Array Array - Los aires dificiles

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colgar, se quedó quieta y muy preocupada, convencida de que se había

precipitado, de que se había equivocado, de que lo había hecho todo mal. Cuando

volvió a ver a Juan Olmedo, a las nueve menos cuarto de la noche, Tamara había

llamado ya dos veces, y ella no había sabido qué contarle.

—Ha salido todo muy bien, perfectamente –parecía agotado hasta que sonrió, y

entonces la sonrisa le borró el ceño, la tensión que se amontonaba en las

esquinas de sus labios, las ojeras que subrayaban sus ojos–. Ahora está en

reanimación. Si el postoperatorio no se tuerce, que habrá que cruzar los dedos –y

lo hizo– por aquello de la maldición de los recomendados, dentro de una semana

estará en casa.

Yo me voy a quedar. Quiero ver cómo se despierta. ¿Has hablado con los niños?

—Sí, y creo que he metido la pata.

Le contó la situación por encima y él, que al fin y al cabo había pasado las últimas

dos horas y media metido en un quirófano, no le dio mucha importancia.

—Yo creo que has hecho bien, Sara, algo había que contarles…

Lo peor será cuando Andrés se entere de que ha sido su padre, pero tú no tienes

la culpa –se quedó un momento pensando en lo que acababa de decir, como si no

se le hubiera ocurrido antes–. Eso sí que va a ser una putada, ¿no?, pobrecillo…

En fin, ya veremos.

Ahora vete a casa e intenta descansar, anda. Tam sabe dónde está apuntado el

teléfono de la chica que les cuida cuando salgo por la noche, que la avise, que se

encargue ella de todo. Ahora les llamo yo –se dirigió al teléfono, y cuando ya

tenía el auricular en la mano, se acordó de algo–. ¡Ah, Sara! Y que Andrés se

quede a dormir en mi casa. Lo último que me ha dicho Maribel antes de entrar en

el quirófano es que no quería ver a su madre por aquí. Y muchas gracias –dejó el

teléfono descolgado encima de la mesa, se acercó a ella, la abrazó–. Por todo.

Había marcado ya la mitad de las cifras del número de su casa pero, como si no

supiera muy bien qué estaba haciendo, a quién llamaba, por qué y para qué,

cortó la línea con los dedos y la detuvo cuando ya estaba a punto de salir por la

puerta.

—Y otra cosa, Sara –pero no la dijo hasta que ella no se volvió para mirarle–. Esta

tarde soplaba…

—Poniente –ella no entendió el sentido de aquel repentino interés por el viento,

pero se acordaba muy bien de que aquella tarde soplaba poniente, y quiso

confirmárselo–.

Estoy segura.

—Eso es. Poniente –le dio definitivamente la espalda mientras aporreaba las

teclas del teléfono con mucha más fuerza de la imprescindible, para que Sara se

asombrara otra vez de la violencia que podía llegar a albergar un hombre tan

tranquilo, y le escuchó murmurar desde la puerta una amenaza cuyo sentido

tampoco logró comprender–. Poniente. Le vamos a joder.

El día que apuñalaron a Maribel, Juan Olmedo no había ido al hospital porque estaba saliente de guardia. De acuerdo con las nuevas reglas que las vacaciones escolares habían impuesto sobre la libertad incondicional que los adultos habían disfrutado durante el curso, habían comido temprano, todos juntos, y luego Juan había desplegado toda clase de sabios argumentos para convencer a los niños de que aprovecharan una de las pocas tardes de playa que les quedaban. Por fin, y después de aceptar que no iba a tener éxito, terminó indultándoles graciosamente de la mitad de la digestión para hacerse digno al menos del premio de consolación de la piscina.

Alfonso acababa de quedarse dormido en el sofá, pero su hermano no estaba dispuesto a perder más tiempo. Se descalzó para salir del salón sin hacer ruido y en el recibidor se encontró con su asistenta, que salía de la cocina tan descalza como él, y le sonreía con los ojos y los labios a la vez mientras se quitaba el delantal con dedos pausados, sigilosos. Maribel disponía de un catálogo exhaustivo y sumamente expresivo de sonrisas en las que ambos confiaban más que en las palabras. Aquélla denotaba deseo y una muestra de ese entusiasmo casi salvaje en el que se resuelve cierta clase de ansiedad. La que se apoderó de su rostro más tarde, compensando la tensión que los gritos ahogados, sofocados contra la almohada, habían exigido de su mandíbula para lograr que Alfonso siguiera roncando en el piso de abajo, era diferente, pacífica e interior, pero capaz de derramar hacia fuera una dosis exacta de gratitud que, de vez en cuando, a ella le gustaba describir en voz alta.

—Si supiera cuánto me gusta, si pudiera llegar a imaginarse cómo me quedo de bien –aquélla había sido una de esas veces–. No sabe cómo se lo agradezco, no puede saberlo, en serio, es que ni se lo imagina…

Apenas una hora después, Maribel tenía mucho frío y casi un litro de sangre menos dentro del cuerpo, y Juan no podía arrancarse sus palabras de la cabeza mientras conducía hacia Jerez como un suicida escrupuloso y consciente. No sabe cómo se lo agradezco, no lo sabe, no puede saberlo. En el mismo paquete que su placer, viajaba emboscada su muerte, y él no se sentía tan responsable del primero como de la última. Con la cabeza repleta de hielo, un vapor helado y sólido a punto de resquebrajarse como una pared de cristal, un insoportable golpe

de sabor a menta entre las sienes, el doctor Olmedo esquivaba la imprescindible

tentación de derrumbarse encima del volante sometiendo sus ojos, sus manos, los

pies que posaba sobre los pedales, a la instintiva eficacia de lo que sabía. Le

había dicho a Sara que Maribel estaba viva de milagro y le había dicho la verdad.

No sabía cómo definir la compasión del azar sin nombre que había dirigido la hoja

del cuchillo directamente hacia el hígado sin seccionar ningún gran vaso por el

camino. El filo tenía que haber acariciado las paredes de la arteria mesentérica sin

rasguñarla siquiera. La arteria mesentérica. La arteria femoral. Una maldición

privada. Cuando vio a Maribel tirada en la acera, el corazón se le paró de golpe.

Soy un hombre peligroso, pensó, un amante peligroso, un peligro mortal. Había

hecho muchas cosas a la vez y todas muy deprisa, y sin embargo su corazón, el

músculo sensible que bombeaba sangre con la mecánica prudencia de una

máquina bien engrasada sin haberse parecido nunca mucho a la encarnada

silueta que dibujan los adolescentes en sus carpetas, había seguido estando

parado, quieto, indeciso en el riguroso intervalo de dos lati dos, hasta que su

dedo índice se había atrevido a penetrar en la herida para confirmarle que una

azarosa compasión sin nombre había decidido dejarles con vida a los dos, a

Maribel por completo, a él en la certidumbre de un futuro que sería siempre más

difícil que el presente que había roto aquel cuchillo.

—¿Qué necesitas? –Miguel Barroso le ahorró la ceremonia de los saludos y las

preguntas repetidas–.

Vamos a ver, un quirófano, sangre A positivo, mira, en eso por lo menos ha

habido suerte, un cirujano…

—O dos.

—¿Dos?

—Sí. Y que sean buenos. Los dos.

—Dos buenos cirujanos –y su voz, incluso a través del teléfono y por encima del

ruido del motor, traicionó una sorpresa con la que Juan ya contaba–. Y un

anestesista…

—No –le interrumpió de nuevo y ya no esperó una nueva pregunta–.

Un anestesista no. Un anestesista cojonudo. Hazme caso.

—Muy bien. Un anestesista cojonudo. ¿Quién es, Juan?

—Es mi asistenta.

Luego tal vez no habría vuelta atrás, pero Juan Olmedo había escuchado a

muchas enfermeras, decenas, centenares, miles de enfermeras, repetir lo mismo

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