Array Array - Los aires dificiles

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—No me jodas –repitió Juan, y Maribel se echó a reír.

—No va a llover… –gritó Andrés que se había levantado de la mesa para correr

hacia el jardín–.

¡Está lloviendo!

Tamara y Alfonso se reunieron con él, chillando como una manada de salvajes

felices, para hacer el tonto debajo de la lluvia durante un buen rato. Maribel dejó

de mirarles un momento para inclinarse hacia Juan.

—Yo que usted, me iría a dormir –sonreía–. Esto tiene muy mala pinta.

—¡Ya sé lo que vamos a hacer!

–Andrés, con el pelo chorreando, la camiseta chorreando, el bañador chorreando,

levantó los brazos para imponer silencio, en medio del jardín–. Vamos a pedirle a

Fernando su Scalextric, ¿vale? Lo juntamos con el mío y con el de Álvaro y lo

montamos en el porche, ¿qué os parece?

—¡Sí! –Alfonso levantó los brazos en una briosa pose de júbilo que debía de haber

aprendido en la televisión.

—¡Y podemos pedirle a Juan el suyo! –y después, como si la brillantez de su

propia idea la hubiera entusiasmado, Tamara se acercó a la cristalera para chillar

mucho más de lo necesario–. ¿A que nos dejas tu Scalextric, Juan? ¡Di que sí, di

que sí!

—Claro –él asintió entre dos risas breves y resignadas–. Es lo que más me

apetece, una tarde de Scalextric.

—¡Bien! –gritó Andrés.

—Váyase a dormir –insistió su madre–, hágame caso.

Entonces, Juan, sin pensar muy bien en lo que hacía, se volvió hacia ella y le rozó

discretamente los dedos por debajo de una servilleta.

—Cena conmigo esta noche, Maribel –murmuró, y sin embargo sabía muy bien lo

que decía–. Yo invito.

Lo que tú quieras, donde tú quieras, como tú quieras…

Lo había pensado otras veces.

Bastantes veces. Había llegado a descolgar el teléfono incluso en un par de

ocasiones, antes de salir del hospital. En aquellos momentos era tan evidente,

Maribel estaba en su casa y estaba en su cabeza, sus manos estaban

planchándole la ropa, ordenándole el armario, haciéndole la cama, y a la vez le

tocaban, le acariciaban, se posaban sobre su cara para rozarle con unos dedos

tímidos, indecisos, que apenas se atrevían a comprobar que seguía estando allí,

que no se había disuelto, que no se había esfumado como un fantasma caliente y bienaventurado por los pasadizos de un placer cumplido. Y él estaba allí, seguía estando allí, seguía existiendo fuera de su casa, en el calendario de los días laborables, a través de la rutina de los kilómetros diarios y el aroma a desinfectante de los pasillos silenciosos, era él y tenía un teléfono encima de la mesa, se sabía el número de memoria, ella descolgaría al otro lado, era muy evidente, era muy fácil. Había tardado mucho tiempo en admitir que las guardias se le quedaban cortas. Mientras merodeaba por la urbanización los fines de semana, haciéndose el encontradizo con Sara para preguntarle si tenía algún plan, sugiriendo a Tamara en el desayuno que invitara a Andrés a comer, pendiente del timbre de la puerta y del teléfono, los propios mecanismos de la maquinación y el ocio le mantenían tranquilo, entretenido, aunque a veces no llegaba ni siquiera a verla, y entonces, el domingo por la noche se iba a la cama con la misma desilusión que le amargaba la cena de pequeño cuando el Atleti jugaba en casa y perdía.

Pero los fines de semana él no podía controlar la vida de Maribel, sus movimientos, sus horarios.

El resto del tiempo sí, y por eso empezó a verla de vez en cuando, siempre a la una de la tarde, a las dos, a las tres, y sus apariciones esporádicas, fugaces, se fueron haciendo más consistentes a medida que la primavera avanzaba, mientras hablaba con sus pacientes, mientras leía sus historias, mientras los examinaba, la veía, limpiando, andando, cocinando, comiendo, abriendo las ventanas y cerrándolas después, la veía, y podía contar los poros abiertos, empapados en sudor, de su piel de manzana recién lavada, y hasta sus costillas cuando se arqueaba en un quiebro de fiera lujosa y malcriada, y escuchaba su voz, esa forma tan peculiar de pedirle las cosas por favor, y sobre ella, la voz de lo evidente. Tienes un teléfono encima de la mesa, te sabes el número de tu casa de memoria, llámala, te va a decir que sí. Eso también lo sabía, que iba a decirle que sí, a todo, a lo que fuera, a lo que él quisiera. Lo había pensado muchas veces. Demasiadas veces. Había llegado a descolgar el teléfono incluso en un par de ocasiones, antes de salir del hospital. Y lo había vuelto a colgar inmediatamente después, sin llegar a marcar ningún número.

No pretendía comportarse como un caballero. Ya no tenía margen ni siquiera para intentarlo. Su actitud era fría, reflexiva, calculada. No le convenía precipitar las cosas, extender aquella historia asombrosa, esa desconcertante sorpresa de la que disfrutaba tanto, por territorios distintos de aquel donde había florecido sola, donde cada palabra y cada gesto se cargaban a sí mismos de una intensidad precisa, inequívoca, donde ningún factor ajeno, objetivo, exterior, podía sembrar connotaciones ambiguas e indeseables. Él no quería ser el novio de Maribel, quería más. Quería seguir follándosela en secreto, con las ventanas cerradas y las persianas bajadas, en un país con reglas y sin nombre, en el exilio escueto y privado de su propio dormitorio, en el fondo de un arca sellada que navegaba a solas por una inmensa nada que fuera de allí seguía resultando ser el mundo. Pero quería más. No tenía bastante, quería más, y sabía que aquello era bueno

porque era poco, pero quería más, y sabía que no podía tenerlo todo, que era imposible, pero quería más. Por eso estaba enganchado, se había enganchado sin darse cuenta a aquella mujer misteriosamente vulgar, más misteriosa cuanto más vulgar, que al quitarse la ropa para él se desnudaba a la vez de una piel completa, de su nombre y de su memoria, de lo que sabía y de todo aquello que ella también habría preferido no tener que aprender nunca. Estaba enganchado, se había hecho adicto a una Maribel que no existía en realidad, porque le necesitaba a él para nacer, nueva, radiante, de la armadura vana y sin brillo que la mantenía oculta a los ojos de los demás, que la preservaba intacta para él porque no era más que una parte de él, la mejor, la que no podría salvarle pero sí hacerle olvidar a ratos lo que sabía. Estaba enganchado, y por eso, convencido de que lo mejor era aguantar, sujetarse. Y eso hacía. Se obligaba a imaginar qué clase de conversación podría sostener él con Maribel en una hipotética e imprescindible cena previa, adónde podría llevarla después, qué horrendos bares la gustarían, a cuántos metros de sí misma la mantendría mientras escrutara las mesas en busca de algún conocido que le pudiera ir con el cuento a su madre, qué grado de terror reflejaría su cara de libertina secreta y consciente, pero respetuosa con sus cadenas, al escuchar la palabra hotel, uno de esos sitios donde hay que dejar por escrito el nombre, la dirección y el DNI antes de conseguir una habitación, de qué manera triste y fea se despedirían sin haber llegado a encontrarse, para que él se marchara a casa cabreado y con los nervios de punta. Todo eso se obligaba a imaginar, y entonces colgaba el teléfono. Aunque no quisiera, aunque no le apeteciera, aunque la terca voz de lo evidente susurrara en sus oídos una crónica distinta, el relato de la noche que le esperaba, llegar a casa, ayudar a Tamara con los deberes, aguantarle el rollo a Alfonso, hacer la cena, cenar, ver un rato la televisión, acostarse pronto, colgaba el teléfono. Aunque esa misma voz le preguntara si no le gustaría más quedar con Maribel, llevarla lejos, parar el coche en medio del campo, volcarse sobre ella, besarla, tocarla, estrujarla, recurrir a lo que fuera para convencerla, conformarse de buena gana con cualquier adolescente mal menor, colgaba el teléfono. Lo colgaba, y se iba a casa cabreado y con los nervios de punta, dispuesto a estrellarse de frente contra las invencibles razones que cimentan el prestigio de las evidencias.

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