– Pero ¿no se preguntó usted por qué estaba aquí?
– La primera mañana fue un momento mágico. Durante unas horas todos creímos que nos hallábamos en un lugar especial. La gente exploró la isla, examinó los edificios y el destrozado puente. -Por primera vez, Gabriel apreció un destello de sensibilidad e inteligencia tras el miedo que se leía en los ojos de su anfitrión-. ¡Fue un día tan feliz…! No se hace idea de lo felices que éramos. Creíamos que estábamos en un lugar maravilloso. Hubo incluso quien dijo que habíamos sido transportados al cielo.
– Pero ¿usted no recordaba a sus padres ni su infancia?
– Nuestros únicos recuerdos eran los del primer día. Unos pocos sueños. Nada más. Todos los que estábamos aquí sabíamos leer, escribir y realizar operaciones matemáticas. Sabíamos usar herramientas y conducir coches. Pero nadie recuerda que nos enseñaran tales habilidades.
– Entonces, la ciudad no fue destruida el primer día…
– Claro que no. -Pickering recogió unas cuantas botellas de vino vacías y las dejó junto a la pared-. Había electricidad. Todos los coches tenían gasolina. Por la tarde, la gente se reunió y habló de organizar un comité de gobierno y reconstruir el puente. Si subías a cualquiera de las azoteas, podías ver que la Isla estaba en medio de un río enorme y que a lo lejos se divisaba la otra orilla.
– ¿Y qué ocurrió?
– Los combates empezaron aquella noche. Algunos hombres se peleaban, se golpeaban, mientras los demás contemplábamos la escena como niños que aprenden un nuevo juego. Al amanecer del día siguiente, empezaron los asesinatos. Yo llegué a matar con unas tijeras a un tipo que quería irrumpir en mi tienda -explicó con un atisbo de orgullo en la voz.
– Pero ¿por qué la gente destruyó sus propias casas?
– La ciudad estaba dividida en zonas controladas por distintos señores de la guerra. Había puntos de control, fronteras y zonas de tierra de nadie. Durante bastante tiempo esto fue el Sector Verde. Nuestro señor de la guerra era un tal Vinnick, hasta que su lugarteniente se lo cargó.
– ¿Y cuánto tiempo duró la lucha?
– En la Isla no hay calendarios, y todos los relojes han sido destruidos. La gente solía contar los días, pero entonces surgieron distintos grupos con diferentes números y, como era de esperar, lucharon para ver quién tenía razón. Durante un tiempo, el Sector Verde mantuvo una alianza con el Sector Rojo, pero firmamos un acuerdo secreto y lo traicionamos con el Sector Azul. Al principio había fusiles y municiones, pero se agotaron, y entonces la gente tuvo que improvisar y fabricarse sus propias armas. Al final, los señores de la guerra murieron asesinados y sus ejércitos se disolvieron. En la actualidad hay una especie de comisionado que envía patrullas.
– Pero ¿cómo es que la gente no llegaba a algún tipo de acuerdo?
Pickering soltó una carcajada y enseguida pareció arrepentido.
– No pretendía ofenderle, señor, amigo Gabriel. No se enfade. Es solo que su pregunta ha sido un tanto… inesperada.
– No estoy enfadado.
– En la época de los señores de la guerra, la gente empezó a comentar que los combates durarían hasta que quedaran determinado número de supervivientes. ¿Tenían que ser noventa y nueve o treinta o tres? Nadie lo sabe, pero creemos que esos supervivientes hallarán el camino para salir de aquí y que los demás renacerán para sufrir de nuevo la misma experiencia.
– ¿Y cuánta gente queda?
– Puede que un diez por ciento de la población original. Algunos de nosotros somos cucarachas. Nos escondemos tras las paredes y bajo el suelo y sobrevivimos. Los que no se esconden son lobos. Deambulan por la ciudad en patrullas y matan al primero que Ven.
– ¿Y por eso se esconde?
– Sí. -Pickering parecía confiado-. De corazón le digo que las cucarachas sobrevivirán a los lobos.
– Mire, no tengo nada que ver con esta guerra y no quiero ponerme de parte de ningún bando. Estoy buscando a otro visitante. Eso es todo.
– Lo entiendo, Gabriel. -Pickering recogió un lavamanos resquebrajado y lo colocó en un rincón-. Por favor, acepte mi hospitalidad. Quédese aquí mientras busco a su visitante. No se arriesgue, amigo mío. Si una patrulla lo encuentra, los lobos lo matarán en plena calle.
Antes de que Gabriel pudiera reaccionar, Pickering había apartado el colchón, se había escabullido por el agujero y vuelto a taparlo. Gabriel se quedó en la butaca reflexionando sobre todo lo que había visto y oído desde que se había despertado a la orilla del río. Las almas violentas de ese dominio quedaban atrapadas para siempre en un ciclo de muerte y destrucción. De todas maneras, no había nada nuevo en aquel infierno: su mundo había dado muestras de su propia furia.
La llama de gas que ardía en la boca de la cañería parecía consumir todo el oxígeno de la habitación. Gabriel sudaba y tenía la boca seca. Sabía que no debía ingerir los alimentos de aquel lugar, pero no le quedaba más remedio que encontrar agua.
Se levantó, apartó el colchón y salió del escondrijo de Pickering. A medida que exploraba el edificio comprendió que antes había sido un bloque dividido en oficinas. Sillas y escritorios, archivadores y viejas máquinas de escribir yacían abandonados por doquier, cubiertos por una capa de polvo. ¿Quién había trabajado allí? ¿Habían salido de sus casas la primera mañana e ido al trabajo con la vaga sensación de que aquello no era más que una prolongación de sus sueños?
Mientras seguía buscando agua, vio unas ventanas hechas añicos y se asomó a la calle. Dos automóviles aplastados exhibían sus carrocerías abolladas como cajas de cartón. Vio a Pickering doblar una esquina, y Gabriel se retiró entre las sombras. El flacucho individuo se detuvo y miró por encima del hombro, como si estuviera esperando a alguien.
Unos segundos más tarde, aparecieron cinco hombres. Si Pickering se había definido como cucaracha, aquellos tipos eran sin duda los lobos. Iban vestidos con prendas de lo más variadas. Un tipo rubio, con el pelo recogido en trenzas, llevaba un pantalón corto de explorador y una chaqueta de esmoquin con las solapas de raso. A su lado caminaba un hombre negro vestido con una bata blanca de laboratorio. Todos llevaban armas caseras: palos, espadas, hachas y cuchillos.
Gabriel salió inmediatamente de la habitación, se equivocó de dirección y atravesó varios despachos desiertos. Cuando llegó a la escalera de mármol, oyó la voz jadeante de Pickering en la planta baja.
– Seguidme. Es por aquí.
Gabriel subió hasta el segundo piso. Miró por el hueco de la escalera y vio un resplandor anaranjado. Uno de los lobos había improvisado una antorcha con un trozo de madera y unos retales y la había encendido.
– No os he mentido -decía Pickering-. Estaba aquí. Mirad, ha subido por la escalera. ¿Lo veis?
Gabriel comprendió que había dejado sus huellas en la capa de polvo que cubría los peldaños. El pasillo que tenía a su espalda también estaba lleno de polvo. Pisara donde pisase, los lobos podrían seguirlo.
«No puedo quedarme aquí», se dijo, y continuó subiendo. La escalera finalizaba en el cuarto piso. Cruzó una puerta de hierro antiincendios que colgaba de una bisagra y salió a la azotea. Las amarillentas nubes que encapotaban el cielo se habían hecho más oscuras y arremolinadas, como si estuvieran a punto de descargar una lluvia siniestra. En la distancia se divisaba la silueta del puente y el río.
Caminó hasta el murete que rodeaba la azotea y vio que entre ese edificio y el siguiente se abría un vacío de unos cinco metros. Si fallaba, nunca más volvería a su mundo. ¿Vería Maya su cuerpo sin vida? ¿Apoyaría la cabeza contra su pecho y se daría cuenta de que su corazón había dejado de latir definitivamente? Dio dos vueltas por la azotea y regresó al punto de partida. El murete de seguridad le impedía tomar impulso corriendo y saltar.
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