– Al parecer, a Jacob la cena no le ha parecido suficiente -dice August en un tono solemne.
Mi cucharilla se detiene a medio camino.
Luego, Marlena y él explotan en un ataque de risa. Yo dejo la cucharilla, avergonzado.
– No, no, muchacho, es una broma… evidentemente -ríe mientras se inclina para darme una palmada en la mano-. Come. Disfruta. Toma, sírvete un poco más -dice.
– No. No puedo más.
– Bueno, pues bebe un poco más de vino -dice volviendo a llenar mi copa sin esperar respuesta.
August se muestra generoso, encantador y malicioso, tanto que, a medida que transcurre la velada, empiezo a pensar que el incidente con Rex no ha sido más que una broma que se le ha ido de las manos. Su rostro se ilumina con el vino y el sentimiento cuando me relata la historia de cómo conquistó a Marlena. Cómo él, tres años antes, percibió el poderoso influjo que Marlena ejercía sobre los caballos nada más entrar ella en la carpa de las fieras, y lo captó a través de los propios caballos. Y cómo, para gran desasosiego de Tío Al, se negó a hacer nada hasta que hubiera conseguido enamorarla y casarse con ella.
– Me costó un poco de trabajo -dice August vaciando los restos de una botella de champán en mi copa y yendo a por otra-. Marlena no es cosa fácil, aparte de que en aquel momento estaba prácticamente prometida. Pero esto es mucho mejor que ser la mujer de un banquero regordete, ¿verdad, cariño? Sin lugar a dudas, había nacido para esto. No todo el mundo puede trabajar con caballos en libertad. Es un don de Dios, un sexto sentido, si lo prefieres. Esta chica habla el idioma de los caballos y, créeme, ellos la escuchan.
Cuatro horas y seis botellas después, August y Marlena bailan al ritmo de Maybe It's the Moon mientras yo me relajo en un sillón tapizado, con la pierna derecha echada por encima de su brazo. August hace girar a Marlena y la detiene al final de su brazo estirado. Se tambalea y tiene el pelo revuelto. Su pajarita cae a ambos lados del cuello y lleva los primeros botones de la camisa desabrochados. Mira a Marlena con tal intensidad que parece otro hombre.
– ¿Qué te pasa? -pregunta ella-. ¿Auggie? ¿Te encuentras bien?
Él sigue mirándola a la cara con la cabeza inclinada, como si la estuviera analizando. Las comisuras de sus labios se curvan. Empieza a asentir con la cabeza, lentamente, sin apenas moverla.
Marlena abre mucho los ojos. Intenta retroceder, pero él la agarra de la barbilla con fuerza.
Me incorporo en el sillón, repentinamente alerta.
August la mira unos instantes más con los ojos brillantes y acerados. Luego su expresión vuelve a transformarse, y por un momento se pone tan sentimental que creo que va a echarse a llorar. La acerca hacia él por la barbilla y la besa en los labios. Después se marcha a la habitación y se desploma boca abajo en la cama.
– Perdóname un momento -dice Marlena.
Entra en el dormitorio y le hace rodar hasta que queda en medio de la cama. Le quita los zapatos y los deja caer al suelo. Luego sale, corre las cortinas de terciopelo e inmediatamente cambia de idea. Las vuelve a abrir, apaga la radio y se sienta enfrente de mí.
Un ronquido de proporciones mayestáticas resuena en el dormitorio.
La cabeza me da vueltas. Estoy completamente borracho.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -pregunto.
– ¿Qué? -Marlena se quita los zapatos, cruza las piernas y se inclina para frotarse el empeine del pie. Los dedos de August le han dejado unas marcas rojas en la barbilla.
– Eso -le espeto-. Lo que acaba de pasar. Cuando estabais bailando.
Levanta la mirada con dureza. Su rostro se contrae, y por un momento creo que va a llorar. Luego se gira hacia la ventana y se lleva un dedo a los labios. Permanece en silencio durante casi medio minuto.
– Hay que entender una cosa de Auggie -dice-, y no sé exactamente cómo explicarla.
Me inclino hacia ella.
– Inténtalo.
– Es… voluble. Puede ser el hombre más encantador del mundo. Como esta noche.
Espero a que continúe.
– ¿Y…?
Se recuesta en el sillón.
– Y, bueno, tiene… sus momentos. Como hoy.
– ¿Qué ha pasado hoy?
– Casi te ha dado de comer a una fiera.
– Ah. Eso. No puedo decir que me encantara, pero no corrí ningún peligro. Rex no tiene dientes.
– No, pero pesa ciento ochenta kilos y tiene zarpas-dice con calma.
Dejo la copa de vino en la mesa mientras asimilo la gravedad de lo que acaba de decir. Marlena hace una pausa y luego levanta los ojos para buscar los míos.
– Jankowski es un nombre polaco, ¿verdad?
– Sí, claro.
– A los polacos no les suelen caer bien los judíos, por lo general.
– No sabía que August fuera judío.
– ¿Con un apellido como Rosenbluth? -dice. Baja la mirada a los dedos, que se retuercen en el regazo-. Mi familia es católica. Me desheredaron cuando lo supieron.
– Siento oír eso. Aunque no me sorprende.
Me mira con dureza.
– No quería decir eso -añado-. Yo no… pienso así.
Un incómodo silencio se extiende entre nosotros.
– ¿Y por qué estoy aquí? -pregunto por fin. Mi cerebro borracho no es capaz de procesar todo esto.
– Yo quería suavizar las cosas.
– ¿Tú? ¿El no quería que viniera?
– Sí, por supuesto que sí. August también quería arreglar las cosas contigo, pero a él le cuesta más. No puede evitar tener esos momentos. Y se avergüenza. Lo mejor que puede hacer es fingir que no han existido -sorbe y se vuelve hacia mí con una sonrisa tensa-. Y lo hemos pasado muy bien, ¿verdad?
– Sí. La cena ha sido magnífica. Muchas gracias.
Otra vez el silencio nos envuelve y entonces se me ocurre que, a menos que quiera saltar de un vagón a otro borracho y en la más absoluta oscuridad, debería dormir donde me encuentro.
– Por favor, Jacob -dice Marlena-. Tengo mucho interés en que las cosas vayan bien entre nosotros. August está sencillamente encantado de que estés aquí. Y Tío Al, lo mismo.
– ¿Y eso a qué se debe, exactamente?
– A Tío Al le pesaba no tener veterinario, y de repente, como caído del cielo, apareces tú, y nada menos que de una universidad de la Ivy League.
Me quedo mirándola fijamente, intentando comprender.
– Ringling tiene veterinario -continúa Marlena-, y a Tío Al le encanta ser como Ringling.
– Creía que odiaba a Ringling.
– Cariño, quiere ser Ringling.
Echo la cabeza para atrás y cierro los ojos, pero la consecuencia inmediata es un mareo atroz, así que vuelvo a abrirlos e intento concentrarme en los pies que cuelgan del borde de la cama.
Cuando despierto, el tren está quieto; ¿es posible que no me hayan despertado los chirridos de los frenos? El sol entra por las ventanas y me baña en su luz, y el cerebro golpea contra las paredes de mi cráneo. Los ojos me duelen y la boca me sabe como una cloaca.
Me pongo de pie, vacilante, y entro en el dormitorio. August está pegado a Marlena, con un brazo sobre ella. Están tumbados encima de la colcha, todavía completamente vestidos.
Cuando salgo del vagón 48 vestido de esmoquin y mi otra ropa debajo del brazo, atraigo algunas miradas de extrañeza. En esta parte del tren, en la que la mayoría de los testigos son artistas, recibo miradas de glacial regocijo. A medida que me voy acercando a los coches de los trabajadores, las miradas son más severas, más suspicaces.
Subo con cuidado al vagón de los caballos y abro la puerta deslizante de la habitación.
Kinko está sentado en el borde de su camastro con una revista pornográfica en una mano y el pene en la otra. Se para a medio camino, la cabeza púrpura y brillante sobresaliendo de su puño. Hay un instante de silencio al que sigue el zumbido de una botella vacía de Coca-Cola que vuela hacia mi cabeza. Me agacho.
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