– Disculpe, señor, me ordenó que lo avisara cuando llegara el señor Harkness.
– Así es. Gracias.
Boone se puso la chaqueta y salió del helicóptero. Los dos mercenarios y el piloto estaban de pie en la pista de despegue, fumando un cigarrillo y charlando sobre una oferta que habían recibido de Moscú. Habían pasado las últimas tres horas esperando en un aeródromo en las afueras de Killarney. Atardecía; los pilotos aficionados que habían estado practicando maniobras de aterrizaje con viento cruzado ya habían aparcado sus aparatos y se habían marchado a casa. El aeródromo se hallaba en medio de la campiña irlandesa, rodeado de campos de labranza. Un rebaño de ovejas pastaba en el lado norte; las vacas ocupaban el lado sur. En el aire flotaba el agradable olor de la hierba recién cortada.
Una pequeña ranchera, con una capota metálica encima de la plataforma de carga, se hallaba aparcada a unos doscientos metros, al otro lado de la verja de entrada. De ella se apeó el señor Harkness mientras Boone caminaba en su dirección. Boone había conocido al zoólogo retirado en Praga, cuando capturaron, interrogaron y asesinaron al padre de Maya. El anciano tenía los dientes podridos y la piel muy pálida y vestía una americana de tweed y una corbata llena de manchas.
Boone había entrevistado y contratado a gran cantidad de mercenarios, pero algo en Harkness hacía que se sintiera incómodo. Aquel individuo parecía disfrutar ocupándose de los segmentados; pero, claro, era su trabajo. Harkness se emocionaba cuando hablaba de aquellas aberraciones genéticas creadas por los científicos de la Hermandad. Era un hombre sin poder que en esos momentos controlaba algo sumamente peligroso. Boone tenía la sensación de hallarse ante una especie de mendigo que se dedicaba a jugar con una granada de mano.
– Buenas noches, señor Boone. Es un placer volver a verlo -saludó Harkness respetuosamente con una inclinación de cabeza.
– ¿Algún problema en el aeropuerto de Dublín?
– No, señor. Todos los papeles fueron debidamente sellados por nuestros amigos del zoo de Dublín. Los de aduanas ni siquiera se molestaron en echar un vistazo a las jaulas.
– ¿Alguna herida durante el transporte?
– Todos los especímenes parecen gozar de buena salud. ¿Quiere comprobarlo usted mismo?
Boone permaneció en silencio mientras Harkness abría la plataforma de carga. En el interior había cuatro jaulas como las que se usan para el transporte en avión de perros y animales domésticos. Todos los orificios de los contenedores estaban protegidos por una gruesa tela metálica. Apestaba a orines y descomposición.
– Les di de comer cuando llegamos al aeropuerto, pero eso ha sido todo. Es mejor que estén hambrientos para la tarea que les espera.
Harkness dio una palmada en la tapa de un contenedor. Una especie de ronco ladrido salió del interior. Los otros tres segmentados respondieron. A lo lejos, las ovejas balaron y echaron a correr en la dirección opuesta.
– Son malos bichos. -La sonrisa de Harkness dejó a la vista sus dientes podridos.
– ¿Nunca se pelean?
– Pocas veces. Estos animales han sido manipulados genéticamente para atacar, pero aparte de eso tienen los instintos propios de su especie. El del contenedor verde es el jefe del grupo, y los otros tres son sus inferiores. A ninguno se le ocurrirá atacar al líder a menos que esté seguro de que puede matarlo.
Boone miró a Harkness a los ojos.
– ¿Podrá controlarlos?
– Sí, señor. En la furgoneta tengo un pincho eléctrico para ganado. No serán un problema.
– ¿Y qué ocurrirá cuando los hayamos soltado?
– Bueno, señor Boone… -Harkness miró hacia otro lado-. Una escopeta recortada será lo más eficaz una vez hayan hecho su trabajo.
Los dos hombres callaron cuando un segundo helicóptero se acercó por el este. El aparato describió un círculo sobre el aeródromo y se posó en la hierba. Boone dejó al zoólogo y fue a recibir al recién llegado. La puerta lateral se abrió, un mercenario desplegó una escalerilla y Michael Corrigan apareció en la puerta.
– ¡Buenas tardes! -saludó.
Boone no había decidido todavía si debía llamar al Viajero señor Corrigan o Michael. Inclinó la cabeza educadamente.
– ¿Qué tal ha ido el vuelo?
– Ningún problema. ¿Están ustedes listos para ponerse en marcha, señor Boone?
Sí, lo estaban, pero a Boone le molestaba que alguien que no fuera el general Nash le hiciera semejante pregunta.
– Creo que será mejor que esperemos a que oscurezca -dijo-. Resulta más fácil localizar al objetivo cuando está dentro de un edificio.
Tras una cena ligera de sopa de lentejas y galletas saladas, las clarisas descalzas abandonaron el calor de la cocina y fueron a la capilla. Alice las siguió. Desde que Maya se había marchado de la isla, la niña había regresado a su autoimpuesto mutismo. Aun así, parecía disfrutar escuchando las oraciones en latín. A veces sus labios se movían como si cantara mentalmente con las religiosas. «Kyrie eleison. Kyrie eleison. Que el señor se apiade de nosotros.»Vicki se quedó en la cocina fregando los platos. Al cabo de un rato de que se hubieran marchado, vio que Alice se había dejado la chaqueta bajo el banco, cerca de la puerta. El viento soplaba con fuerza del este, y en la capilla haría frío. Dejó los platos en la pila de piedra, cogió la chaqueta de la niña y salió.
La isla era un universo cerrado. Cuando uno la había recorrido unas cuantas veces, comprendía que la única manera de liberarse de esa particular realidad era alzar los ojos al cielo. En Los Ángeles, una capa de contaminación ocultaba las estrellas, pero en la isla el aire era limpio y cristalino. De pie junto al refugio de piedra, contempló brevemente la luna nueva y la mancha luminosa de la Vía Láctea. Podía oír los graznidos de las aves marinas en la distancia.
Cuatro luces rojas aparecieron por el este. Eran como faros gemelos flotando en la negrura. «Aviones», pensó. «No. Son dos helicópteros.» Y en cuestión de segundos comprendió lo que iba a ocurrir. Ella estaba en el recinto de la iglesia, al noroeste de Los Ángeles, cuando la Tabula atacó de la misma manera.
Intentando no tropezar con las piedras del sendero, bajó corriendo hasta la última terraza y entró en la capilla con forma de barca invertida. Los cánticos se interrumpieron de golpe cuando abrió violentamente la recia puerta de roble. Alice se levantó y, nerviosa, recorrió con la vista la estrecha estancia.
– ¡ La Tabula se acerca en dos helicópteros! -anunció Vicki-. ¡Tienen que salir de aquí y esconderse!
La hermana Maura parecía aterrorizada.
– ¿Dónde? ¿En el almacén, con Matthew?
– Llévalas a la cueva del ermitaño, Alice. ¿Crees que podrás encontrar el camino en la oscuridad?
La niña asintió, cogió a la hermana Joan de la mano y empujó a la cocinera hacia la puerta.
– ¿Y usted, Vicki?
– Me reuniré con ustedes en la cueva, pero antes debo asegurarme de que el Viajero está a salvo.
Alice la miró unos segundos y luego se marchó, se adentró con las religiosas en la oscuridad. Vicki regresó a la terraza intermedia y vio que los helicópteros estaban mucho más cerca. Sus luces de navegación sobrevolaban la isla como espíritus malignos, y oyó el rítmico latido de sus rotores azotando el aire.
Entró en el almacén, encendió una vela y abrió la trampilla. Estaba casi convencida de que Matthew Corrigan era capaz de percibir el peligro que se acercaba; quizá la Luz había regresado a su cuerpo y ella lo encontraría consciente y sentado en su refugio. Solo tardó unos segundos en bajar y comprobar que el Viajero seguía inmóvil bajo su sábana de algodón.
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