John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Alguien arrancó la puerta de hierro de su única bisagra y la arrojó escalera abajo. Pickering y la patrulla de lobos salieron a la azotea.

– ¿Lo veis? ¡Ya os lo dije! -dijo Pickering.

Gabriel se subió al murete y contempló el edificio contiguo.

«Está muy lejos», pensó. «Demasiado lejos.»Lo lobos blandieron sus armas y corrieron hacia él.

Capítulo 27

Dos de los mercenarios de la Tabula subieron por la pendiente hasta los helicópteros y regresaron con un generador eléctrico portátil. Lo colocaron cerca del almacén y lo conectaron a una lámpara de sodio. Michael alzó la vista. Las miles de estrellas que se veían en el cielo parecían trocitos de hielo. Hacía mucho frío, y el aliento de los hombres formaba en el aire leves nubecillas de vapor.

Michael se sentía contrariado porque ni su padre ni Gabriel estuvieran en la isla, pero la operación no había sido un completo fracaso. Quizá su equipo hallara documentación o información almacenada en un ordenador que pudiera conducirlos a un nuevo y más prometedor objetivo. En cualquier caso, a la señorita Brewster le llegarían voces de que él había sido el responsable de llevar a los segmentados y el que había exigido una táctica de acercamiento agresiva. A la Hermandad le gustaba la gente con iniciativa.

Se sentó en una roca y observó a Boone impartir órdenes a sus hombres. Cuando el backscatter les indicó que la persona del interior del refugio había sido neutralizada, un hombre con un hacha la emprendió a golpes con la pesada puerta de roble. Boone indicó al mercenario que se detuviera cuando hubiera abierto un agujero de unos sesenta centímetros cuadrados. Un momento después, uno de los babuinos se asomó por él como un perro curioso, y Boone le voló la cabeza de un disparo.

Los dos segmentados que quedaban dentro de la cabaña chillaron. Eran lo bastante listos para intuir el peligro y mantenerse alejados de la puerta. El mercenario del hacha reanudó la tarea. Quince minutos después había echado abajo la puerta. Los hombres de Boone entraron con cautela, apartando cajas y barriendo la oscuridad con sus escopetas. Michael escuchó más chillidos y luego disparos.

Uno de los mercenarios había encendido el fuego en el refugio de la cocina y repartió tazas de té entre los hombres. Michael se calentó las manos con la taza mientras esperaba noticias. Diez minutos más tarde, Boone salió por la destrozada puerta. Sonreía y parecía confiado, como si hubiera reafirmado su antigua posición. Aceptó una taza de té y se acercó a Michael.

– ¿ La Arlequín ha muerto? -preguntó este.

– Maya no estaba ahí dentro. Era una joven negra de Los Ángeles llamada Victoria del Pecado Fraser. -Boone rió por lo bajo-. Es un nombre que siempre me ha hecho gracia.

– ¿Y no había nadie más en la cabaña?

– Oh, sí, había alguien más. En la bodega. -Boone dudó unos segundos, disfrutando de la tensión que reflejaba el rostro de Michael-. Acabamos de encontrar a su padre. Es decir, el cuerpo de su padre.

Michael cogió una linterna de mano de uno de los mercenarios y siguió a Boone a la cabaña. Las paredes y el suelo estaban salpicados de sangre, todavía fresca y roja. Un plástico cubría los cadáveres de los cuatro segmentados. Otro, el cuerpo sin vida de Vicki, pero Michael vio sus zapatillas, rotas y ensangrentadas.

Bajaron por una trampilla hasta un sótano con el suelo de tierra que daba a una sala contigua. Matthew Corrigan yacía sobre una losa de piedra cubierto por una sábana blanca. Mientras Michael lo contemplaba, las imágenes de su infancia lo abrumaron con una fuerza inusitada. Vio a su padre arrancando las malas hierbas del jardín trasero de la granja, conduciendo la baqueteada camioneta familiar y afilando el cuchillo de trinchar antes de servir el pavo en Navidad. Recordó a su padre cortando leña un día de invierno, la nieve que se adhería a su largo pelo mientras alzaba el hacha contra el azul del cielo. Aquellos días de la infancia habían quedado atrás. Se habían ido para siempre. Pero los recuerdos aún eran capaces de conmoverlo, y aquello lo enfureció.

– No está muerto -explicó Boone-. Lo hemos examinado con el equipo médico y hemos detectado que su corazón late. Este debe de ser el aspecto que uno tiene cuando cruza a otros dominios.

A Michael no le gustó la sonrisa chulesca de Boone y su tono de voz.

– Muy bien, lo ha encontrado -dijo-. Ahora salga de aquí.

– ¿Por qué razón?

– No tengo por qué darle una razón. Si quiere conservar su empleo, le recomiendo que muestre algo más de respeto hacia el representante del comité ejecutivo de la Hermandad. Vaya arriba y déjeme solo.

Los labios de Boone se tensaron en una delgada línea, pero asintió y salió. Michael oyó a los demás mercenarios apartar las cajas contra la pared. Sosteniendo la linterna en la mano izquierda, contempló a Matthew Corrigan. Cuando era niño, todos decían que Gabriel era como su padre. Aunque Matthew tenía el pelo gris y el rostro surcado de arrugas, Michael vio el parecido. Se preguntó si habría algo de cierto en el rumor captado por los ordenadores de la Tabula. ¿Había estado Gabriel en esa isla y descubierto el cuerpo de su padre?

– ¿Puedes oírme? -preguntó-. ¿Puedes… oírme?

No hubo respuesta. Rodeó la garganta de su padre con la mano y apretó con fuerza. Por un momento, creyó notar una débil pulsación. Si dejaba la linterna, podría apretarle la garganta con ambas manos. Aunque la Luz de un Viajero estuviera viajando por otros dominios, su cuerpo podía morir en este mundo. Nadie iba a impedirle que matara a Matthew Corrigan. Nadie criticaría su decisión. La señorita Brewster vería en ese acto una nueva demostración de lealtad a la causa.

Dejó la linterna en un hueco de la pared y se acercó más al cuerpo. Su aliento aparecía y se desvanecía en el frío aire. Nunca en toda su vida había estado tan concentrado. «Hazlo», pensó. «Hace quince años que huyó. Ahora puede desaparecer para siempre.»Extendió la mano y levantó los párpados de su padre. Un ojo, azul, le devolvió una mirada sin vida. Fue como contemplar un cadáver. Y ese era el problema. En ese mundo o en otro, deseaba enfrentarse a él y obligarlo a reconocer que había abandonado a su familia. Destruir aquel cascarón hueco no significaría nada. No le proporcionaría ninguna satisfacción.

En su mente brotó el recuerdo de una pelea en el colegio de Dakota del Sur, cuando era un adolescente. Michael propinó un puñetazo a su oponente, y el muchacho se cayó al suelo y se tapó la cara con las manos. Pero eso no fue suficiente. No era lo que él deseaba. Él quería la rendición total. Miedo.

Recogió la linterna y subió al ensangrentado almacén, donde Boone y dos mercenarios lo esperaban.

– Que carguen el cuerpo en el helicóptero -ordenó-. Nos lo llevamos de esta isla.

Capítulo 28

Los lobos esperaron a que Gabriel bajara del murete y entonces lo agarraron. Le ataron las manos a la espalda con un trozo de cable eléctrico y le vendaron los ojos con un viejo retal de camisa. Cuando lo tuvieron inmovilizado, uno de ellos le asestó un puñetazo en la garganta. Gabriel se desplomó en el suelo de la azotea e intentó hacerse un ovillo mientras los lobos le golpeaban en el pecho y el estómago. Estaba ciego y desesperado, apenas podía respirar.

Alguien le atizó en la espalda con un palo, y una oleada de dolor le recorrió todo el cuerpo. Oyó voces que hablaban de una escuela. Alguien dijo: «Levadlo al colegio». Unas fuertes manos lo obligaron a ponerse en pie y lo arrastraron escalera abajo. Una vez en la calle, caminó tropezando entre cascotes y ruinas mientras intentaba recordar qué dirección tomaban. Giro a la izquierda. Giro a la derecha. Alto. Pero el dolor le nublaba los pensamientos. Al final lo llevaron por otra escalera hasta una estancia con el suelo de terrazo. Le quitaron el cable eléctrico de las muñecas y le colocaron unas esposas. Le pusieron un grillete alrededor del cuello y sujetaron el extremo de la cadena a una anilla de acero fija en el suelo.

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