Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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– Esperen -exclama el empleado-. Puede que tengamos una…

Cierro la puerta de golpe al salir.

El hotel que hay tres portales más abajo no tiene tantos miramientos, aunque el empleado me desagrada tanto como el anterior. Se muere de ganas de saber qué ha pasado. Sus ojos nos recorren de arriba abajo, brillantes, curiosos, obscenos. Sé lo que pensaría si el ojo morado de Marlena fuera la única lesión a la vista, pero como yo tengo mucho peor aspecto que ella, la historia no está tan clara.

– Habitación 2B -dice balanceando una llave delante de sí sin dejar de observarnos fijamente-. Suban las escaleras y a la derecha. Al final del pasillo.

Sigo a Marlena contemplando sus sinuosas pantorrillas escaleras arriba.

Lucha con la llave un minuto y luego se retira a un lado dejándola metida en la cerradura.

– No puedo abrir. ¿Puedes intentarlo tú?

La remuevo en la cerradura. Tras unos segundos, el cerrojo se desliza. Empujo la puerta y me echo a un lado para dejar pasar a Marlena. Tira el sombrero sobre la cama y va hacia la ventana, que está abierta. Una ráfaga de viento infla la cortina, empujándola primero al interior de la habitación, y luego aspirándola de nuevo contra la mosquitera de la ventana.

La habitación es sencilla pero correcta. El papel pintado y las cortinas son de flores y el cubrecama, de chenilla. La puerta del cuarto de baño está abierta. Es muy grande, y la bañera tiene patas con garras de animal.

Suelto la maleta y me quedo de pie, incómodo. Marlena me da la espalda. Tiene un corte en el cuello, donde se le clavó el cierre del collar.

– ¿Necesitas algo más? -pregunto dando vueltas al sombrero en las manos.

– No, gracias -contesta ella.

La miro un rato más. Tengo ganas de cruzar la habitación y estrecharla entre mis brazos, pero en vez de hacerlo me voy, cerrando la puerta suavemente al salir.

Como no se me ocurre nada mejor, voy a la carpa de las fieras a hacer lo de siempre. Corto, mezclo y peso comida. Reviso un diente infectado del yak y le agarro la mano a Bobo para que me acompañe mientras visito al resto de los animales.

Ya he llegado hasta la limpieza del estiércol cuando Diamond Joe aparece detrás de mí.

– Tío Al quiere verte.

Me quedo mirándole un instante; luego dejo la pala en la paja.

Tío Al está en el coche restaurante, sentado delante de un plato con un filete y patatas fritas. Fuma un puro y hace aros de humo. Su séquito está detrás, de pie, con caras serias.

Me quito el sombrero.

– ¿Querías verme?

– Ah, Jacob -dice inclinándose hacia delante-. Me alegro de verte. ¿Ya has colocado a Marlena?

– Está en una habitación, si es a eso a lo que te refieres.

– En parte sí.

– Entonces no estoy seguro de lo que quieres decir.

Se queda en silencio un instante. Luego deja el puro y junta las manos formando un campanario con los dedos.

– Es muy sencillo. No me puedo permitir perder a ninguno de los dos.

– Ella no tiene intención de dejar el circo, que yo sepa.

– Y él tampoco. Intenta imaginar cómo pueden ser las cosas si los dos se quedan pero no vuelven a estar juntos. August está sencillamente destrozado por el dolor.

– Espero que no estés sugiriendo que vuelva con él.

Al sonríe y ladea la cabeza.

– Le ha pegado, Al. Le ha pegado.

Tío Al se frota la barbilla y medita.

– Bueno, sí. Eso no me preocupa demasiado, la verdad -señala la silla que tiene enfrente-. Siéntate.

Me acerco a la silla y me siento.

Tío Al inclina la cabeza a un lado y me examina.

– ¿O sea que había algo de verdad?

– ¿En qué?

Tamborilea con los dedos sobre la mesa y frunce los labios.

– ¿Marlena y tú estáis…? Mmmm, cómo lo diría…

– No.

– Mmmm -dice continuando con su examen-. Bien. No lo creía. Pero bien. En ese caso puedes ayudarme.

– ¿Qué? -digo.

– Yo me dedico a él y tú te dedicas a ella.

– No pienso hacerlo.

– Sí, tú estás en una situación incómoda. Eres amigo de los dos.

– No soy amigo de August.

Al suspira y adopta una expresión de inmensa paciencia.

– Tienes que comprender a August. Lo hace de vez en cuando. No es culpa suya -se inclina hacia delante, fijándose en mi cara-. Dios mío, creo que será mejor que llame a un médico para que te eche un vistazo.

– No necesito un médico. Y por supuesto que es culpa suya.

Me mira fijamente y vuelve a apoyarse en el respaldo de la silla.

– Está enfermo, Jacob.

No digo nada.

– Es un esnizofónico paragónico.

– ¡¿Es qué?!

– Esnizofónico paragónico -repite Tío Al.

– ¿Quieres decir «esquizofrénico paranoico»?

– Eso. Como se diga. Pero la cuestión es que está como una cabra. Claro que también es genial, así que intentamos obviarlo. Naturalmente, para Marlena es más difícil que para los demás. Por eso tenemos que darle todo nuestro apoyo.

Sacudo la cabeza pasmado.

– ¿Alguna vez escuchas lo que dices?

– No puedo perder a ninguno de los dos. Y si no vuelven a estar juntos, August va a ser imposible de controlar.

– Le pegó -repito.

– Sí, lo sé; es muy desagradable. Pero es su marido, ¿no?

Me pongo el sombrero en la cabeza y me levanto.

– ¿Adónde crees que vas?

– Vuelvo al trabajo -digo-. No me voy a quedar aquí sentado oyéndote decir que August puede pegarle porque es su mujer. O que no es culpa suya porque está loco. Si está loco, con más motivo tendría Marlena que alejarse de él.

– Si quieres seguir teniendo un trabajo al que volver, será mejor que te sientes otra vez.

– ¿Sabes una cosa? Me importa un pito tu trabajo -digo dirigiéndome a la puerta-. Hasta la vista. Ojalá pudiera decir que ha sido un placer.

– ¿Y qué va a ser de tu amiguito?

Me quedo congelado con la mano en el picaporte.

– Ese mierdecilla del perro -dice como reflexionando-. Y ese otro también… esto, ¿cómo se llama? -chasca los dedos e intenta recordar el nombre.

Me giro muy lentamente. Sé por dónde va.

– Ya sabes a quién me refiero. Ese tullido inútil que lleva semanas comiéndose mi comida y ocupando un espacio en mi tren sin dar un palo al agua. ¿Qué va a ser de él?

Le miro con la cara encendida por el odio.

– ¿De verdad creías que podías tener un refugiado escondido sin que yo me enterara? ¿Sin que é l se enterara? -su expresión es rígida, sus ojos fríos.

De repente se suaviza. Sonríe con afecto. Levanta las manos con un gesto de súplica.

– Te has equivocado conmigo, ¿sabes? La gente de este circo es mi familia. Me importan sinceramente todos y cada uno de ellos. Pero lo que yo entiendo, y tú no pareces entender todavía, es que a veces un individuo tiene que sacrificarse por el bien de todos los demás. Y lo que necesita esta familia es que Marlena y August arreglen sus diferencias. ¿Nos entendemos?

Miro sus ojos brillantes y pienso en lo mucho que me gustaría hundir un hacha entre ellos.

– Sí, señor -digo por fin-. Creo que nos entendemos.

Rosie apoya un pie en un cubo mientras le limo las uñas. Tiene cinco en cada pie, como un humano. Estoy arreglándole uno de los delanteros cuando de repente noto que ha cesado toda la actividad en la carpa de las fieras. Los trabajadores están paralizados, mirando hacia la entrada con los ojos muy abiertos.

Levanto los ojos. August se acerca y se planta frente a mí. El cabello le cae sobre la cara y se lo echa para atrás con una mano inflamada. Tiene el labio superior de un azul purpúreo y agrietado como una salchicha asada. La nariz, aplastada y torcida hacia un lado, está manchada de sangre. Sostiene un cigarrillo encendido.

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