John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Volvió a subir rápidamente, cerró la trampilla, la cubrió con un viejo plástico, puso encima un viejo motor fuera borda y dejó tiradas por el suelo unas cuantas herramientas, como si alguien hubiera estado reparándolo.

«Protege a tu siervo Matthew», rezó. «Sálvalo de la destrucción.»No podía hacer más. Había llegado el momento de reunirse con las demás en la cueva. Pero cuando salió al exterior vio los haces de las linternas barrer la cumbre de la isla y las negras siluetas de los mercenarios de la Tabula perfiladas contra las estrellas. Volvió a entrar en el almacén, cerró la puerta y la bloqueó con la barra de hierro. Había dicho a Maya que protegería al Viajero. Era una promesa. Una obligación. El significado que esa palabra tenía para los Arlequines la abrumó con una fuerza poderosa mientras empujaba un pesado contenedor contra la puerta.

Más de cien años antes, un Arlequín llamado León del Templo había sido capturado, torturado y asesinado junto con el profeta Isaac T. Jones. Vicki y algunos miembros de su congregación creían que ese sacrificio nunca había sido recompensado. ¿Por qué Dios había hecho que Maya y Gabriel se cruzaran en su vida? ¿Por qué había acabado en aquella isla, protegiendo a un Viajero? «La deuda no pagada», pensó. «La deuda no pagada.»Tres de las cabañas estaban vacías, pero la cuarta estaba atrancada y los mercenarios no fueron capaces de forzar la entrada. Antes de llegar a Skellig Columba, Boone había leído toda la información que había podido recopilar acerca de la isla, y sabía que aquellas construcciones milenarias tenían paredes de gruesa piedra que dificultaba el uso de los escáneres infrarrojos, por eso su equipo había llevado un backscatter portátil.

Cuando los dos helicópteros aterrizaron en la isla, los hombres saltaron empujados por el deseo de capturar o destruir, pero ese agresivo impulso había menguado. Los mercenarios hablaban en susurros mientras los haces de sus linternas rasgaban la oscuridad del rocoso paisaje. Dos hombres bajaron por la pendiente con el equipo que acababan de descargar del helicóptero. Una parte del backscatter parecía un telescopio de refracción montado sobre un trípode. El aparato disparaba rayos X hacia su objetivo, y una pequeña antena parabólica capturaba los fotones resultantes.

Las máquinas de rayos X de los hospitales se basaban en el principio de que los cuerpos de mayor densidad absorbían más cantidad de rayos X que los de menor densidad. El backscatter funcionaba porque los fotones de los rayos X se desplazaban de manera distinta a través de los distintos tipos de materiales. Sustancias con números atómicos bajos, como la carne humana, proporcionaban imágenes diferentes que las que daban el plástico o el acero. Los ciudadanos que vivían dentro de la Gran Máquina ignoraban que había backscatters escondidos en la mayoría de los aeropuertos importantes de todo el mundo y que el personal de seguridad se entretenía mirando bajo la ropa de los pasajeros.

Michael Corrigan volvió de la capilla acompañado por dos mercenarios. Llevaba una cazadora con gorro y zapatillas para correr, como si fuera a hacer jogging por la isla.

– En la capilla no hay nadie, Boone. ¿Qué pasa con esa cabaña?

– Estamos a punto de averiguarlo.

Boone conectó el receptor del backscatter a su portátil, encendió el aparato y se sentó en una piedra. Michael y otros hombres se situaron tras él. La grisácea imagen creada por el artefacto tardó unos minutos en formarse del todo: dentro del refugio de piedra, una mujer apilaba cajas contra la puerta. «Esa no es una de las clarisas descalzas», pensó Boone, «de lo contrario, este trasto mostraría la sombra del hábito».

– Eche un vistazo -le dijo a Michael-. Solo hay una persona ahí dentro. Una mujer. Está bloqueando la puerta.

Michael parecía disgustado.

– ¿Y mi padre? Usted me dijo que mi padre o Gabriel estarían en esta isla.

– Esa fue la información que recibí -repuso Boone mientras hacía girar la imagen para tener una visión desde distintos ángulos-. Podría tratarse de Maya, la Arlequín que protegía a su hermano en Nueva York y…

– Sé quién es Maya -espetó Michael-. La vi la noche en que atacó el centro de investigación.

– Quizá podríamos interrogarla.

– Matará a sus hombres y se matará ella a menos que podamos obligarla a salir. Diga a Harkness que venga con sus segmentados.

Boone intentó disimular su disgusto.

– Todavía no es necesario.

– Yo decidiré lo que es necesario y lo que no, Boone. Antes de que la señorita Brewster y yo decidiéramos lanzar esta operación, investigué un poco por mi cuenta. Estos viejos edificios tienen unos muros sumamente gruesos. Esa es la razón por la que quería que Harkness formara parte del equipo.

Cuando los monjes de la antigüedad apilaron las piedras con las que levantaron las cabañas, dejaron unas aberturas en la parte alta de los muros para dejar salir el humo. Años más tarde, los agujeros de ventilación de la cabaña que se utilizaba como almacén se convirtieron en las ventanas del piso superior. Solo tenían entre veinte y treinta centímetros de diámetro. Aunque los mercenarios rompieran los cristales, no podrían entrar.

De pie en la penumbra, Vicki oyó que movían el picaporte y golpeaban la puerta con los puños. Luego, se hizo el silencio, y a continuación se oyó el poderoso impacto de una herramienta. La pesada puerta de roble se estremeció y golpeó la barra de hierro que la mantenía atrancada, pero aguantó. Vicki recordó haber oído hablar a las monjas de las incursiones vikingas en los monasterios irlandeses durante el siglo xn. Cuando los monjes no podían huir a campo traviesa, se encerraban en una torre de piedra, con sus cruces de oro y sus lujosos relicarios, y rezaban y confiaban en que los hombres del norte no pudieran entrar.

Vicki apiló más contenedores contra la puerta. Los golpes se interrumpieron. Fue hasta el pie de la escalera y vio el haz de una linterna atravesar una de las ventanas del piso de arriba.

En una de sus cartas desde Meridian, en Mississippi, Isaac T. Jones decía a sus fieles: «Mirad en vuestro interior y encontraréis un pozo que no se ha de secar. Nuestros corazones rebosan valentía y amor…».

Solo habían pasado unos meses desde que Vicki fue al aeropuerto de Los Ángeles, siendo una joven piadosa, tímida y asustada, para recibir a una Arlequín. Desde entonces, la habían puesto a prueba en numerosas ocasiones y nunca había desfallecido. Isaac T. Jones estaba en lo cierto: el coraje había estado siempre en su interior.

En el piso de arriba sonó un ruido seco. Alguien había roto el cristal de una de las ventanas. Una lluvia de pedazos de vidrio cayó al suelo. «¿Podrán entrar?», se preguntó Vicki. No. Solo un niño podría pasar por un agujero tan pequeño. Esperó a oír disparos o una explosión, pero lo único que escuchó fue un ronco graznido, como el que haría un pájaro al ser estrangulado.

– Dios mío, sálvame. Por favor sálvame -rezó entre susurros.

Miró por la estancia en busca de un arma y vio dos cañas de pescar, un saco de cemento y una lata de gasolina vacía. Apartó todo aquello frenéticamente y descubrió unos cuantos útiles de jardín apoyados contra la pared. Entre ellos, una pala manchada de barro.

Oyó una especie de gruñido y se refugió en un rincón. En la escalera apareció una extraña figura: un enano en cuclillas, de prominente barriga y anchos hombros. El enano bajó hasta la mitad de la escalera y se volvió hacia Vicki. Fue entonces cuando ella comprendió que no era un hombre, sino un animal con el negro hocico de un perro.

La bestia soltó un chillido espeluznante, brincó por encima del pasamanos y corrió hacia ella. Vicki levantó la pala a la altura de los hombros y, cuando el animal se le echó encima, saltando desde lo alto de una caja, lo golpeó con todas sus fuerzas en pleno abdomen. El animal cayó hacia atrás, pero se levantó inmediatamente y le agarró una pierna con una de sus extremidades de cinco dedos.

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