Son las siete de la mañana. Me dirijo al puerto, al hielo.
El hielo del puerto de Copenhague no es un lugar recomendable para enviar a tus hijos a jugar, ni tan siquiera con una helada como ésta. Yo misma debo ser prudente cuando me paseo sobre él.
A unos cuarenta metros del muelle, me detengo. Aquí, la superficie es un poco más oscura. Un paso más y rompería el hielo. Estoy de pie, paseándome arriba y abajo. El hielo del mar es poroso y elástico. El agua penetra a través de él y crea dos espejos alrededor de mis botas que reflejan las luces dispersas en la oscuridad.
Hay un hombre en el malecón. Su silueta negra destaca contra los muros blancos de los edificios. El miedo se presenta como una nota vibrante. El peligro de muerte de las focas cuando yacen tendidas sobre el hielo. Tan sensible, tan visible, tan inmóvil. Entonces la nota se extingue. Es el mecánico, inclinado, cuadrado, como una roca. No lo he visto durante los últimos dos días. Quizá lo haya evitado.
Estamos tan acostumbrados a ver la ciudad desde unos ángulos determinados que, desde aquí, aparece como una capital extraña, nunca vista. Como Venecia. O la Atlántida. Una ciudad que, vestida por la nieve y la noche, podría ser de mármol. Vuelvo al malecón.
Podría ser cualquier otra persona. Yo misma podría ser otra. Podríamos haber sido jóvenes amantes. En vez de un tartamudo disléxico y una arpía amargada que se cuentan medias verdades y avanzan juntos por un camino un tanto incierto.
Cuando llego hasta donde está él, me coge por los hombros.
– ¡Es peligrosísimo!
Si no estuviera segura de lo contrario, juraría que su voz es casi implorante.
Me lo quito de encima.
– Mantengo una buena relación con el hielo.
Cuando disolvimos el Consejo de Jóvenes Groenlandeses con el fin de fundar el IA y teníamos que definimos por contraposición a los socialdemócratas del partido Siumut y los reaccionarios groenlandeses del partido Atassut, acudimos a El capital de Carlos Marx. Se convirtió en un libro que llegué a apreciar mucho. Por su compasión temblorosa y femenina y su indignación tan poderosa. No conozco ningún otro libro que contenga una fe tan fuerte en lo lejos que se puede llegar, si se tiene la suficiente voluntad de cambio.
Desgraciadamente, yo misma no estoy tan segura. Me han dado mucho y he deseado bastantes cosas. Pero, en realidad, he acabado por no tener nada, y por desconocer lo que verdaderamente deseo en la vida. He recibido el fundamento de una carrera. He viajado. De vez en cuando, creo que he hecho lo que me ha apetecido hacer. Sin embargo, he sido guiada. Una mano invisible me ha tenido siempre cogida por la nuca y, cada vez que pensaba que estaba dando un paso decisivo hacia la luz, ésta me ha oprimido todavía más, hundiéndome en las alcantarillas que corren bajo un paisaje que nunca sé cómo es. Como si ya se hubiera decidido que debo tragar tantos metros cúbicos de aguas residuales para que me concedan mi respiradero.
Por regla general, nado contra corriente. Pero algunas mañanas, como la de hoy, tengo suficiente fuerza como para rendirme. Ahora que junto con el mecánico me dejo arrastrar por la corriente, me siento extraña, inexplicablemente, feliz.
Se me ocurre la idea de que podríamos desayunar juntos. No sé cuánto tiempo hace de mi último desayuno compartido. Ha sido mi propia elección. Estoy muy sensible por las mañanas. Me gusta pintarme con el lápiz de ojos y beberme un vaso de zumo antes de verme obligada a ser sociable. Pero la mañana se ha arreglado por sí sola. Nos hemos encontrado y, ahora, caminamos uno al lado del otro. Estoy a punto de sugerirlo.
De repente, me encuentro flotando en el aire.
Me ha levantado del suelo y me ha llevado hasta los columpios. Creo que es una broma y voy a decir algo, pero noto lo que él ha presentido y me callo. La escalera está oscura en todos los pisos. Sin embargo, se está abriendo una puerta. Deja escapar una luz amarillenta a la oscuridad. Y tras ella dos siluetas. Juliana y un hombre. Él le está hablando. Ella se tambalea. Las palabras que le dirige caen como golpes. Ella se pone de rodillas. Entonces se cierra la puerta. El hombre baja por la escalera exterior.
Los amigos de Juliana no la abandonan a las siete de la mañana. A esa hora, todavía no han llegado a casa. Y si se van, no lo hacen con la ágil presteza de este hombre. Suelen arrastrarse hasta el ascensor.
Estamos ocultos tras los columpios. No puede vernos. Lleva un abrigo largo de Burberry y un sombrero.
Cuando llegamos a la fachada que da a Christianshavn, el mecánico me da un ligero apretón en el brazo y yo continúo sola. Delante de mí, el sombrero se introduce en un coche. Cuando éste se despega del bordillo, el pequeño Morris se detiene a mi lado. Los asientos están tan fríos y son tan bajos que tengo que estirarme para poder ver a través del parabrisas. Lo cubre la escarcha y avanzamos con una visibilidad que sólo alcanza desde la figurita del radiador hasta las luces rojas de los faros traseros que nos preceden.
Cruzamos el puente. Torcemos a la derecha antes de llegar a la iglesia de Holmen, pasamos por delante del Banco Nacional y atravesamos la plaza Kongs Nytorv. Puede que haya más tráfico, o puede que seamos los únicos. Es difícil saberlo a través de estos cristales.
El coche que hemos seguido aparca en Krinsen. Lo sobrepasamos y nos detenemos ante la embajada francesa. No mira hacia atrás.
Pasa por delante del Hotel d'Angleterre y dobla la esquina, bajando por Stroeget. Nos encontramos a veinticinco metros de él. Ahora empezamos a notar la presencia de más gente a nuestro alrededor. Se detiene ante un portal y entra.
Si hubiera estado sola, me hubiera quedado aquí. No necesito llegar hasta el portal para saber lo que pone en el letrero. Yo ya sé quién es el hombre al que hemos seguido, estoy tan segura de ello como si me hubiera mostrado su tarjeta. De estar sola, hubiera vuelto a casa paseando para reflexionar sobre lo ocurrido.
Pero hoy somos dos. Por primera vez en mucho tiempo somos dos.
Hace un momento él estaba a mi lado pero ahora ya ha llegado al portal y ha logrado meter una mano en el resquicio antes de que se cerrara la puerta.
Yo lo sigo. Cuando se juega a un juego de pareja, se llega, en algún momento, a un entendimiento mutuo en el que no se necesitan las palabras.
Entramos en un portal abovedado de techo blanco y bronces florentinos, con paneles de mármol, una suave luz amarilla y una puerta de cristal con pomos de latón. La bóveda conduce a un patio con arbustos de hoja perenne, pequeños árboles japoneses y una fuente. Todo cubierto por la nieve de las últimas dos semanas, que se ha derretido una sola vez y a la que ahora cubre una fina capa de hielo. Por algún lugar encima de nuestras cabezas aparece la luz del día, que desciende suavemente como el polvo.
En las escaleras encontramos un cable eléctrico en el suelo. Llega hasta la esquina. De allí proviene el ruido de un aspirador. Ante nosotros un carrito de ruedas. Con dos cubos, fregonas, cepillos y un par de rodillos para escurrir los trapos. El mecánico se hace con el carrito.
Se oyen pasos en el piso de arriba. Pasos mullidos, amortiguados por la alfombra azul, que, a lo ancho de la escalera, está sujetada por barras de latón. Nos envuelve un agradable olor. Un olor que conozco pero que, sin embargo, no sé identificar.
Nos encontramos en el segundo piso en el momento en que la puerta se cierra tras él. El mecánico camina con el carrito debajo del brazo, como si no llevara nada con él.
El bronce florentino y los entrepaños de color crema del portal se repiten en la escalera y en las puertas. Hay placas de latón en las puertas. La que observamos está sobre una ranura para el correo que es el doble de ancha que las demás. Así podrán entrar también los cheques mayores.
Читать дальше