Array Array - Los aires dificiles

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de todo. Si las cosas se ponen feas, la puedo coser yo mismo, en el coche,

provisionalmente –al llegar a aquel punto, su interlocutora se dio cuenta de que

su propio rostro debía reflejar tal expresión de terror que le obligó a volver sobre

sus pasos–. No va a pasar, Sara.

Eso quiere decir que yo creo que no va a pasar, que estoy seguro de que no va a

pasar, pero si pasa y no hacemos nada, se nos puede quedar por el camino. Pero

no va a pasar, ¿de acuerdo?

Sara asintió con la cabeza, y él la cogió por los hombros y se los apretó un

momento antes de dar la vuelta para marcharse. Sin embargo, no llegó a volverse

del todo.

—Y otra cosa… Ha sido su marido, ¿no?

Sara asintió con la cabeza.

—¿Y por qué? –su cara recuperó de golpe toda la blancura–.

¿Eso lo sabes?

—Sí –y se escuchó hablar cuando ya creía que sería incapaz de volver a articular

el menor sonido–. Por dos millones de pesetas.

—¡Joder! –Juan Olmedo se quitó un guante, y luego el otro, con gestos bruscos,

descontrolados, antes de empezar a estrellar el puño de su mano derecha contra

la palma de la izquierda–. Es que es la hostia, ¿no?, la hostia, pero qué hijo de

puta, qué hijo de puta, joder…

Sara Gómez Morales se atrevió a pensar por un instante que su vecino habría

aceptado mejor un crimen pasional que aquella cuchillada fría e inútil, como un

recurso desesperado de pura impotencia, se atrevió a pensar por un instante que

incluso lo habría comprendido, y durante ese preciso instante, tuvo miedo. Luego,

sin embargo, sospechó que aquella reacción tendría más que ver con su propia

culpa, un sentimiento para el que no bastaría la explicación que ella misma le

había dado. Pero las cosas seguían pasando demasiado deprisa como para

pensarlas, analizarlas, desmenuzarlas. Dos segundos después, ella ya estaba instalada en el asiento trasero del coche, luchando con un par de guantes, y él, recuperado por completo de su cólera, se acordaba de pedirle a Jesús que fuera a la piscina a buscar a los niños y les pidiera que se metieran en casa hasta que les llamara por teléfono.

—Que no se muevan. Y no les cuentes la verdad. Diles solamente que Maribel de pronto se ha encontrado mal y que la he acompañado al hospital, que no se preocupen porque no es nada grave. ¡Ah! –añadió al final–, y de Sara no sabes nada, ni dónde está, ni a qué hora ha salido, ni cuándo va a volver, ni nada. Mientras terminaba la frase, arrancó el motor. Inmediatamente después, cuando el coche ya estaba andando, marcó un número de teléfono y empezó a hablar sin dejar de conducir, con un manos libres que Tamara le había regalado por su cumpleaños aunque habían ido a comprarlo juntos y lo había pagado él, con su dinero.

—Soy el doctor Olmedo, de Trauma, póngame con Urgencias, es una emergencia…

Sara, que había seguido todas sus instrucciones, sintió que los dedos de Maribel apretaban la mano enguantada que ella usaba para presionar sobre la herida, debajo de la manta con la que Juan la había arropado, como si a ella también le consolara el sonido de aquellas palabras cuyo sentido era casi absolutamente incapaz de comprender.

—¿Urgencias? Soy el doctor Olmedo, de Trauma, necesito un quirófano y sangre del grupo A positivo, es una emergencia. Llevo un paciente grave en el coche, una mujer, treinta y un años, sana, con herida inciso contusa en el hipocondrio derecho, secundario de arma blanca, muy probablemente interesa al hígado, en estado de fuerte shock hipovolémico, tardaré unos quince minutos en llegar, prepáreme un quirófano y avise al doctor Barroso, quiero hablar con él, si está la doctora Iglesias por ahí, avísela también, gracias…

Antes de desembocar en la carretera por un atajo que le obligó a circular más de un kilómetro por dirección prohibida, Juan pasó por delante de un grupo de viviendas en construcción, media docena de bloques cuadrados, de tres pisos. El único terminado tenía las paredes pintadas de color salmón, y la carpintería metálica, las terrazas y la celosía calada que ocultaba el tendedero, de color blanco. En el bajo, un diminuto jardín privado se abría ante la cristalera del salón, el segundo tenía a cambio un dormitorio más que los otros pisos, y el ático, una terraza rectangular y bastante grande, que a Andrés le había gustado tanto que su madre no vaciló en elegirlo. Sara la había acompañado a ver el piso piloto y le había parecido casi perfecto.

Al día siguiente volvieron a verlo todos juntos, un salón comedor grande, en forma de ele, dos dormitorios amplios, una cocina cómoda y bien amueblada, un cuarto de baño completo y otro aseo más pequeño, junto a un tendedero donde había espacio suficiente para instalar una despensa. Costaba un millón más de los diez en los que Maribel había fijado su propio tope, pero Juan también la animó a decidirse, en el peor de los casos siempre puedes venderlo antes de terminar de

pagar la hipoteca, le dijo, repitiendo casi exactamente el discurso que Sara había pronunciado veinticuatro horas antes, y ella estaba tan contenta, tan satisfecha, que al final les hizo caso.

Manteniendo siempre la mano izquierda firme contra la toalla que taponaba la herida, Sara reconstruyó la planta de aquel piso de memoria mientras escuchaba jadear a Maribel, y al fondo, la voz de Juan empezaba a ceder bajo la presión de otras voces que eran diferentes pero decían cosas parecidas. Las cosas son así, Sari, no tienen remedio, le había dicho su madre una vez, las cosas son como son y nadie tiene la culpa. Andrés, con doce años, lo había aprendido ya, así se hacen las cosas, Sara, así se han hecho siempre, y por supuesto el Vicente más maduro, el más poderoso, lo sabía de sobra, así son las cosas, Sara, Sari, Sarita, ¿qué quieres?, si así son.

Si yo no le hubiera metido a Maribel la idea del piso en la cabeza, iba pensando Sara, ella se habría llevado a Andrés a Disneyland París y el hijo de puta de su marido habría llegado a tiempo para engatusarla, para echarle un par de polvos entregados, para volver a vivir con ella incluso, si eso hubiera hecho falta, hasta desplumarla, hasta dejarla limpia, sin blanca, ni un duro de la tardía y milagrosa herencia de su abuelo.

Las cosas son así, y no tienen remedio. Y ella ahora estaría bien, no más humillada, no más dolorida que otras veces, ni siquiera peor de lo que estará cuando Juan Olmedo la deje, porque Juan la dejará, la tendrá que dejar antes o después, pero con el vientre intacto y cada gota de sangre en su sitio, y durante algún tiempo ya habría sido algo más que una puta, ya habría servido al menos para algo, para dejarse engañar, para dejarse robar, para ejecutar con inmaculada obediencia cada escena del archisobado guión que tiene asignado desde aquel día en que se echó un novio tan guapo que le compró unos corales y la subió en un caballo. Las cosas son como son y nadie tiene la culpa. Y tal vez, con el Panrico por en medio, no habría llegado a ceder a la tentación de enamorarse del hombre equivocado, en el momento equivocado, en el lugar equivocado, en el vértice exacto de la dificultad, en el núcleo de las cosas que nunca son, porque son imposibles. Porque así es como se hacen, y así es como se han hecho siempre. Y en cambio, ha estado a punto de morir, a punto de morirse, porque su vida no vale más de dos millones de pesetas y porque yo la convencí de que se comprara un piso y se dejara de viajes a Disneyland París, porque le metí en la cabeza la absurda idea de levantarla. —¿Cómo va eso, Sara?

—Bien –levantó la manta para echar un vistazo, y vio el borde de la toalla, seco aún, y la palma de su mano casi limpia–. Muy bien.

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