paredes, que se portaron bien y no se me acercaron en ningún momento, y entré en la cocina delante de él, que me siguió en silencio, y se apoyó en el tramo de encimera situado justo enfrente del frigorífico mientras yo ya estudiaba atentamente su contenido.
—Verás… —le anuncié—, tengo ingredientes para hacer tres o cuatro ensaladas distintas, setas
de cardo, que a la plancha están estupendas, jamón serrano bueno, dos rodajas de salmón fresco, raviolis rellenos de carne…
Pensaba continuar con la fruta, pero en ese momento sentí que su brazo izquierdo rodeaba mi cintura, y un segundo después, su mano derecha colaboró para darme la vuelta. Cuando lo consiguió, estábamos tan cerca que nuestras narices casi se rozaban. Entonces, manteniendo el tronco erguido, dejó caer sus piernas sobre las mías para sumergirme en una insólita paradoja térmica, mi espalda contra las baldas de la nevera abierta, presintiendo el frío que apenas se insinuaba al principio, y mi vientre pegado al suyo, acogiendo a través de la ropa la huella diagonal de su sexo lleno y duro, como una inmediata promesa de calor, y a pesar de la estricta urgencia de la situación, aún pude reservar un mínimo resquicio de calma para mirarme desde fuera, con esa inteligencia de las cosas pequeñas, y si he deseado algo en esta vida, deseé que aquella escena fuera una metáfora del tiempo que me quedaba por vivir, y que el frío apenas lograra ya arañarme la ropa por la espalda. Luego le pregunté qué quería cenar, y él me besó para demostrarme en un instante de qué manera el hombre más tranquilo puede perder en un solo gesto hasta el menor asomo de tranquilidad, y en ese momento, dejé de vivir, para instalarme en un territorio diferente del mundo conocido, donde las sonrisas flotan en el aire, y el tiempo puede detenerse horas enteras en un solo segundo, y las mujeres como yo se enamoran como bestias alunadas, aterradas y cautivas para siempre al mismo tiempo.
No recuerdo cómo llegamos a la cama. Me acuerdo, en cambio, de que me rompió un botón de la blusa y de que yo misma tuve que desprender los pantalones de mis tobillos, porque la habilidad de sus dedos se extinguió bruscamente más allá de mis rodillas, y me miró, y resopló, las manos abiertas, como diciéndome que él ya no podía hacer más. Recuerdo muy bien el peso de su cuerpo, el filo de sus dientes, el flequillo que caía sobre su cara pero me permitía entrever sus ojos cada vez que abría los míos, recuerdo sus ojos, hondos y líquidos como bocas de un pozo infinito, sus ojos abiertos, esa extraña cualidad puntiaguda de sus ojos, afilados como puntas de lanza, como clavos amables, como trépanos sabios que conocen lo que existe más allá de la piel, lo que la carne y los huesos esconden, recuerdo cómo me penetraron sus ojos, cómo se apoderaron de mí incluso cuando no podía verlos, cómo desarbolaron en un instante el centro de gravedad de mi cuerpo, y me recuerdo también a mí, al margen de todas las leyes físicas que rigen este planeta, a salvo de mi memoria, a la merced de la suya, al borde de la imprudente emoción que hace saltar a un perro de ciudad cuando le sueltan un día en un pinar, a un enfermo terminal cuando le anuncian un tratamiento nuevo e infalible, a un condenado a muerte cuando escucha en un transistor lejano una imprevista crónica de la revolución que acaba de estallar, y recuerdo que traspasé ese borde sin darme cuenta, sin haberme decidido a hacerlo, sin llegar a saber quién dio el paso que me situó al otro lado del significado de las palabras, en los dominios de otro placer, otro terror, otra alegría, una felicidad distinta de la que pueda nombrar sin sobresalto cualquier día. Y sin embargo, Javier Álvarez no me conquistó, no me poseyó, no me sedujo, porque los ejércitos no conquistan las ciudades que los esperan con las puertas abiertas, porque nadie toma posesión de algo que ya le pertenece, porque el prestigio de un seductor nace precisamente de la resistencia, siquiera simbólica, de su objetivo. Lo que ocurrió fue mucho más sencillo y mucho más difícil de explicar al mismo tiempo, porque ocurrió que sus brazos, sus manos, disolvieron la codiciosa avidez de sus ojos en calor, el signo de un verano instantáneo y portátil que me envolvió como si apenas una vez, más allá del más remoto umbral de la infancia, hubiera alcanzado a presentirlo, como si desde entonces hubiera vivido solamente para esperar su regreso. Había algo profundamente perverso en aquel abrazo bífido, la tibia inocencia de sus brazos agudizando esa ambición oscura, ilimitada, que esmaltaba sus ojos, un guiño familiar atrapado en el color de un misterio indescifrable. Eso ocurrió, y no sé en qué tramo de la caída perdí pie, pero apenas tuve la oportunidad de recordar que aquélla era la primera vez mientras mis titubeos, mi rígida inseguridad de principiante, se resolvían por sí solas en una prodigiosa armonía sin aristas.
Luego sí. Luego salió de mí muy despacio, y pegó su cuerpo al mío, y me besó y me acarició con
una delicadeza que de alguna forma yo ya conocía. Entonces me di cuenta de que nunca me había acostado con un hombre de imaginación tan sucia, y nunca me había acostado con un hombre tan bien educado, y nunca, jamás, ni remotamente, me había atrevido a sospechar que existiera un hombre de imaginación tan sucia y tan bien educado al mismo tiempo. Aquel descubrimiento me dolió tanto como si el destino me hubiera clavado un puñal por la espalda, porque voy a perderlo, me avisé, aunque no quiera. Y ya estaba segura de que no quería.
—¿Tienes pan? —me preguntó, cuando yo ya estaba calculando qué fórmula elegiría para despedirse.
—¿Pan? —repetí, y tardé algún tiempo en conectar—. Sí, claro.
—Pues me comería in par de huevos fritos con jamón, ¿sabes? Yo los hago,
—Ni hablar —dije, rebuscando en el armario hasta encontrar una bata de raso estampada con pagodas y doncellas japonesas, que me pareció muy propia para la ocasión—. Los haré yo, porque tú seguro que me destrozas el teflón con la espumadera, y estoy harta de comprar sartenes…
—Te equivocas —me replicó, enfundándose directamente en los pantalones—. Soy muy cuidadoso… Pero si te empeñas en despreciar mis habilidades, siempre puedo poner la mesa.
Cuando terminó, se sentó en una silla, exactamente detrás de mí. Lo sé porque mientras ponía mis cinco sentidos en freír unos huevos perfectos, con la yema esponjosa, ni cruda ni pasada, y la clara bien cuajada, con un adorno de puntillas tostadas en los bordes, dijo algo que me obligó a volverme.
—Me gustas mucho, Ana.
Estaba sentado tranquilamente, desnudo de cintura para arriba, fumando y mirándome con los ojos muy abiertos. Yo no fui capaz de tanto, y devolví la vista a la sartén, apostando conmigo misma a que se me rompía la última yema, antes de corresponderle.
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