John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Vicki le aporreó frenéticamente el cuello con la pala. Los gritos de la criatura resonaron en el refugio cuando empezó a utilizar la pala como si fuera un hacha, golpeándolo una y otra vez. El animal rodó sobre sí mismo y le mostró los dientes. Le manaba sangre de la boca y agitaba las patas espasmódicamente. Intentó incorporarse, pero Vicki volvió a golpearlo hasta que quedó inmóvil. Muerto.

Dos de las velas se habían apagado. Vicki cogió la única que quedaba encendida y examinó a su atacante. Le sorprendió ver que era un pequeño babuino con el pelaje amarillento. El simio tenía bolsas en las mejillas, un largo hocico sin pelo y fuertes brazos y piernas. Sus ojos seguían abiertos; parecía como si aquella criatura muerta todavía la mirara con furia.

Vicki recordó que Hollis le había hablado de los animales que lo atacaron en su casa de Los Ángeles. Aquel parecía de la misma especie. Hollis los había llamado «segmentados». Los cromosomas de aquel babuino habían sido manipulados, cortados en segmentos por los científicos de la Tabula, que habían creado una aberración genética que solo deseaba atacar y matar.

Los hombres de fuera rompieron una segunda ventana. Vicki sujetó la pala con ambas manos y se desplazó sigilosamente por el cuarto. La pierna izquierda le sangraba. La sangre goteaba sobre el zapato, y este iba dejando rojas huellas en el suelo. Durante unos instantes no ocurrió nada; luego la llama de la vela titiló: tres segmentados bajaban por la escalera. Se detuvieron, olfatearon el aire, y su líder lanzó un ronco ladrido.

Eran demasiados y demasiado fuertes. Vicki comprendió que iba a morir. Por su mente pasaron imágenes como fotografías de un viejo álbum: su madre, el colegio, los amigos. Las cosas que en un tiempo parecían tan importantes se desvanecieron. Sus recuerdos más vivos fueron de Hollis, y sintió que la embargaba una profunda tristeza al saber que nunca más volvería a verlo. «Te quiero. No lo olvides nunca. Nunca destruirán mi amor», le dijo mentalmente.

Los segmentados olieron la sangre. Saltaron de la escalera y corrieron hacia Vicki con furiosa velocidad. Sus aullidos llenaron la habitación. Sus afilados colmillos le recordaron a los de los lobos. «Se acabó», pensó. «No tengo la más mínima oportunidad.» No obstante, aferró la pala y se preparó para hacer frente al ataque.

Capítulo 26

Sophia Briggs había explicado a Gabriel que todos los seres vivos poseían una energía eterna e indestructible llamada Luz. Cuando las personas morían, su luz regresaba a la energía que estaba presente en todo el universo. Solo los Viajeros eran capaces de enviar su Luz a distintos dominios y regresar después a sus cuerpos físicos.

Los seis dominios, según le explicó Sophia, eran mundos paralelos separados por una serie de barreras compuestas de agua tierra, fuego y aire. Gabriel descubrió los distintos caminos para ir de una barrera a otra cuando aprendió a cruzar.

En esos momentos, mientras su cuerpo permanecía en el cuarto trasero de una tienda de instrumentos de percusión del mercado de Camden, notó como si flotara en el espacio, rodeado por una oscuridad infinita. Entonces pensó en su padre y notó que salía propulsado hacia lo desconocido, guiado por la fuerza de su deseo de hallarlo.

La sensación de flotar desapareció; sintió bajo sus manos el contacto de la tierra húmeda. Abrió los ojos y vio que yacía, boca arriba, a unos metros de un gran río.

Se puso en pie rápidamente y miró alrededor en busca de algún indicio de peligro. Se hallaba en una pendiente embarrada llena de restos de automóviles desguazados y de maquinaria oxidada. A varios metros por encima de su cabeza, al borde de lo que parecía una ribera, vio las ennegrecidas ruinas de varios edificios. No estaba seguro de si era de noche o de día porque el cielo estaba cubierto por una capa de nubes amarillentas que de vez en cuando se abrían y dejaban entrever un fondo de tono ceniciento. Había visto nubes como aquellas en Los Ángeles, cuando el humo de algún incendio se mezclaba con la polución ambiental y ocultaba la luz del sol.

A medio kilómetro río arriba vio la estructura de un puente derruido. Parecía como si lo hubieran volado con explosivos o bombardeado desde el cielo. Solo quedaban unos pilares de ladrillo y dos arcos sobre los que se veían los restos retorcidos de unas vigas y lo que quedaba de una carretera.

Avanzó con cautela hacia el río e intentó recordar lo que Hollis le había dicho a Naz, su guía en los túneles del metro, cuando estaban en Nueva York. Hollis y Vicki citaban constantemente extractos de las cartas de Isaac T. Jones, y Gabriel no había prestado demasiada atención. Era algo sobre que el mal camino conducía a un río oscuro.

«Pues Isaac Jones estaba en lo cierto con respecto a este lugar», pensó. Ese río era negro como la tinta, salvo por los montones de sucia espuma blanca de poliuretano que flotaban en la superficie, y desprendía un olor acre y penetrante, como si estuviera contaminado por productos químicos. Se arrodilló y cogió un poco de agua con la mano, pero la arrojó cuando la piel empezó arderle.

Se levantó y miró alrededor para asegurarse de que estaba a salvo. Por un momento deseó haber llevado consigo la espada talismán que su padre le había dado, pero la había dejado en poder de Maya. «No necesitas un arma», se dijo. «No has venido aquí a matar a nadie.» Se movería con cuidado e intentaría no dejarse ver. Quizá encontrara a su padre mientras buscaba la puerta de regreso a su mundo.

Estaba bastante seguro de que había llegado al Primer Dominio. En otras culturas se conocía con los nombres de Hades, el Inframundo, Sheol: el infierno. La historia de Orfeo y Eurídice era un mito griego que se enseñaba en la escuela, pero estaba también la experiencia de un Viajero desarmado que había llegado hasta ese lugar. Era importante no tomar ningún alimento, ni siquiera si te lo ofrecía alguien importante. Y cuando por fin encontrabas el camino de vuelta, nunca debías mirar atrás.

En la confesión de san Columba que su padre había traducido, el santo irlandés describía el infierno como una ciudad con habitantes humanos. Los habitantes del infierno habían hablado a Columba sobre otras ciudades que conocían por rumores o por haberlas visto en la distancia. Gabriel sabía que en ese lugar podía acabar muerto o prisionero, de modo que decidió permanecer cerca del río y alejarse del puente en ruinas. Si se topaba con algún obstáculo o con algo que le pareciera peligroso, daría media vuelta y seguiría por el río hasta su punto de partida.

La pendiente era empinada y resbaladiza; tardó varios minutos en llegar a los restos de un edificio de ladrillo. De su interior surgía una luz parpadeante, y Gabriel se preguntó si todavía estaría ardiendo. Se asomó con cautela a una de las ventanas. En vez de fuego, vio una llama anaranjada que brotaba de lo que parecía una tubería de gas rota. Aquella estancia había sido una cocina, pero el hornillo y el fregadero estaban cubiertos de hollín, y el único mueble que quedaba era una mesa tumbada del revés y con una sola pata.

Oyó pasos y, antes de que pudiera reaccionar, un brazo le rodeó el cuello por detrás y le puso un cuchillo en la garganta.

– Deme su comida -susurró un hombre. La voz era jadeante y vacilaba, como si quien hablaba no diera crédito a sus propias palabras-. Deme toda su comida y no morirá.

– De acuerdo -dijo Gabriel al tiempo que empezaba a darse la vuelta.

– ¡No se mueva! ¡No me mire!

– No pretendo mirarlo -contestó Gabriel-. He dejado mi comida en el puente, escondida en un lugar secreto.

– Nadie tiene secretos para mí. -Había algo más de confianza en esa voz-. Lléveme hasta donde está la comida. ¡Deprisa!

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