Peter Høeg - La señorita Smila y su especial percepción de la nieve

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La señorita Smila y su especial percepción de la nieve: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día, poco antes de Navidad, la señorita Smila de regreso a su casa encuentra muerto en la nieve a su vecino y amigo, el pequeño Isaías. La versión oficial es que debió de resbalar y caerse. Pero Smila, que le cuidaba a veces y sentía especial ternura por él, sospecha que no es así. Los dos pertenecen a la pequeña comunidad de esquimales groelandeses que viven en Copenhague. Y Smila es, además, experta en las propiedades físicas del hielo. La investigación que lleva a cabo en privado acerca de la muerte de Isaías la conduce a la misteriosa muerte del padre de éste en una expedición secreta a Groenlandia, misión encomendada por una poderosa empresa danesa involucrada en una extraña conspiración que se remonta a la segunda guerra mundial.

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Arranco el cable de la pared. Empiezo a sentirme atraída intermitentemente por la celda de aislamiento de Ravn. Es uno de aquellos días en los que no puede evitarse que lo próximo sea que alguien llame a las ventanas. En un cuarto piso.

Llaman a mi ventana. Fuera, hay un hombre vestido de verde. Abro la ventana.

– Soy el limpiacristales. Sólo quería advertirle. Para que no se le ocurra desnudarse.

Me sonríe con una sonrisa amplísima. Como si limpiara cristales metiéndose todo un entrepaño en la boca.

– ¿Qué coño quiere decir? ¿Está insinuando que no tiene ganas de verme desnuda?

Su sonrisa se marchita. Aprieta un botón y la plataforma sobre la que está de pie lo hace desaparecer de mi vista.

– ¡No quiero que me limpies las ventanas! -le grito-. De todos modos, a mi edad apenas puedo ver a través de ellas.

Durante los primeros años en Dinamarca no le hablaba a Moritz. Solíamos cenar juntos. Así lo había exigido él. Sin mediar palabra, nos sentábamos uno delante del otro, tiesos en las sillas, mientras el ama de llaves de turno servía platos siempre distintos. La señora Mikkelsen, Dagny, la señorita. Holm, Boline Hsu. Albóndigas, conejo a la crema, verduras japonesas, espaguetis húngaros. Sin intercambiar ni una sola palabra.

Cuando alguien habla de lo rápido que olvidan los niños, lo rápido que perdonan, lo sensibles que son, dejo que me entre por un oído y me salga por el otro. Los niños son capaces de recordar, de sentir rencor y guardárselo y tratar a las personas que no les gustan con extrema frialdad.

Creo que tenía alrededor de doce años cuando entendí, aunque sólo ligeramente, la razón por la cual me habían traído a Dinamarca.

Me había escapado de Charlottenlund. Estaba haciendo autostop hacia el oeste. Había oído decir que si se iba hacia el oeste, tarde o temprano se llegaba a Jutlandia. En Jutlandia estaba Frederikshavn. Desde allí se podía llegar a Oslo. Desde Oslo salían regularmente barcos mercantes hacia Nuuk.

Cerca de Soroe, muy avanzada la tarde, me recogió un guardia forestal. Me llevó a su casa en el bosque, me dio un vaso de leche y un bocadillo y me pidió que esperara un momento. Cuando él llamaba a la policía yo tenía la oreja pegada a la puerta.

Fuera del garaje encontré la motocicleta de su hijo. Montada sobre la moto, atravesé los campos labrados. El guardia forestal me siguió pero sus zapatillas de estar por casa se hundieron en el fango.

Era invierno. En una curva, cerca de un lago, derrapé, me caí, y mi chaqueta se desgarró; yo me rompí la mano. Desde allí fui dando tumbos durante buena parte de la noche. Me quedé dormida bajo un cobertizo en una parada de autobús. Cuando desperté, estaba sentada sobre una mesa de cocina mientras una mujer desinfectaba mis heridas en el pecho con alcohol puro. Era como sentirse embestida por un martinete.

En el hospital me sacaron los trozos de asfalto de la herida y escayolaron los huesos rotos del carpo. Entonces vino Moritz a recogerme.

Estaba muy enfadado. Mientras andábamos por el pasillo del hospital, uno al lado del otro, temblaba. Me sujetaba por el brazo. Cuando quiso sacar las llaves del coche de su bolsillo, me soltó y yo me escapé. Me dirigía a Oslo. Pero no estaba en la mejor forma del mundo y él siempre ha sido muy rápido. Los jugadores de golf corren para adquirir la forma necesaria y poder soportar los recorridos en la pista, que, a menudo, son de dos por veinticinco kilómetros si hacen setenta y dos agujeros en dos días. Me agarró prácticamente enseguida.

Le tenía preparada una sorpresa. Un escalpelo que había metido en mi gorra en la sala de urgencias. Atraviesan la carne como si fuera mantequilla al sol. Pero, desgraciadamente, mi mano derecha estaba enyesada y sólo le pude desgarrar la palma de la mano.

Miró su mano y entonces la levantó para golpearme. Sin embargo, yo había retrocedido unos pasos y acabamos dando vueltas uno alrededor del otro, en medio del aparcamiento. Cuando la violencia física ha estado latente en una relación humana durante largo tiempo, puede llegar a sentirse un cierto alivio en el momento en que finalmente se manifiesta.

De repente se irguió.

– Te pareces a tu madre -dijo. Y entonces se puso a llorar.

En ese mismo instante pude entrever su interior. Cuando mi madre se hundió en las aguas, debió de llevarse algo de Moritz consigo. O peor todavía: parte de su mundo físico debió de ahogarse junto con ella. Allí, en el aparcamiento, en la temprana mañana invernal en la que estuvimos mirándonos mientras su sangre goteaba abriendo un pequeño túnel rojo en la nieve, recordé algo de él. Lo recordé en Groenlandia, antes de que muriera mi madre. Recordé que, en medio de sus cambios acechantes y bruscos de estado de ánimo, había existido una alegría, había ocupado su lugar un apetito vital enorme, probablemente cierto calor. Esa parte de la vida se la había llevado mi madre. Ella había desaparecido, llevándose todos los colores. Desde entonces, Moritz había permanecido encerrado en un mundo en blanco y negro.

Me había traído a Dinamarca porque yo era lo único que podía recordarle lo que había perdido. Las personas enamoradas adoran una fotografía. Se postran ante un pañuelo. Hacen un viaje para ver el muro de una casa. Lo que sea, con tal de avivar los rescoldos que les reconfortan y calientan pero que, al mismo tiempo, les consumen.

Con Moritz, las cosas estaban peor. Estaba desesperadamente enamorado de alguien cuyas moléculas habían sido absorbidas por el gran vacío. Su amor se agudizó. Y se había aferrado al recuerdo. Yo era ese recuerdo. Superando grandes dificultades, me había llevado consigo y, a través de los años, había soportado una serie interminable de rechazos en un desierto de aversión sólo para poder poner sus ojos sobre mí y reposar la mirada, por un instante, sobre aquellos puntos en los que necesariamente debía parecerme a la mujer que había sido mi madre.

Ambos nos incorporamos. Lancé el escalpelo a unos matorrales próximos. Volvimos a la sala de urgencias y allí vendaron su mano.

Fue la última vez que intenté escaparme. No puedo decir que le perdonara. Siempre discreparé de aquellos adultos que someten a sus hijos a un amor de cuyos efectos no han sido capaces de escapar. Pero diré que, de alguna manera, lo entendí.

Desde el sillón en que estoy sentada puedo ver la ranura del correo. Es la única entrada por la que el mundo exterior todavía no ha intentado introducirse. Ahora alguien está introduciendo una larga tira de cartulina gris. Lleva algo escrito. La dejo un rato en el suelo. Pero es difícil hacerse la loca ante un mensaje de un metro de largo.

«Todo es preferible al suicidio», pone. O, al menos, eso es lo que debería poner. Ha conseguido incluir dos o tres faltas de ortografía en tan exiguo texto.

Su puerta está abierta. Sé que nunca la cierra con llave. Llamo a la puerta y entro.

Me he echado un poco de agua fría en la cara. No se puede descartar que me haya podido cepillar el pelo.

Está sentado en el salón, leyendo. Es la primera vez que lo veo con gafas.

Fuera, el limpiacristales trabaja. Al verme, decide, súbitamente, proseguir su trabajo en el piso inferior.

El mecánico todavía lleva en la oreja una pinza para cerrar heridas. Pero parece que está sanando. Tiene ojeras oscuras bajo los ojos. Por lo visto, acaba de afeitarse.

– Hubo una expedición más.

Golpea ligeramente los papeles que tiene delante de él.

– Esto era el mapa.

Me siento a su lado. Huele a champú y a ajo.

– Alguien escribió sobre el mapa.

Es la primera vez que miro detenidamente el mapa del glaciar. Es una fotocopia. En el margen había algo escrito con lápiz. La fotocopia ha resaltado los trazos. Es una mezcla de inglés y danés. «Revisado accord Carlsb. Found. ekspd. 1966.»

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