John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Llegaron a una zona de trabajo con mesas y sillas de metal. Gabriel estaba prisionero en su silla de ruedas, pero miró a un lado y a otro en busca del espacio de infinita oscuridad que le indicaría el camino de regreso al Cuarto Dominio.

– Si los visitantes pueden llegar a este mundo -continuó el comisionado-, tiene que haber un sitio por donde salir. ¿Dónde está, Gabriel? Tienes que decírmelo.

– No lo sé.

– Esa no es una respuesta aceptable. Tienes que prestar más atención a lo que digo. Llegados a este punto, solo veo dos posibilidades: o eres mi única esperanza de salir de aquí, o eres una amenaza para mi supervivencia. Y no tengo tiempo ni ganas de averiguar cuál de ambas opciones es la correcta. -El comisionado sacó su revólver y apuntó a la cabeza de Gabriel-. Esta pistola tiene tres balas, seguramente las últimas tres balas que quedan en esta isla. No me obligues a malgastar una matándote.

Capítulo 29

Maya seguía llevando el revólver de cañón corto que había comprado en Nueva York. El arma determinó la elección del transporte. Evitó los aeropuertos y se decidió por una combinación de autobús rural, ferry y tren para viajar de Irlanda a Londres. Llegó a la Estación Victoria en plena noche y sin una idea exacta de cómo localizar a Gabriel. Antes de que él se marchara de Skellig Columba, le había dicho que se pondría en contacto con los free runners. Así que Maya optó por acercarse a la casa de Vine House, en South Bank. Quizá Jugger y sus amigos sabían si Gabriel seguía en la ciudad.

Cruzó el Támesis y caminó por Langley Road hacia Bonning-ton Square. A esas horas de la noche las calles estaban desiertas, pero podían ver el resplandor de los televisores en las oscuras habitaciones. Pasó ante varias casas con jardín restauradas y frente a una escuela de ladrillo rojo edificada en la época victoriana y reconvertida en un bloque de apartamentos de lujo. En aquel entorno, Vine House parecía un viejo mugriento rodeado de elegantes hombres de negocios y abogados.

Cuando llegó al muro de piedra de dos metros de altura que rodeaba el jardín de Vine House, percibió un olor acre que le recordó el de la basura quemándose. Se asomó a una esquina. No vio a nadie en la acera ni sentado en el jardincillo de la plaza. La zona parecía tranquila, hasta que se fijó en dos hombres senta-dos en la cabina de una furgoneta de una floristería aparcada al final de la manzana. Maya dudó de que alguien hubiera encargado una docena de rosas a la una de la madrugada.

No había una entrada por la que pudiera accederse al jardín trasero desde Langley Lañe, de modo que se aupó al borde del muro, trepó a lo alto y saltó al otro lado. El olor a quemado se hizo más intenso, pero no vio fuego por ninguna parte. La única luz la proporcionaban la luna y las farolas de las calles. Atravesó el jardín tan sigilosamente como pudo, llegó a la puerta trasera, la encontró abierta, y entró.

El humo brotó del interior y la envolvió como una ola de agua sucia. Maya trastabilló hacia atrás, tosiendo y apartando el humo con las manos. Vine House estaba ardiendo, y las viejas vigas y las tablas del suelo desprendían tanto humo como un fuego de carbón en el fondo de una mina.

¿Dónde estaban los free runners ¿Habían huido de la casa o habían muerto? Maya entró a gatas en la casa. Una puerta, a la izquierda, conducía a la cocina, donde no había nadie. Otra, a la derecha, se abría a un dormitorio donde una solitaria lámpara dibujaba un débil círculo de luz en la oscuridad.

Un hombre yacía en el centro del cuarto, la mitad del cuerpo en el suelo, la mitad encima de la cama, como si el cansancio no le hubiera permitido llegar hasta la cama. Lo cogió por las piernas y lo arrastró fuera del cuarto, hasta el jardín. Tosía y tenía los ojos llenos de lágrimas, pero vio que era Jugger, el amigo de Gabriel. Lo puso boca arriba, se sentó sobre él a horcajadas y lo abofeteó repetidamente en la cara, hasta que Jugger parpadeó y tosió.

– ¡Escúchame! -lo apremió Maya-. ¿Hay alguien más en la casa?

– Roland… Sebastian… -Jugger volvió a toser.

– ¿Qué ha pasado? ¿Están muertos?

– Llegaron dos tipos en una furgoneta. Sacaron sus armas y nos obligaron a tumbarnos en el suelo. Luego nos pusieron una inyección o algo así…

Maya regresó a la casa, respiró hondo y entró. Reptando como un animal, avanzó por el pasillo hacia la estrecha escalera. Una parte de su mente se mantenía lúcida mientras sus pulmones luchaban por respirar. Matar a los free runners con pistolas o cuchillos habría atraído en exceso la atención de las autoridades. Así pues, los mercenarios de la Tabula habían drogado a los tres hombres y prendido fuego a la ruinosa casa. En esos momentos montaban guardia en el exterior para asegurarse de que nadie salía con vida. Al día siguiente, los bomberos encontrarían lo que quedara de los cuerpos entre los restos humeantes del incendio. El ayuntamiento vendería el terreno a uno de tantos especuladores, y los diarios publicarían la noticia en la última página de sucesos: «Tres okupas muertos en el incendio de su vivienda ilegal».

Encontró a Sebastian en el dormitorio del piso de arriba, lo agarró por los brazos y lo arrastró escalera abajo, hasta el jardín. Cuando entró por tercera vez, vio las llamas brillando en la oscuridad, quemando el suelo del salón, trepando por las paredes y lamiendo las vigas del techo. En lo alto de la escalera estaba lleno de humo, y apenas podía ver nada cuando entró en la buhardilla y encontró el cuerpo de Roland. De nuevo tuvo que arrastrar y arrastrar. Las imágenes y los sonidos se difuminaron a su alrededor y se convirtió en un pequeño fragmento de conciencia que atravesaba la infernal humareda.

Salió por la puerta a trompicones, soltó a Roland y se desplomó en el embarrado suelo del jardín.

Tras varios minutos tosiendo y boqueando en busca de aire, se sentó y se frotó los ojos. Jugger seguía consciente y hablaba de las inyecciones sin que le pudiera entender nada. Maya comprobó la respiración de los otros dos free runners. Estaban vivos.

Tenía la pistola, pero utilizarla allí podía resultar peligroso. En una ocasión, Hollis le había comentado que en Los Ángeles había tantas pistolas que las fiestas de Nochevieja parecían un tiroteo en una zona de guerra. En Londres, en cambio, oír un disparo no era algo habitual. Si disparaba su revólver, medio vecindario lo oiría y llamaría inmediatamente a la policía.

La casa seguía ardiendo. Vio un destello anaranjado cuando prendieron las cortinas de la habitación de Jugger. Maya se puso en pie, se acercó a la puerta de atrás y notó la corriente de aire caliente abrirse paso en el frío de la noche. A medida que su respiración recobraba la normalidad, recordó una conversación acerca de los silenciadores para armas de fuego que había oído a su padre y a Madre Bendita. En Europa los silenciadores eran ilegales, además de difíciles de encontrar e incómodos de llevar. A veces resultaba más fácil improvisar un sustituto.

Buscó por el jardín trasero y encontró varios cubos rebosantes de basura. Removió en su interior hasta que localizó una botella de plástico de dos litros y un viejo cojín de espuma. Llenó la botella con trozos de espuma e introdujo el cañón de la pistola por el cuello del envase. Cerca de la puerta vio un viejo rollo de cinta adhesiva, y la utilizó para sujetar la botella al cañón. Jugger se había levantado y la miraba desde el otro extremo del jardín.

– ¿Qué… qué estás haciendo?

– Despierta a tus amigos. Nos vamos de aquí.

Empuñando su improvisada arma, saltó la tapia que daba a la calle, se metió por un callejón y se acercó a la furgoneta por detrás. Una de las ventanillas estaba medio bajada, y por la abertura salía el humo de un cigarrillo. Oyó que los dos hombres hablaban.

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