Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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También era así con Isaías. Ocurría que, mientras le leía en voz alta algún libro o escuchábamos Pedro y el lobo , mi atención era captada por alguna otra cosa, mis pensamientos se me escapaban. Tras unos instantes, empezaba a carraspear. Un carraspeo amable, reconductor, significativo. Decía lo siguiente: «Smila, estás alejándote de mí en tus sueños».

Lo mismo sucede con la sopa. La tomo en un plato hondo. El mecánico se la bebe en un gran bol. Sabe a pescado. Al profundo océano Atlántico, a icebergs, a algas. El arroz trae recuerdos de los trópicos, de las hojas dobladas del bananero, de los mercados flotantes de especias en Birmania. Así puedo darle un poco de cuerda y dejar que la fantasía corra libremente.

Bebemos agua mineral. Él sabe que yo no bebo alcohol. No me ha preguntado el porqué. En realidad, nunca me ha preguntado nada. Salvo lo de hace un instante.

Aparta la cuchara.

– También está el barco -dice-. La maqueta en la habitación del Barón. Parecía muy caro.

Deposita un tríptico impreso sobre la mesa.

– La ca-caja que tenía en su habitación, aquella con la que se había construido una cueva, era el embalaje del barco. En ella encontré esto.

¿Por qué no lo había visto yo misma?

En la página frontal pone: «Museo Ártico. Barco a motor Johannes Thomsen de la Sociedad Criolita Danmark. Escala 1:50».

– ¿Dónde está el Museo Ártico? -pregunto.

No lo sabe.

– Pero la caja llevaba una dirección.

La ha recortado con un cuchillo. Seguramente para evitar faltas de ortografía. Ahora me la enseña.

– «Abogados Hammer y Ving.» Y una dirección en la calle del Este, cerca de Kongs Nytorv.

– Era el que recogía al Barón en coche.

– ¿Qué dice Juliana?

– Tiene tanto miedo que no para de temblar.

Prepara el café. Con dos tipos de grano, y el molinillo y el embudo y la máquina y el mismo esmero y cuidado sosegados de la última vez. Lo tomamos en silencio. Es Nochebuena. Para mí, el silencio suele ser mi aliado. Hoy me produce una ligera presión en los oídos.

– ¿Tenías árbol de Navidad cuando eras niño? -le pregunto.

Una pregunta de una superficialidad perdonable e inocente. Sin embargo, está hecha para saber quién es.

– Cada año. Ha-hasta que cumplí los quince. Entonces saltó el gato al árbol. Y le prendió fuego.

– ¿Qué hiciste tú entonces?

Al preguntárselo, me doy cuenta de que he supuesto que había hecho algo.

– Me quité la camisa y envolví al gato en ella. Eso ahogó el fuego.

Pienso en él sin camisa. A la luz de la lámpara. A la luz de las velas del árbol de Navidad. A la luz del gato ardiendo. Abandono el pensamiento. Vuelve a mí. Hay pensamientos que están impregnados de cola de pegar.

– Buenas noches -le digo, y me levanto.

Me acompaña hasta la puerta.

– Se-seguro que esta noche soñaré.

Hay algo rastrero en ese comentario. Examino su rostro atentamente para encontrar un indicio que me diga que se está burlando de mí, pero, sin embargo, está serio.

– Gracias por esta agradable velada -digo.

Uno de los síntomas de que necesitas reordenar tu vida aparece cuando te das cuenta de que el mobiliario del piso se ha ido deformando poco a poco, con muebles prestados, hace ya demasiado tiempo, y que ahora ya es demasiado tarde para devolverlos a su viejo dueño, y preferirías que te afeitaran la cabellera a enfrentarte con aquel hombre del saco a quien pertenecen legalmente los trastos.

Mi casete lleva grabado el nombre «Instituto Geodésico». Tiene altavoces incorporados y una distorsión del 70% y es tan duradero que hace que sea imposible encontrar una excusa para comprar uno nuevo.

Frente a mí, sobre la mesa, tengo la caja de puros de Isaías. He pesado las cosas, una detrás de la otra, en la mano. He buscado la punta de arpón en el libro de Birket-Smith, Los esquimales . Es una punta de la cultura Dorset. 700-900 años antes de Cristo. Según el libro, se han encontrado, como mínimo, unas cinco mil. En una extensión de la costa de unos tres mil kilómetros.

Saco la cinta de su funda. Es una Maxell XLI-S. Una cinta cara. Una cinta para aquellos que desean grabar música.

No hay música en la cinta. Hay un hombre que habla. Un groenlandés.

En Disko, en el 81, colaboré en el ensayo sobre la corrosión que provocaba la niebla marina en los mosquetones utilizados para asegurar las marchas de los glaciares. Simplemente los colgábamos de una cuerda y volvíamos tres meses después. Todavía parecían seguros. Ligeramente oxidados pero seguros. La fábrica señalaba cuatro mil kilos como la resistencia límite de tracción. Sin embargo, resultó que los podíamos romper simplemente rasgando un poco con una uña. Expuestos a un clima hostil, se habían descompuesto.

El lenguaje se pierde mediante un proceso de descomposición similar.

Cuando fuimos trasladados de la escuela del poblado a Qaanaaq, nos destinaron unos maestros que no sabían ni una sola palabra de groenlandés y que tampoco pensaban aprenderlo. Nos dijeron que, para aquellos de nosotros que destacáramos, habría un billete a Dinamarca, un diploma y el camino que nos alejaría de la miseria ártica. Esta dorada ascensión la realizaríamos en danés. Fue así mientras se estaba incubando la política de los sesenta, que condujo a que Groenlandia, oficialmente, se convirtiera en el «departamento norteño de Dinamarca» y a que los inuits tuvieran que ser tratados, oficialmente, como «daneses del norte» y «formados en los mismos derechos que los demás daneses», tal como lo pronunció el primer ministro de Dinamarca y Groenlandia.

Con ello se sentaron las bases. Entonces llegabas a Dinamarca y tras medio año te sentías como si nunca fueras a olvidar tu lengua materna. En ella piensas, y con ella recuerdas tu pasado.

Cuando te encuentras con un groenlandés por la calle, intercambias algunas frases. Y, de repente, surge una palabra, de las normales, que tienes que buscar en tu memoria. Transcurre medio año más. Una amiga te lleva a la Casa de los Groenlandeses, en la calle de la Fronda. Allí descubres que tu propio groenlandés podría desmenuzarse con una uña.

Desde entonces he intentado, en las ocasiones en que he vuelto a Groenlandia, aprenderlo de nuevo. Como con tantas otras cosas, ni lo he conseguido ni lo he dejado de conseguir del todo. Aproximadamente ése es el punto en que me encuentro con respecto a mi lengua materna, como si tuviera dieciséis o diecisiete años.

Para colmo, en Groenlandia no hay una lengua única. Hay tres. El hombre de la cinta de Isaías habla en groenlandés del este, en un dialecto sureño de éste. Para mí es ininteligible.

Me imagino, por el tono de la voz, que le está hablando a alguien. Sin embargo, nadie le interrumpe. Suena como si estuviera hablando en una cocina o en un comedor porque, de vez en cuando, se oye ruido como de cubiertos entrechocando entre sí. De vez en cuando se oyen ruidos de motores. Quizá sea de un generador. O el ruido eléctrico de la grabación.

Está explicando algo que parece ser importante para él. La explicación es larga, apasionada, detallada, pero también con largas pausas. En las pausas, puede oírse que tras su voz hay un zumbido como de música, quizá sea el sonido de un instrumento de viento. El resto de una antigua grabación que no se ha borrado del todo.

Renuncio a entender lo que dice y dejo volar mis pensamientos. El que habla no puede ser el padre de Isaías, no correspondería con su dialecto.

La voz termina una frase y se detiene. Deben de haber utilizado el botón de pausa porque no se oye ningún crujido. Se oye la voz y de repente, un instante después, un zumbido vacío. Y en la lejanía, en lo más profundo, un resto de música lejana.

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