Sara Gruen - Agua para elefantes

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Todos hemos querido cambiar de vida, todos hemos querido huir alguna vez.
Cuando el joven Jacob pierde todo, su familia y su futuro, y el mundo entero parece al borde del abismo en los difíciles años treinta, se aventura en un circo ambulante para trabajar como veterinario. Transcurren años de penuria y crueldad, pero también de ensueño y plenitud, pues Jacob encuentra en el deslumbrante espectáculo de los hermanos Banzini la amistad, al amor de su vida y a la traviesa elefanta Rosie.
Han transcurrido ya muchos años, pero Jacob no se resigna a la postración que el destino le depara. Con renovada valentía nos revelará un secreto impactante y decidirá emprender nuevas andanzas, cueste lo que cueste.
Sara Gruen, con un estilo apasionado y vibrante, ha escrito una novela aclamada por millones de libreros y lectores. Romance, lucha, asesinato, tragedia y humor integran el cartel de esta gran función que conmueve y asombra por igual.

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– No, pero quiero ponerme la camisa buena. Y la pajarita.

– ¡La pajarita! -exclama echando la cabeza para atrás y riendo.

– Sí, la pajarita.

– Madre mía, madre mía. Qué gracia tiene usted -dice ella yendo hacia el armario.

Para cuando regresa he conseguido soltarme tres botones de la camisa que llevo. No está nada mal para mis dedos torcidos. Estoy muy orgulloso de mí. Cerebro y cuerpo trabajando al unísono.

Mientras Rosemary me ayuda a quitarme la camisa observo mi figura descarnada. Se me ven las costillas, y los pocos pelos que me quedan en el pecho son blancos. Me recuerdo a un galgo, todo tendones y con la caja torácica escuálida. Rosemary me mete los brazos por las mangas de la camisa buena y, unos minutos después, se inclina sobre mí y tira de las puntas de la pajarita. Retrocede, inclina la cabeza v hace un último ajuste.

– En fin, reconozco que la pajarita ha sido una buena elección -dice con un gesto de aprobación. Su voz es profunda y melosa, lírica. Podría escucharla todo el día-. ¿Quiere echarse un vistazo?

– ¿Ha quedado recta? -pregunto.

– ¡Por supuesto que sí!

– Entonces no quiero verme. No me llevo muy bien con los espejos en estos tiempos -refunfuño.

– Pues yo creo que está muy guapo -dice ella poniéndose las manos en las caderas y examinándome.

– Bah, pchsss -digo agitando un dedo huesudo frente a ella.

Ella ríe de nuevo y ese sonido es como el vino: me calienta las venas.

– Entonces, ¿quiere esperar a su familia aquí o prefiere que le lleve al vestíbulo?

– ¿A qué hora empieza la función?

– A las tres -dice-. Ahora son las dos.

– Voy a esperar en el vestíbulo. Quiero que nos vayamos en cuanto lleguen.

Rosemary espera paciente a que sitúe mi cuerpo desvencijado en la silla de ruedas. Mientras ella me empuja camino del vestíbulo, yo cruzo las manos sobre las piernas y jugueteo con ellas nerviosamente.

El vestíbulo está lleno de otros ancianos en sillas de ruedas, alineados frente a los taburetes dispuestos para las visitas. Rosemary me aparca al fondo, al lado de Ipphy Bailey.

Ésta está encorvada, con su chepa que la obliga a mirarse permanentemente el regazo. Tiene el pelo crespo y blanco y alguien -es evidente que no ha sido Ipphy- se lo ha peinado para tapar cuidadosamente las calvas. De repente se vuelve hacia mí. La cara se le ilumina.

– ¡Morty! -grita alargando una mano esquelética y agarrándome la muñeca-. ¡Oh, Morty, has vuelto!

Retiro el brazo rápidamente, pero su mano no se despega de él. Cuando intento alejarme, ella tira con fuerza de mí.

– ¡Enfermera! -grito haciendo un esfuerzo por liberarme-. ¡Enfermera!

Unos segundos más tarde, alguien me separa de Ipphy, que está convencida de que soy su difunto marido. Más aún, está convencida de que ya no la quiero. Se inclina sobre el brazo de su silla de ruedas y llora, agitando las manos en un desesperado intento de alcanzarme. La enfermera con cara de caballo me hace retroceder, me separa un trecho y coloca mi andador entre los dos.

– ¡Oh, Morty, Morty! ¡No seas así! -gime Ipphy-. Ya sabes que no significó nada. No fue nada… Una lamentable equivocación. ¡Oh, Morty! ¿Es que ya no me amas?

Me froto la muñeca, exasperado. ¿Por qué no tendrán un pabellón especial para la gente así? Esa vieja chocha está claramente perturbada. Podría haberme hecho daño. Claro que si tuvieran un pabellón especial, lo más probable es que yo acabara también en él después de lo que ha pasado esta mañana. Me enderezo en la silla y se me ocurre una idea. Puede que haya sido la medicación nueva la que ha ocasionado el delirio… Ah, se lo tengo que preguntar a Rosemary. O puede que no. Esa idea me ha animado y decido agarrarme a eso. Tengo que proteger mis pequeñas parcelas de felicidad.

Pasan los minutos y los ancianos van desapareciendo hasta que la fila de sillas de ruedas parece la sonrisa desdentada de una calabaza de Halloween. Va llegando una familia tras otra, todas a recoger a un decrépito ancestro, entre salutaciones de muchos decibelios. Cuerpos fuertes se inclinan sobre cuerpos débiles; plantan besos en las mejillas. Sueltan los frenos y, uno por uno, los ancianos salen por las puertas correderas rodeados de familiares.

Cuando llega la familia de Ipphy, demuestran con grandes aspavientos lo contentos que están de verla. Ella les mira a la cara, con los ojos y la boca abiertos, aturdida pero encantada.

Ya sólo quedamos seis, y nos miramos unos a otros recelosos. Cada vez que se abren las puertas correderas, las caras de todos se giran y una de ellas se ilumina. Y así sigue hasta que soy el único que queda.

Miro el reloj de pared. Las tres menos cuarto. ¡Maldita sea! Si no se presentan enseguida me perderé la Gran Parada. Me remuevo en la silla, sintiéndome como un viejo quejica. ¡Qué demonios!, soy viejo y quejica, pero tengo que intentar no perder los estribos cuando lleguen. Lo que tengo que hacer es salir corriendo y dejarles claro que no hay tiempo para cortesías. Me pueden contar lo del ascenso de uno y las vacaciones del otro después del espectáculo.

La cabeza de Rosemary se asoma por la puerta. Mira para los dos lados, constatando que soy el único que queda en el vestíbulo. Se mete detrás del puesto de las enfermeras y deja su carpeta sobre el mostrador. Luego viene y se sienta a mi lado.

– ¿Todavía no han dado señales de vida sus familiares, señor Jankowski?

– ¡No! -grito-. Y si no vienen pronto no tendrá mucho sentido que vengan. Estoy seguro de que ya se habrán vendido las mejores entradas y me voy a perder la Parada -me giro hacia el reloj, desdichado, quejoso-. ¿Qué les habrá retrasado? Siempre están aquí a esta hora.

Rosemary consulta su reloj de pulsera. Es de oro, con eslabones elásticos, y parece que le pellizca la piel. Yo siempre llevé el reloj flojo, cuando lo llevaba.

– ¿Sabe quién va a venir hoy? -pregunta.

– No. Nunca lo sé. Y la verdad es que no me importa, mientras lleguen a la hora.

– Bueno, espere a ver qué puedo averiguar.

Se levanta y va al mostrador del puesto de enfermeras.

Estudio a cada persona que pasa por la acera, al otro lado de las puertas correderas de cristal, buscando un rostro familiar. Pero, una tras otra, pasan como una exhalación. Miro a Rosemary, que está de pie detrás del mostrador hablando por teléfono. Me mira, cuelga y hace otra llamada.

Ahora, el reloj marca las dos y cincuenta y tres. Sólo faltan siete minutos para que empiece la función. Tengo la presión sanguínea tan alta que todo el cuerpo me zumba como las luces fluorescentes que hay sobre mi cabeza.

He desterrado por completo la idea de no perder la calma. Quienquiera que sea el que aparezca se va a llevar una buena bronca, eso seguro. La mitad de los loros y las cotorras de este sitio habrán visto el espectáculo entero, incluida la Parada, y eso no es justo. Si hay alguien en este lugar que debería estar viéndolo, ése soy yo. Ah, verás cuando llegue quien sea. Si es uno de mis hijos, voy a ponerle a caldo. Si es alguno de los otros, bueno, entonces esperaré a que…

– Lo siento, señor Jankowski.

– ¿Eh? -levanto la mirada sorprendido. Rosemary ha vuelto y se ha sentado a mi lado. Con el susto, no lo había notado.

– Han perdido la cuenta de a quién le tocaba.

– Bueno, ¿y qué han decidido? ¿Cuánto van a tardar en llegar?

Rosemary hace una pausa. Aprieta los labios y toma mi mano entre las suyas. Es la expresión que pone la gente cuando va a dar una mala noticia, y la adrenalina se me dispara de antemano.

– No van a poder venir -dice-. Se supone que le tocaba a su hijo Simon. Cuando le he llamado se ha acordado, pero ya había hecho otros planes. Y no me han contestado en los otros números.

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