Array Array - Los aires dificiles
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Siempre igual, siempre, todo, igual, desde el principio. Juan siguió hablando y Maribel le apretó la mano, ella la miró, la vio abrir los ojos, cerrarlos de nuevo. —¿Y el piso? –murmuró entre las grietas de su voz delgada, frágil como un cristal que acaba de romperse en un millón de pedazos astillados y cortantes como agujas–. ¿Qué va a pasar con el piso? A ver si lo voy a perder ahora, con el trabajo que me ha costado encontrarlo.
—No hables, Maribel –Juan había alcanzado a escuchar sus susurros–. No hables. Por favor, no hables y no te muevas.
—Con el piso no va a pasar nada, no te preocupes –Sara sintió un deseo enorme de abrazarla, pero recordó a tiempo que no podía tocar nada, e intentó transmitirle el calor de un abrazo con palabras–. El lunes a primera hora voy al banco a hablar con ellos, y si no pueden esperar, les cojo de las orejas y te los llevo al hospital, con notario y todo. Te lo prometo, Maribel, te lo juro, pero, por lo que más quieras, no vayas a preocuparte por el piso ahora. Luego volvió la cabeza hacia la ventanilla y vio la silueta de Jerez a lo lejos, en lo alto de una cuesta. Se va a salvar, pensó con los ojos cerrados, el alma en vilo todavía, se va a salvar, se va a librar, nos vamos a librar, todos nos vamos a salvar con ella. Sólo en ese momento percibió la presencia de algo muy duro y muy pesado que tensaba las paredes de su estómago para rellenarlo por completo, igual que si se hubiera tragado una piedra sin darse cuenta, una presión que empezó a ceder cuando volvió a mirar hacia delante y vio Jerez todavía más cerca. Maribel se iba a salvar y ella podía contar ya los edificios, distinguirlos con nitidez unos de otros, leer sin esforzarse los nombres pintados con letras enormes encima de las tapias blancas de las bodegas, y entonces oyó la bocina del coche, que Juan presionaba ya sin interrupciones, y sintió una humedad densa y caliente en la palma de la mano. Juan… –empezó a decir, y no supo cómo seguir, pero él la entendió. —¿Sale a chorros o es solamente que el tapón está empapado? —No, yo creo que no es mucho –Sara volvió a levantar la manta, observó la herida un rato, intentó interpretar correctamente lo que veía–. No… —Da igual. Ya hemos llegado.
Era verdad. Estaban subiendo la rampa del hospital. Habían llegado. El final del trayecto era otra escena de otra película, una imagen reconfortante y deliciosa, el despertar después de la pesadilla. Delante de la puerta había una docena de personas esperándoles, una pequeña multitud de batas blancas y verdes congregadas alrededor de una camilla, los rostros alerta, las piernas en tensión, como una hilera de atletas pendientes del disparo que señala la salida. Cuando Juan tiró del freno de mano, las cuatro puertas del coche se abrieron desde fuera y a la vez.
Un celador le ofreció una mano y la sacó del asiento de un tirón, sin contemplaciones. Ella se apartó un poco, se quedó a un lado, respiró hondo un par de veces, se quitó los guantes y cuando volvió a mirar lo que pasaba, el coche había desaparecido y Maribel estaba ya tumbada en la camilla, con una vía cogida en el brazo izquierdo, una bolsa de suero encima de la cabeza, otra vía cogida y aún sin conectar en el brazo derecho, Juan a su lado y dos o tres personas más alrededor. Entonces la metieron dentro. Las ruedas de la camilla desataron un estrépito denteroso y chirriante al deslizarse sobre el cemento y Sara no fue capaz de recordar el eco de un sonido más armonioso. Estaba muy cansada y muy sucia, el pelo pegado de sudor, la ropa manchada de sangre, las manos enrojecidas, tirantes, dos ríos rosados y secos trepando por sus brazos hasta más
allá del codo, pero también estaba muy contenta y más que eso, tan eufórica
como un general que acaba de ganar una batalla que ha dado por perdida.
Después de esperar unos minutos sin saber muy bien qué hacer, entró ella
también en el hospital, miró el reloj del vestíbulo, descreyó de sus ojos, miró su
propio reloj y no le concedió más crédito, le preguntó la hora a un celador, él le
contestó que eran casi las seis y diez, se sentó en un banco y, al rato, vio venir
directamente hacia ella a una enfermera bajita y sonriente.
—Hola, usted debe ser Sara, ¿verdad? –y sin esperar respuesta, la besó en las
dos mejillas–. Yo me llamo Pilar, trabajo en Traumatología, con el doctor Olmedo.
¿Quiere venir conmigo? Le puedo prestar una blusa y unos pantalones limpios,
verdes, eso sí, de hospital, pero limpios, y hasta puede ducharse, si le apetece,
que supongo que le apetecerá…
El agua caliente y el jabón la limpiaron por fuera sólo a costa de arrancarle
también una sensación de euforia que no sobrevivió a un escueto repaso de la
verdadera situación, como si, al desaparecer, el riesgo principal hubiera
acrecentado la gravedad de otros que nunca habían dejado de latir, agazapados
bajo la sombra de lo peor.
—¿Cuánto pueden tardar?
La enfermera, que rellenaba papeles sobre un mostrador y había sonreído al verla
aparecer vestida de médico, con el pelo húmedo, chorreando aún sobre su
espalda, se tomó su tiempo antes de contestar.
—Depende de lo que se encuentren. Yo creo que como mínimo dos horas, pero
pueden ser más de tres.
—¿La herida llegaba al hígado?
—Sí, le han hecho un buen boquete.
—¿Dónde está Juan?, ¿dentro?
–la enfermera afirmó con la cabeza–. ¿La está operando él?
—¡Nooo! –sonrió, como si aquella idea le pareciera absurda, y Sara pensó que
debía serlo–. Él es muy bueno, pero esto no es lo suyo. La están operando dos
cirujanos, y los dos son estupendos. Y el mejor anestesista del hospital.
El doctor Barroso se ha ocupado de todo, y esta vez ha habido suerte, porque
otras veces, por mucho que se intente… En fin, todos son buenos, pero ella tiene
lo mejor de lo mejor. No se preocupe, está más que controlada, todo va a salir
bien, seguro. ¡Ah! Y el doctor Olmedo me ha dicho que si quiere volver a casa
puede coger su coche. Tengo aquí las llaves.
Pero si prefiere esperar, entre dentro. Estará más tranquila.
—¿Puedo llamar por teléfono?
—Claro. Marque el cero.
Habló primero con Tamara, y luego con Andrés, y a los dos les contó lo mismo,
que habían atracado a Maribel para robarla, que la habían herido con una navaja,
que no tenían ni idea de quién podía haber sido, que estaba en el quirófano,
absolutamente fuera de peligro, que iba a esperar a que Juan saliera y le contara
cómo había ido todo, que entonces volvería a llamarles otra vez, que se reuniría
con ellos lo antes posible, que estuvieran tranquilos, que cuidaran de Alfonso y
que procuraran entretenerse solos. La niña conservó la calma durante la mayor
parte de la conversación hasta que, cerca ya del final, estalló en un sollozo largo,
histérico. Andrés, en cambio, no despegó los labios.
—¿Andrés, estás ahí? –Sara agotó su última mentira para empezar a sentir una
angustia verdadera que iba creciendo sin pausa en cada sílaba–. Andrés, habla,
por favor, dime algo… Si no me contestas, me voy a ir ahora mismo para allá.
¿Quieres que haga eso? ¿Quieres que me vaya contigo? Puedo pedir que le digan
a Juan que nos avise, no tardo nada…
—No –dijo por fin–. Quédate.
Te paso con Tam.
Sin embargo, fue Jesús quien cogió el teléfono. Ya había acabado su turno, pero
estaba todavía muy asustado, y dispuesto a quedarse con los niños todo el tiempo
que hiciera falta. Sara le pidió que estuviera muy pendiente de Andrés, le dio el
número del hospital y la extensión desde la que había llamado, y después de
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