Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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En el atracadero 126 hay un barco de vela. No me encuentro con nadie en el camino. Todos los ruidos de máquinas han desaparecido detrás de mí. Todo está en silencio.

Han levantado una tabla con un buzón blanco sobre el muelle. Encima del buzón han clavado un gran letrero que todavía está cubierto de plástico blanco.

En el espejo de popa pone, con letras doradas, que el barco se llama La Aurora Boreal . Su mascarón de proa está tallado con la forma de un hombre que sostiene una antorcha. El barco tiene un casco negro y lustroso de, por lo menos, treinta metros, mástiles que se pierden en el cielo y que te dan la sensación de estar ante una iglesia y un olor a brea y a serrín. Alguien se ha gastado, hace poco, una fortuna en arreglarlo.

Subo a bordo por una pasarela alfombrada y una barandilla con pomos de bronce pulidos. Toda la cubierta está ocupada por grandes cajas de madera, cerradas y marcadas con «frágil», y por pilas de tablones y cubos de pintura. Todos los cubos están adujados cuidadosamente, toda la madera tiene un profundo lustre oscuro, resultado de una decena de capas de barniz caro para embarcaciones. El esmalte blanco reluce como el cristal. El aire vibra con el olor de pasta para pulir, de epoxi de dos componentes y de estopa. Salvo esta vibración, el barco está aparentemente muerto.

Un estrecho pasillo entre las cajas conduce a una puerta lacada de doble hoja que no está cerrada con llave. Detrás de la puerta hay una escalera, que desciende hacia la oscuridad.

Al final de la escalera hay un hombre. Está apoyado en una lanza y no se mueve. Ni tan siquiera cuando paso a su lado.

La estancia debe de tener varios tragaluces que todavía siguen tapados. Pero de los bordes de la cobertura caen estrechas bandas de luz blanca. Las superficies como para que pueda apreciar que estoy en un salón. Todos los tabiques transversales han sido tirados para crear un espacio de unos veinticinco metros de largo y tan ancho como el barco.

A pesar de la escasa luz, puedo descubrir que el hombre que tengo delante es esquimal. La lanza en la que se apoya es, en realidad, un arpón. Con la mano izquierda, sostiene su palo para cazar pájaros. Sólo está medio vestido, en kamiks de caña alta y ropa interior de piel de pájaro. No es mucho más alto que yo. Le golpeo la mejilla. Está moldeado en fibra de vidrio y, después, pintado con mucha habilidad. Su rostro transmite una cierta presencia.

– Parece que estuviera vivo, ¿verdad?

La voz proviene de algún lugar detrás de una mampara. De camino hacia ella, tengo que sortear un kayac, todavía por desenvolver, y una vitrina tumbada, que parece un acuario vaciado de una capacidad de tres mil litros. La mampara es de piel y está tensada entre dos barbas de ballena. Detrás hay un escritorio. Al otro lado del escritorio hay un hombre sentado. Se levanta y le cojo la mano que me extiende. Se parece al muñeco de una manera sorprendente. Pero tiene treinta años más. Su pelo es fuerte, aunque cano, y está cortado a la romana. Su origen es como el mío. De alguna manera, groenlandés.

– ¿El director del museo?

– Soy yo.

Su danés carece de acento. Alarga la mano.

– Estamos montando una exposición. Cuesta una fortuna.

Deposito la cinta delante de él. La palpa delicadamente.

– Estoy intentando identificar al hombre que habla en la cinta. He llegado hasta aquí a través del Instituto Esquimal.

Sonríe satisfecho.

– Las recomendaciones orales constituyen la mejor publicidad. Y la más barata. ¿Sabe lo que cuesta poner un anuncio?

– Sólo conozco los anuncios de contactos.

– ¿Son muy caros?

Está francamente interesado. No vale la pena derrochar el sentido del humor con él.

– Mucho.

Asiente con la cabeza.

– Es terrible. Te despluman. Los diarios, Hacienda, las autoridades aduaneras…

Me parece haberlo visto antes. Es una sensación que me dan, cada vez con mayor frecuencia, los rostros y los lugares. No sé si se debe al desgaste prematuro de la maquinaria mental o a que, a estas alturas, ya he visto tanto que el mundo empieza a repetirse a sí mismo.

Tiene un magnetófono plano y cuadrado de color negro mate encima de la mesa. Introduce la cinta. El sonido sale de unos altavoces lejanos, situados en los extremos de la sala. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la penumbra, percibo cómo se arquean las paredes siguiendo el costado de la embarcación.

Escucha la cinta durante medio minuto con la cara apoyada entre las manos. Entonces detiene la cinta.

– Tiene unos cuarenta y tantos años. Se crió cerca de Angmagssalik. Ha recibido formación escolar durante muy poco tiempo. Sobre el fundamento groenlandés oriental hay huellas de dialectos norteños. Sin embargo, allí arriba están cambiando de lugar constantemente y resulta difícil determinar el dialecto exacto. Seguramente no ha estado fuera de Groenlandia durante largos períodos.

Me observa con unos ojos grises claros, casi lechosos, con la expresión de esperar algo. De repente sé lo que espera. El aplauso tras el primer acto.

– Imponente -digo-. ¿Puede añadir algo más?

– Está describiendo un viaje. Por el hielo. En trineos. Probablemente se trate de un cazador porque utiliza una serie de términos técnicos, como por ejemplo anut para denominar los tiros para los perros. Puede que le esté hablando a un europeo. Utiliza nombres ingleses cuando habla de diversos lugares. Y hay varias cosas que piensa que debe repetir.

Ha escuchado la cinta muy poco tiempo. Estoy considerando si no estará tomándome el pelo.

– Desconfía de mí -me dice fríamente.

– Sólo me sorprende que puedan sacarse tantas conclusiones de tan poco.

– El lenguaje es una holografía.

Lo pronuncia lentamente y con mucho énfasis.

– En cualquiera de las enunciaciones de un ser humano se halla la suma de su pasado lingüístico. Por ejemplo, usted misma… Tiene treinta y tantos años. Se crió en Tule o al norte de Tule. Uno o ambos padres son inuits . Llegó a Dinamarca después de haber asimilado toda la base idiomática groenlandesa, pero antes de perder el talento instintivo del niño para aprender un idioma extranjero a la perfección. Digamos que tenía entre siete y once años. Posteriormente, se vuelve más complicado. Hay rasgos de diversas influencias sociolingüísticas. Quizás haya vivido o estudiado en los suburbios al norte de la ciudad, Gentofte o Charlottenlund. También hay algo propiamente norselandés. Y, curiosamente, también un cierto viso posterior de groenlandés occidental.

No hago ni el menor intento para esconder mi admiración.

– Es correcto -digo-. A grandes rasgos, es correcto.

Enteramente satisfecho, hace chasquidos con la boca.

– ¿Existe alguna posibilidad de llegar a conocer el lugar en el que se desarrolla la conversación?

– ¿De verdad no lo sabe?

Lo vuelvo a percibir. Su obcecado amor propio y su triunfante complacencia en su sabiduría.

Rebobina la cinta. No mira el magnetófono mientras lo maneja. Me deja escucharla durante quizás unos diez segundos.

– ¿Qué es lo que oye?

Sólo oigo la voz incomprensible.

– Detrás de la voz. Otro sonido.

Volvemos a escuchar la secuencia. Entonces reparo en ello. Un débil ruido de motores creciente, como un generador que se pone en marcha y que vuelve a detenerse.

– Un avión de hélices -dice-. Un avión grande de hélices.

Vuelve a rebobinar. Vuelve a poner la secuencia de antes. Una secuencia corta, con un ruido sordo de platos, entrechocando entre sí.

– Una sala grande. De techos bajos. Están poniendo la mesa. Una especie de restaurante.

Veo en su cara que conoce la respuesta. Pero disfruta, sacándola lentamente del sombrero de copa.

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