Array Array - Atlas de geografía humana

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—¿Sabes lo que me apetece? —dijo el jueves, después de comer y haber alabado convenientemente la comida, y como yo no contesté, se respondió a sí mismo—. Echarme una siesta larguísima…

—¿Tú solo?

—No… —sonrió—, contigo. Bueno, si es que estás dispuesta a dormir… Si no, lo dejamos. No me gustaría quedar mal, pero no sé exactamente lo que debo hacer. Esto es nuevo para mí.

—¿Esto? —me eché a reír—. ¿Qué?

—Pues la siesta del día siguiente… Soy un amante muy voluntarioso, pero de una sola noche.

—¿Nunca has dormido dos noches seguidas con la misma mujer? —le pregunté, en el tono preciso para hacerle saber que no me creía ni una palabra.

—Sí. Con la mía.

—¡Anda ya!

—Te lo juro —yo seguía sin creérmelo, pero él se esforzaba por hablar en serio—. No te voy a decir que soy un marido fiel porque no es verdad, reconozco que soy hasta muy infiel, pero no me gustan los problemas. No necesito buscármelos yo solo para tener de sobra.

—¿Y yo soy un problema?

—Desde luego —rió—. Y gordo.

Ya había descubierto su habilidad para desconcertarme a base de golpes de sinceridad, pero de todas formas, me llevó algún tiempo reaccionar.

—¿Sabes una cosa? —dije solamente—. Tengo mucho sueño.

—Lo celebro.

Desde entonces, y hasta que me dejó el lunes en la puerta de la editorial, camino del aeropuerto, ambos nos comportamos como si nunca nos hubiera pasado nada antes de conocernos, como si él no estuviera casado, como si yo no lo supiera, como si el mundo fuera a disolverse irremediablemente después de aquel fin de semana. El viernes por la mañana, me anunció que iba a bajar a la calle a comprar el periódico, revisó sus bolsillos en busca de dinero suelto, y aunque tenía cerca de trescientas pesetas, me pidió que le prestara cuarenta duros más. Antes de ir a buscarlos, ya había comprendido que iba a llamar por teléfono, pero no se me ocurrió decirle que podía llamar desde el mío, porque sabía que preferiría que yo no estuviera delante. El sábado por la tarde, cuando llamó Amanda, un tanto preocupada por mi silencio, que duraba ya tres días, se Levantó enseguida para anunciar que iba a la cocina a por algo de beber, y no regresó hasta que colgué. Entonces me di cuenta de que me habría costado trabajo hablar con naturalidad estando él presente, aunque más trabajo me costó convencerme de que no era verdad que hubiera preferido que mi hija no me llamara.

Sin embargo hablamos mucho, y no sólo de la niñez, que había sucedido casi simultáneamente, porque era apenas dos años mayor que yo, sino también de pasados más cercanos, cuyas ramificaciones rozaban el presente, Cuando apuró hasta el final mi historia con Félix, se decidió a contarme algunos episodios de su propia vida, cosas sin importancia y otras tan importantes que las escuché en vilo, sin atreverme casi a respirar. Se las arregló para contarme que estaba harto de vivir con su mujer sin llegar a hablar mal de ella en ningún momento, al contrario, como comprendiéndola, amparándola, envolviéndola en adjetivos piadosos que en ningún caso lograban esconder una realidad implacable. Pobre Adelaida, decía, la pobre Adelaida, la llamaba, y asumía en solitario todas las culpas, Adelaida no entiende nada, pobre, es culpa mía, no tiene ni idea, claro, que cómo va a tenerla, si hace siglos que no le cuento las cosas que me pasan, es asombroso, ¿verdad?, bueno, pues le encanta ser mi mujer, qué quieres que te diga, yo no lo entiendo pero es así, pobre Adelaida, tiene una tienda de regalos, dice que la Geografía la aburre mucho, no entiendo por qué hizo la carrera, aunque, eso sí, cuando saqué la cátedra se alegró infinitamente más que yo, y ahora se ha comprado un perro, la pobre… Por supuesto, en ningún momento cedí a la repulsiva tentación de ponerme de parte de la pobre Adelaida. Por supuesto, en ningún momento él pretendió en absoluto que lo hiciera.

Hablamos mucho, y follamos mucho, tanto que cuando volví a sentarme ante mi mesa, tras despedir a Mari Pili en la puerta del estudio, sentí aún la ambigua compañía de un millón de alfileres, huellas casi romas, apaciguadas ya, de las agujetas que me habían obligado a ser consciente de mis piernas durante las últimas horas. Hasta entonces, las había recibido siempre con una intensa punzada de satisfacción, pero entonces, forzada a contemplar la realidad desde ángulos distintos al creado por mi propio deseo, me pregunté más bien si alguna vez llegarían a significar algo en realidad, más allá de un íntimo y templado dolor.

El resto de la mañana fue un desastre. No hice absolutamente nada excepto mirar por la ventana, como si los árboles pudieran escucharme, conocer de antemano todas las respuestas, y mi ánimo se meció blandamente entre sus ramas igual que una hoja más, una diminuta porción de vida animada

por el viento que oscilaba arbitrariamente entre la euforia, la tentación de recordar desde la inocencia absoluta, y el desaliento nacido de mi propia experiencia de las cosas. Entretanto, como un martillo obsesivo, una ley sin matices, una condena perpetua, latía entre mis sienes la única pregunta, la misma trampa en la que se desollaban ya, de tanto tiempo presos, los tobillos de Rosa, enloquecida y absorta mientras me preguntaba en voz alta si sería posible que él no hubiera sentido lo mismo, el primer pronombre idéntico, el segundo distinto, de primera persona y mucho más terrible, desafiándome desde el recuerdo de mi piadosa ironía de entonces. Pensaba en lo que Javier estaría haciendo en aquel preciso instante, concentrado y distraído al mismo tiempo quizás, y sonreía, o indolentemente reintegrado al ritmo de su vida previa, y quería morirme. Al llegar a ese punto, reaccionaba, desconfiaba de mi propio pensamiento, tanta insensatez concentrada en un pliegue tan pequeño del tiempo, y me proponía quedarme en blanco, desconectar de mí misma, controlarme con dureza, pero todo volvía a empezar, y en algún momento, no recuerdo si rozando las nubes o el infierno, Marisa repiqueteó con los nudillos en la puerta para reclamar su premio.

Su llegada me obligó a descender al plano de los asuntos prácticos y solamente eso ya me hizo bien. Calculé a toda velocidad mientras avanzábamos sin rumbo fijo por el pasillo y, desdeñando riesgos aparentes, me decidí por el comedor de la empresa a pesar de que estábamos a primero de mes. Aunque Marisa protestó lo suyo —buah, no veas, parece que el amor nos vuelve tacañas— decidí romper la tradición de celebrar las buenas noticias con una comida fuera del edificio porque me pareció más seguro. A aquellas horas ya sabía que Mari Pili estaría comiendo con su marido, que Fran tenía una cita con los distribuidores y que Rosa llevaba toda la mañana encerrada con un fotógrafo francés al que tendría que invitar a comer a la fuerza, así que el Mesón de Antoñita e incluso otros restaurantes de los alrededores bien podrían acabar resultando un bosque de orejas.

—Te lo digo —advertí a Marisa— para que no te vayas de la lengua, ¿eh? Ni con Ramón.

—¡Pero bueno! —fingió indignarse—. Pa–arece mentira…

—Por si acaso… —concluí, mientras me colocaba detrás de ella en la cola del autoservicio.

Rellené la bandeja con lo primero que vi. No tenía ganas de comer ni de no hacerlo, todo me daba lo mismo, pero escogí la mesa con cuidado, en el rincón más aislado que encontré, y me senté de cara a la puerta, para controlar posibles compañías. Luego, bebí un sorbo de vino, y la miré.

—Soy toda oídos —dijo.

Empecé a contarle la historia desde el principio y, resignada ya a mi incapacidad para aprehender el hilo de mis propios cambios de humor, el frenesí emocional que impulsaba una especie de noria disparada a toda velocidad en el centro de mis tripas, conseguí revivir sin esfuerzo cada escena, cada frase, cada sensación que recordaba en voz alta, y me sentí mucho mejor porque Javier existía de verdad, porque de verdad había ocurrido todo lo que yo contaba, y tal vez eso fuera ya bastante, aunque no volviera a verle nunca más. Llegué a entusiasmarme hasta tal punto que olvidé las condiciones que yo misma había impuesto a mi interlocutora y, lo que fue peor, aunque estaba sentada enfrente de la puerta, no vi entrar a nadie, nadie cruzó ante mis ojos mientras Marisa separaba exageradamente las palmas de las manos para componer un gesto característico, y eso sucedió en el preciso instante en que una voz familiar alcanzaba mis oídos por la izquierda.

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