En la calle hacía frío. Madre Bendita hizo un gesto a Brian, el mercenario irlandés, que esperaba en la acera.
– Ha acabado. Vámonos.
Gabriel y la Arlequín subieron a la parte de atrás de una furgoneta, mientras Brian se sentaba al volante. Unos segundos más tarde, el vehículo atravesaba lentamente la niebla que cubría Langley Lañe.
Madre Bendita se volvió y miró fijamente a Gabriel. Por primera vez desde que había conocido al Viajero no lo trató con manifiesto desprecio.
– ¿Vas a hacer más discursos?
«Lo que voy a hacer es buscar a mi padre», se dijo Gabriel, pero se guardó para sí sus pensamientos.
– Puede. No lo sé.
– Me recuerdas a tu padre. Antes de que fuéramos a Irlanda, lo escuché hablar ante algunos grupos en España y Portugal.
– ¿Mencionó alguna vez a su familia?
– Me contó que tú y tu hermano conocisteis a Thorn cuando erais pequeños.
– ¿Nada más? Protegiste a mi padre durante todos esos meses ¿y eso fue lo único que te contó?
Madre Bendita miró por la ventana cuando pasaron por un puente y cruzaron el río.
– Me dijo que tanto los Arlequines como los Viajeros tenían por delante un largo camino, y que a veces no era fácil ver la luz al final del túnel.
El mercado de Camden era el lugar donde Maya, Vicki y Alice desembarcaron cuando entraron en Londres tras remontar el canal. En la época victoriana se había utilizado como punto de descarga para el carbón y la madera que se transportaban en barcazas. Los viejos almacenes y los astilleros habían sido reconvertidos en un amplio mercado lleno de pequeñas tiendas de ropa y puestos de comida. Era el lugar ideal para comprar cerámica y pasteles, joyas antiguas y uniformes sobrantes del ejército.
Brian los dejó en Chalk Farm Road, y Madre Bendita guió a Gabriel por el mercado. Los emigrantes que regentaban los puestos de comida estaban recogiendo las sillas y tirando las sobras de pollo al curry a los cubos de basura. Unas cuantas luces de colores, un recuerdo de las Navidades, oscilaban adelante y atrás en lo alto. Aparte de eso, reinaba la oscuridad y las ratas correteaban entre las sombras.
Madre Bendita conocía la situación de todas las cámaras de vigilancia de la zona, pero de vez en cuando se detenía y utilizaba un detector de cámaras, un dispositivo del tamaño de un teléfono móvil. Los potentes diodos del aparato emitían luz infrarroja invisible para el ojo humano, pero la lente de las cámaras de vigilancia la captaba y la reflejaba, y en el visor del aparato aparecían pequeñas lunas llenas en miniatura. A Gabriel le impresionó con qué rapidez Madre Bendita era capaz de detectar una cámara oculta y situarse fuera de su alcance.
En el extremo este del mercado había muchos edificios de ladrillo que antiguamente habían servido de caballerizas para los animales que tiraban de los tranvías de Londres. Había más cuadras en unos túneles que la gente llamaba «las catacumbas». Madre Bendita hizo pasar a Gabriel bajo un arco de ladrillo y se internaron en las catacumbas, apresurándose por dejar atrás los cerrados comercios y los estudios de los artistas. A lo largo de nueve metros, el túnel estaba pintado de color rosa. En otra zona, las paredes estaban cubiertas de papel de aluminio. Por fin llegaron a la tienda de Winston Abosa. Sentado en el suelo, el africano cosía una piel de animal a la caja de un tambor de madera.
Winston se puso en pie y saludó a sus huéspedes con un gesto de la cabeza.
– Bienvenidos. Espero que el discurso haya sido un éxito.
– ¿Algún cliente? -preguntó Madre Bendita.
– No, señora. Ha sido una tarde muy tranquila.
Avanzaron entre tambores africanos y tallas de ébano de dioses tribales y mujeres encinta. Winston apartó una bandera, que hacía las veces de cortina y en la que se anunciaba un festival de percusión en Stonehenge, y dejó al descubierto una puerta empotrada de acero reforzado. La abrió y los tres entraron en un apartamento de cuatro habitaciones que daban al vestíbulo. En la primera había un camastro plegable y dos televisores que mostraban imágenes de la tienda y de la entrada a las catacumbas. Gabriel atravesó el vestíbulo, pasó ante una pequeña cocina y un cuarto de baño y llegó a un dormitorio sin ventanas donde había una cama de hierro, una silla y un escritorio. Ese había sido su hogar durante los últimos tres días.
Madre Bendita abrió la alacena de la cocina y sacó una botella de whisky irlandés mientras Winston seguía a Gabriel hasta el dormitorio.
– ¿Tiene hambre, Gabriel? -le preguntó.
– Ahora no, Winston. Más tarde me prepararé un té y una tostada.
– Los restaurantes todavía están abiertos. Podría traer algo para la cena.
– Gracias. Tráete lo que te apetezca. Yo voy a descansar un rato.
Winston salió y cerró la puerta. Gabriel lo oyó conversar con Madre Bendita. Se tumbó en la cama y se quedó mirando la solitaria bombilla que colgaba de un cable en medio del techo. Hacía frío y la humedad se filtraba por una grieta de la pared.
La energía que lo había invadido durante el discurso parecía haberse desvanecido. Se dio cuenta de que en esos momentos era igual que su padre: un cuerpo encerrado en una habitación y vigilado por una Arlequín. Sin embargo, un Viajero no tenía por qué aceptar esas limitaciones. La Luz podía buscar la Luz en un mundo paralelo. Si cruzaba, intentaría encontrar a su padre en el Primer Dominio.
Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, con las manos en el regazo y los pies en el suelo de cemento. «Relájate», se dijo. En la primera fase, cruzar era como entregarse a la oración o a la meditación. Cerró los ojos y visualizó un cuerpo de Luz dentro de su propio cuerpo. Notó su energía y recorrió la silueta que se desplegaba dentro de sus hombros, brazos y muñecas.
«Inspira. Espira.» De repente, la mano izquierda se le cayó del regazo y quedó inerte en el colchón. Cuando abrió los ojos vio que un brazo y una mano fantasmas habían salido de su cuerpo. El brazo no era más que un vacío negro con pequeños puntos de luz, como una constelación en el cielo nocturno. Concentrándose en esa otra realidad, alzó la mano fantasma un poco más, y más, hasta que al fin toda la luz salió de su cuerpo como una crisálida de su capullo.
Desde el porche de su casa de madera, Rosaleen Magan observó cómo el capitán Foley avanzaba tambaleándose por una estrecha calle de Portmagee. Su padre se había bebido cinco botellas de Guinness durante la cena, pero Rosaleen no se había quejado de su afición. El capitán había ayudado a criar a seis hijos, había salido a pescar hiciera el tiempo que hiciese y nunca había iniciado una pelea en el pub del pueblo. «Si quiere beberse otra cerveza, que se la beba», pensó ella. «Eso le ayudará a olvidar su artritis.»Entró en la cocina y conectó el ordenador que tenía en un cuartito, junto a la despensa. Su marido estaba en Limerick, en unas clases de formación, y su hijo en Estados Unidos, trabajando de ebanista. En verano, la casa se llenaba de turistas, pero en los fríos meses del invierno hasta los ornitólogos dejaban de ir por allí. Rosaleen prefería aquella estación, más tranquila, a pesar de que nunca ocurría nada. Su hermana mayor trabajaba en una oficina de correos, en Dublín, y siempre estaba presumiendo de la última película que había visto o del estreno de la obra de teatro al que había asistido en el Abbey Theatre. En una ocasión fue lo bastante desconsiderada para decirle que Portmagee era una «aldea moribunda».
Pero aquella noche Rosaleen tenía novedades suficientes para escribir un correo electrónico de lo más jugoso. En Skellig Columba se habían producido misteriosos acontecimientos, y su padre era la única fuente de información fiable de lo que ocurría en la isla.
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