Array Array - Los aires dificiles

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Sin embargo, la primera vez que invitó a Maribel a cenar no se obligó a pensar en nada, ni en lo que iba a ocurrir, ni en cómo lo interpretaría ella, ni en las consecuencias de su iniciativa.

En nada. Ni se le ocurrió intentarlo. Era el último jueves de julio, estaba lloviendo, y ya no podía más.

—Cena esta noche conmigo, Maribel –ella seguía sonriendo, disfrutando en silencio de su ansiedad–. Por favor. —Bueno –aceptó por fin–. ¿Pero qué hago con Andrés?

Aquella tarde, Juan Olmedo se echó una siesta muy corta. Luego, se tomó dos cafés seguidos e invirtió cerca de tres horas en diseñar y montar el circuito de

Scalextric más grande que los niños habían visto en su vida. A las nueve, cuando

bajó las escaleras duchado y vestido para salir, todavía estaban organizando los

turnos de la primera competición seria. Juan insistió en que le dejaran dar un par

de vueltas de prueba y, cuando terminó, miró primero el reloj y luego a Andrés.

—Yo me voy –le dijo, en un tono que haría progresar sabiamente desde la

indiferencia hasta la complicidad–, he quedado para cenar.

Tu madre me ha pedido antes que te dejara en casa de camino, pero estoy

pensando que eso sería una faena, ¿no?

—Y gorda.

—¿Quieres quedarte a dormir aquí? Llámala, anda… –los ojos de Andrés se

iluminaron como si alguien les hubiera encendido detrás dos bombillas de cien

vatios, mientras Tamara echaba a correr para abrazarle. Juan le devolvió los

besos e intentó parecer serio–.

La canguro está a punto de llegar.

Maribel ha hecho una tortilla de patatas antes de marcharse, está encima de la

encimera. Portaros bien y no os acostéis demasiado tarde. Mañana podéis seguir

jugando, ¿vale?

Un cuarto de hora más tarde recogió a Maribel en una gasolinera que estaba a

tres manzanas de su casa.

—¿Adónde vamos?

—Al Puerto, a comer cigalas.

Y sin embargo, en lugar de apretar el acelerador, se giró en su asiento para

mirarla bien, a la última luz de una tarde de verano que se había desprendido sin

pesar de la ajena memoria de la lluvia.

Estaba acostumbrado a verla arreglada, pero cuando habían salido a comer o a

cenar por ahí, los niños iban con ellos, y casi siempre Sara también. Aquella

noche, su aspecto era mucho más extremado, mucho más radical y nocturno.

Llevaba un vestido negro que él no había visto nunca, con un escote menos audaz

que peligroso, un pico muy profundo que su pecho inmune a todas las dietas

soportaba admirablemente, el cuerpo ceñido y una falda larga abierta por los

lados.

Se había pintado los labios con un rojo oscuro que a Juan le resultó familiar

aunque no pretendiera aproximarse al marrón, y los ojos con dos gruesos trazos

negros que le daban un sorprendente aire egipcio.

—¿Qué pasa? –se atrevió a preguntar ella después de un rato–.

¿Por qué me mira así? –y lo sabía de sobra–. Habíamos quedado en que podía

elegir yo, ¿no?

—Claro.

La ribera del Puerto de Santa María estaba llena a rebosar de coches, gente, niños

chillando y persiguiéndose por la calle, tiovivos en funcionamiento con la música a

todo volumen, mimos, payasos ca llejeros y puestos de artesanos que ofrecían las

cosas más corrientes y las más extrañas. Maribel caminaba despacio, mirándolo

todo con una sonrisa de estreno, los ojos brillantes como los de una niña que

saborea de antemano las luces y el ruido de una feria a la que no ha llegado

todavía. Pero además, y Juan lo advirtió desde el principio, llevaba

escrupulosamente la cuenta de los hombres que la miraban al cruzarse con ella,

aunque aparentara no haberlos visto siquiera. A él le gustó mucho aquella

pequeña representación, aunque no hubiera sabido explicar por qué si alguien se

lo hubiera preguntado. También le gustaba verla comer, cerrar un instante los

ojos, como si quisiera reconciliarse de corazón con la cigala que estaba a punto

de devorar, antes del primer mordisco, suspirar y gruñir de satisfacción mientras

masticaba, chupar con disimulo las cabezas aunque fuera de mala educación.

—Usted dirá lo que quiera de las sardinas asadas –dictaminó, a modo de

resumen, cuando liquidó la última–, pero la verdad es que no hay color, no es por

nada.

—Yo soy un hombre de gustos sencillos, Maribel.

—Sí, ya –y le dedicó una mirada malévola, sagaz–, sobre todo eso. A mí me lo va

usted a contar…

Él no encontró ninguna réplica a la altura de aquella observación, y cuando se

cansó de reírse permaneció en silencio, mientras ella buscaba algo en su bolso.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

—Pues, no sé –él no se atrevió a ir más allá–. Tomar una copa, ¿no?

Maribel abrió un espejito pequeño, dorado, y lo sujetó con la mano izquierda

mientras se pintaba los labios con la derecha.

—¿Quiere que vayamos a mi casa? –le dijo sin mirarle, los ojos fijos en el reflejo

de su propia boca.

—Claro que quiero –Juan se escuchó aceptar con una voz ahogada, disminuida,

mínima–. Claro que quiero –repitió, en un tono más firme–. A tu casa o a donde

sea.

A donde tú me lleves.

Y sin embargo, no le dejó llegar hasta su calle. A unos pocos metros de la

gasolinera donde se habían encontrado antes, le obligó a parar el coche junto a

una acera desierta.

—Aparque aquí –le dijo, y se dispuso a salir mientras Juan la miraba sin entender

nada–. Espere diez minutos y vaya andando. Sabrá llegar, ¿verdad?

—Maribel –la cogió por el brazo, ella se volvió–. Maribel, no me jodas. ¿Quieres

mirar la calle, por favor? Pero si no hay ni Dios…

—Es un trato –contestó ella, muy seria–. Yo cumplo sus tratos.

Ahora, usted tiene que cumplir los míos.

—Vale –Juan la soltó–. ¿Quieres que me tape la cara con la camisa antes de

llamar al timbre?

—No –y se echó a reír de repente–, no hace falta.

Luego se marchó, y Juan Olmedo se quedó pensando hasta qué punto todo

aquello sería verdad, la meticulosidad de las precauciones de Maribel, ese estado

de alarma universal y permanente, sus vecinas, sus cuñados, su madre, su

marido, ese tema del que a ella no le gustaba hablar, sobre el que se negaba

incluso a razonar cuando él intentaba obligarla a hacerlo. No, no me pueden

hacer nada, contestaba antes de tiempo, ya sé que no me pueden hacer nada,

sólo chincharme, molestarme, fastidiarme, nada grave, hablar de mí, pero es que yo prefiero que no hablen, nada más que eso, que no hablen, que no se enteren de nada, que no digan pobrecita Maribel, la tonta de Maribel… Nunca rellenaba los puntos suspensivos, eso tampoco es grave, ¿no?, preguntaba a cambio, no, Juan le daba siempre la razón, no es grave, pero… Y sin embargo, él tampoco pasaba de ahí, porque entonces se daba cuenta de que nada de lo que pudiera decirle, tienes más de treinta años, eres independiente, estás separada, puedes hacer lo que te dé la gana con tu vida, a nadie le importa con quién te acuestas y con quién te levantas, podría llegar jamás a matizar siquiera esos comentarios que se quedaban flotando en el aire, suspendidos sobre sus cabezas, pobrecita Maribel, ya se ha dejado liar otra vez, la tonta de Maribel, ya ha encontrado a otro listo que abuse de ella. Él lo entendía, no le quedaba más remedio que entenderlo, pero la obligaba a volver sobre ese tema, su insistencia en llamarle de usted, en retrasarse para acompañar a Alfonso cuando iban a alguna parte andando por el pueblo, en sentarse siempre atrás si alguien más iba con ellos en el coche, porque le conmovía y, sobre todo, le excitaba terriblemente, porque ésa era la clave de la gravidez de sus acciones, de sus palabras, el fundamento de aquella clandestinidad disparatada, ilegítima, innecesaria y sin embargo tan rentable. Tanto que aquella noche, mientras permanecía sentado en su coche, mirando el reloj con una insistencia que le permitió comprobar con qué exasperante parsimonia pueden llegar a pasar diez minutos uno por uno, a Juan Olmedo se le ocurrió sospechar que Maribel exageraba deliberadamente sus concesiones y sus riesgos, sus silencios y sus quejas, sólo para mantenerle expectante al otro lado de una cuerda que había aprendido a manejar con prudencia y con sabiduría. Entonces, el décimo minuto terminó de pasar, y Juan saltó del coche sin darse cuenta de que era la primera vez que había logrado percibir en las acciones de Maribel algún indicio de una estrategia preconcebida. Antes de que la noche terminara, ya le parecería increíble haber llegado a dudarlo.

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