Array Array - Los aires dificiles

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Tuvo tiempo para querer pensar, y tiempo para hacerlo. Y sin embargo, cuando subieron a Maribel de reanimación, muy cansada, muy asustada aún, pero consciente y con todas las constantes controladas, un pensamiento fijo sobrevivía en su mente después de haber coexistido sin desgastarse con la alarma y el alivio, con el conocimiento y la inquietud, con la emoción y la culpa, con los buenos recuerdos, con los malos, y hasta con el primer indicio de un sentimiento efectivo de posesión que había nacido del filo de un cuchillo, porque nunca había encontrado un lugar donde brotar mientras en el mundo sólo existía una mujer, y no era suya. Nadie que le hubiera visto, habría podido adivinarlo. No lo sospechó el celador

que trasladó a Maribel a su propia planta, ni la enfermera que les estaba

esperando en la puerta de una de las habitaciones más tranquilas, donde un aspa

escrita a mano en una de las dos etiquetas de identificación revelaba que una de

las dos camas estaba bloqueada. Como si fuera mi hija.

Juan Olmedo sonrió al advertir hasta qué punto Miguel Barroso había cumplido su

palabra, pero ni siquiera entonces dejó de pensar en eso. Cuando Maribel estuvo

bien instalada, le buscó con los ojos.

Él dio un paso hacia delante, le acarició la cara con la mano derecha y le preguntó

qué tal estaba.

Ella le respondió moviendo la cabeza para apoyarla sobre la mano izquierda que

su amante había posado sobre la sábana, y en ese momento, el celador y la

enfermera se retiraron a la vez, sin hacer ruido. Nadie que hubiera contemplado

aquella escena habría podido adivinarlo, pero entonces, y después, Juan Olmedo

pensaba sobre todo en una cosa, no te cruces conmigo, Panrico, no te cruces

conmigo.

Cuando Damián Olmedo se cruzó definitivamente con su hermano Juan, Tamara había cumplido ya diez años. ¡Hombre, pero si está aquí la Madre Teresa de Calcuta in person! ¿Qué pasa? Mira, Juanito, déjame en paz porque el día menos pensado te voy a meter una hostia que te voy a entornar, ¿está claro? Ya soy mayorcito. Tengo treinta y siete años y hago lo que me da la gana, ¿te enteras?, no tengo por qué darle cuentas a nadie, y a ti menos que a nadie, así que ya te estás abriendo de aquí, pero ya. ¡Aire! El Canario se llamaba Amador, pero le gustaba decir que en todo Villaverde no había nacido todavía nadie con los cojones que hacían falta para llamarle a él por su nombre de pila. A Tamara no le había gustado la casa de muñecas. Era muy grande, muy bonita y sobre todo muy cara, carísima, un regalo disparatado, absurdo para una niña que no podía apreciarlo, pero era lo que quería, Damián se lo había dicho dos días antes, por teléfono, quiere una casa de muñecas, y él se la había comprado. Es que no sé qué coño haces en mi casa a estas horas, esperando para echarme la bronca. Ni que fueras mi mujer. ¿Pero qué te has creído tú que eres, gilipollas, a ver, qué te has creído? El Canario no conocía a su padre y seguramente habría preferido no conocer tampoco a su madre, pero a ella la conocía todo el mundo. Se llamaba Benigna, trabajaba en un bar y bebía, anís, vino, vermut, cerveza, lo que pillaba en las copas que los clientes se dejaban por la mitad. ¡Claro que quería una casa de muñecas! Tamara lloraba, con su vestido nuevo, el cuello bordado con diminutos racimos de uvas, una cinta verde en la cabeza y el pelo limpio, pegado a la cara por las lágrimas, pero quería que me la regalara mi padre, no tú, mi padre, ¿entiendes?, mi padre. ¡Vete a tomar por culo, Juanito, hostia!

No he llegado antes porque no he podido llegar antes, ¿y qué? Y si la niña se ha cabreado, pues que se descabree, ya ves, va a tener el doble de trabajo. Al fin y al cabo ya estabas aquí tú, ¿no?, que eres el santo, y el bueno, y el responsable,

y la abuela de todos nosotros. El Canario había nacido en el Doce de Octubre, como todos los de por allí, y su madre era de Valdepeñas de Jaén, pero le llamaban así porque iba a un gimnasio a practicar lucha canaria. La idea se le había ocurrido a un huésped de pago de la Benigna, un representante de Teruel conocido sólo por su apellido, Parra, que le tenía cariño al chaval. Por eso, y porque había conocido por casualidad a un entrenador de boxeo, y porque veía muchas películas en la televisión, y porque el Canario nunca iba a clase y se pasaba la vida en la calle, fumando canutos y haciendo puntería con los cascos vacíos que iba encontrando, le llevó un día al gimnasio de aquel conocido suyo que, sólo con verle, le advirtió que, de entrada, el chico para boxeador no valía, porque no era ágil, ni flexible, ni tenía cintura, pero que con aquella inmensa masa que tenía por cuerpo podía intentarlo en la lucha canaria, o en la grecorromana. Damián no apareció en toda la tarde.

Cuando Juan llegó, a las seis y pico, ya estaban allí sus hermanas con sus respectivos hijos, y algunos de los compañeros de clase de la anfitriona. Otros irían llegando, uno por uno, durante el siguiente cuarto de hora. No apareció nadie más hasta que, hacia las ocho y media, empezaron a venir a recogerlos. Entonces, la tarta seguía entera, intacta, en el centro de la mesa del comedor, con dos velas rojas, nuevas, precisas, un uno y un cero. Tamara se negó a partirla y a soplar hasta que llegara su padre, pero su padre no llegaba, y algunos niños preguntaron si es que en aquella fiesta no iba a haber tarta, pero su padre no llegaba, y para ganar tiempo, Trini sacó la piñata, pero su padre no llegaba, y a las ocho en punto, Paquita se fue corriendo a la panadería más cercana, escogió la primera tarta que vio, volvió corriendo y la repartió ella misma entre todos los niños con la única excepción de su sobrina, que montó un número espantoso y se encerró en el cuarto de baño a llorar, porque su padre no llegaba. La segunda tarta era igual de grande que la primera, pero cuando Juan se acercó a su hermana para pagársela, ella le dijo que no hacía falta. No le había costado ni un duro porque la panadería más cercana a la colonia era, por supuesto, propiedad de Damián. Bueno, pues nos la comemos ahora. ¿Eso es lo que quieres? Si es eso, levanto a la niña, le cantamos cumpleaños feliz y nos comemos la dichosa tarta a las tres y media de la mañana, que su cumpleaños ya fue ayer, pero a mí me da lo mismo. Lo que no me da lo mismo eres tú, Juanito, tú. Te acuerdas de papá, ¿no? Pues a mí me está empezando a pasar igual que a él, que estoy hasta los cojones de tu tonito, pero hasta los cojones, ¿me oyes? El Canario respetaba a Parra porque no se acostaba con su madre, y durante una temporada se tomó lo del gimnasio medianamente en serio, aunque no quiso dejar de fumar, ni de beber cerveza, y dejaba de correr a cambio cuando se cansaba, cinco o seis kilómetros antes de lo que hubiera debido. Y sin embargo, ganó su primer combate. Luego perdió tres, ganó otros dos, volvió a perder tres veces seguidas y lo dejó, pero aquella renta resultó más que suficiente para cimentar una leyenda. ¡Ojo con éste, que está federado!, solía repetir el Orejas, un chico delgado y flaco, con gafas, que se precipitaba a asumir el papel de lugarteniente cada vez que el Canario se enfadaba. Y el avisado salía corriendo, pero no sin escuchar antes la

sentencia que el pandillero más duro de Villaverde Alto haría famosa en todos los barrios de este lado del río, no te cruces conmigo, chaval, no te cruces conmigo. Tamara se negó a salir del baño mientras sus amigos iban recogiendo sus abrigos, y sus bolsas de chucherías, y se despedían sin hacer preguntas, después de dirigir a sus padres unas miradas lo suficientemente expresivas como para que, en la mayoría de los casos, ellos tampoco preguntaran por la festejada. Juan, que había perdido la cuenta de las copas que había tomado ya, se puso otra antes de sentarse en el suelo del pasillo, al otro lado de la puerta del baño, para intentar hablar con ella. Antes se despidió de su hermana Trini, que se fue pitando con la excusa del baño y la cena de los niños, y cuando la vio marchar, pensó que él debería hacer lo mismo. Había quedado para cenar y nada le obligaba a permanecer allí, en casa de Damián, intentando razonar en balde con una niña histérica a la que ni siquiera estaba seguro de hacer ningún bien con su actitud conciliadora, condescendiente. Tamara se había convertido en una criatura insoportable, caprichosa, despótica, irritable, y era ya una consumada chantajista sentimental, aunque aún no sabía que todo eso le daba resultado porque sus víctimas eran conscientes de que estaba siempre sola, de que la muerte de su madre le había costado la sucesiva y fulminante deserción de su padre. Tendría que haberse marchado, haberse desentendido del drama exagerado de los mocos y las lágrimas, pero se quedó, habló durante mucho tiempo solo junto a una puerta cerrada, habló de los atascos, de los imprevistos, de los negocios inaplazables de los adultos, de las cosas que se complican sin que uno quiera, de lo que significa querer a alguien. A las diez menos cuarto, Paquita le dijo que no le quedaba más remedio que marcharse, y Tamara no había querido contestarle todavía. Se puso otra copa, se la bebió, se comió un sándwich de atún, un puñado de panchitos, y tuvo tiempo de volver a rellenar el vaso antes de que la niña accediera a abrir la puerta y enseñarle una cara deformada por el llanto. Tendría que haberse marchado, haberse desentendido de todo, nada le retenía allí, ni su voluntad, ni su deseo, ni su obligación, nada.

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