Adriana Trigiani - Valentine, Valentine
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– ¿Es tan silencioso?
– Casi silencio total. Durante el invierno, los parques y los caminos están vacíos. Yo paseo por ahí y es todo mío. Me pregunto cómo esas vistas pueden estar libres, pero lo están.
– Te pertenecen.
– Finjo que sí. Una mañana del invierno pasado caminaba sola por un muelle. El río estaba congelado, pero algo nuevo llamó mi atención, un destello rojo que emergía de un bloque de hielo. Caminé hacia el final del muelle. Tres gaviotas habían cogido un enorme pescado. Lo picoteaban y comían. El rojo que vi a lo lejos era la sangre del pescado. Al principio me retiré, pero luego tuve que volver a mirar, pues había algo fascinante en la gama de colores del río negro, el hielo plateado y la sangre marrón del pescado. Era horrible, pero al mismo tiempo hermoso. No podía dejar de mirar.
Gianluca escucha con atención todas mis palabras, así que continúo:
– Esa mañana aprendí algo sobre mí.
– ¿Qué aprendiste? -dice Gianluca, inclinándose hacia mí y esperando mi respuesta.
– Que el arte se encuentra en los peores momentos. Solía creer que mi arte tenía que tratar temas que me trajeran alegría y me dieran esperanza, pero aprendí que el arte se puede encontrar en cualquier cosa de la vida, incluso en el dolor.
Mientras Gianluca conduce de vuelta a Arezzo, ojeo las muestras de telas que hemos seleccionado en la fábrica de seda. Mi preferida es una seda de doble cara con un diseño repetido de alcatraces pintados a mano. Pienso en maneras de usar la tela para hacer un elegante zueco de quita y pon con adornos de terciopelo negro. Sólo quedan unas cuantas de nuestras muestras habituales. Espero que la abuela las apruebe. He dado un gran paso al hacer los pedidos. He tenido un momento de completa euforia cuando he firmado con mi nombre por primera vez en la hoja del pedido etiquetada con la indicación «DISEÑADOR».
Aquí el sol no se pone, sino que se hunde entre las colinas. El crepúsculo parece durar pocos segundos, y luego aparece la luna en el cielo violeta, como una rosa de nata montada. Es una luna romántica y no me sorprende que la abuela esté bajo su hechizo.
– Sabes que tu padre y mi abuela… -digo.
Gianluca quita los ojos del camino y los pone en mí. Hago la señal internacional para el sexo. Se ríe y dice:
– Desde hace muchos años. Desde que tu abuelo murió.
– ¿Tanto tiempo?
¿Cómo debo tomarme esto? Creía que estaba al tanto de todos los secretos de la familia.
– Eran buenos amigos, ahora hay algo más.
– Mucho más.
– Mi padre también fue buen amigo de tu abuelo. Era muy inteligente, tenía una gran personalidad, como tú -dice Gianluca mientras sale de la autopista y toma una pequeña carretera secundaria.
– ¿Otro lago? -pregunto.
– No, la cena -dice sonriendo.
Gianluca da la vuelta en otra carretera secundaria. En el espacio abierto que hay por delante se observa un encantador caserío de piedra con una luz encendida en la entrada. Unos cuantos coches están aparcados fuera.
– El Montemurlo -dice-. Estamos a mitad de camino de casa.
Después de aparcar, pone su mano en la parte baja de mi espalda para guiarme al interior del restaurante. Me descubro a mí misma acelerando el paso, pero él da grandes zancadas para mantenerse junto a mí. Cuando alcanzamos la puerta, Gianluca me indica que atravesemos el vacío comedor y salgamos a la parte de atrás.
Una docena de mesas están dispuestas en la veranda, rodeada por una pared baja de piedras sin labrar, meramente apiladas. Velas votivas iluminan la mantelería blanca que hay sobre las mesas. Después del muro hay una línea de antorchas que emite ráfagas de luz sobre el campo. Escucho el sonido de agua que cae. Más allá hay una magnífica cascada que desciende por la falda de la montaña hasta alcanzar un pequeño lago. La luz de la luna se asemeja a volantes de encaje blanco sobre tafetán negro.
– Si la comida es similar a la vista, salimos ganando-le digo.
Gianluca aparta mi silla de la mesa. Me sienta de cara a la cascada. Luego gira su silla hacia mí, se sienta y cruza sus largas piernas. La última vez que vi a un hombre sentarse de esta manera fue a Roman, en la encimera de la abuela después de prepararme la cena.
El camarero se acerca, ellos conversan en un italiano rápido y en el dialecto toscano que empieza a sonarme tan familiar. El camarero abre una botella de vino y la coloca sobre la mesa. Está quedándose calvo, lleva gafas y me mira de arriba abajo, como si estuviera comprando un trozo de carne, antes de volver a la cocina.
Cierro el menú y digo:
– ¿Sabes qué? Pide por mí.
– ¿Qué te gusta? -me pregunta.
– Todo.
Se ríe y dice:
– ¿Todo?
– Triste pero cierto. Pertenezco a esa solitaria categoría de mujer llamada «de buen diente», nada me disgusta ni me desagrada ni tengo alergias.
– Eres la única mujer en el mundo de esas características.
– Ah, Gianluca, soy única en mi clase.
El camarero trae un plato de crujiente pan tostado con lonchas de jamón cocido rociadas con miel de zarzamora. Lo pruebo.
– ¿Te gusta?
– Me encanta. Lo dicho, amo la comida. Consígueme un bote de esa miel.
Mientras preparan la comida hablamos de nuestro día en la fábrica y del delicado arte de estampar el cuero. Después de un rato, el camarero trae un enorme tazón de pasta, bañada en aceite de oliva. Luego, del bolsillo de su chaleco saca un pequeño frasco, le quita la tapa y extrae una trufa (que parece un nabo grumoso y beige) de una diminuta tela de algodón blanco y, de inmediato, realiza largos y suaves cortes con un cuchillo afilado de plata, que caen sobre la pasta en lascas muy finas hasta cubrirla.
– ¿Te gustan las trufas?
– Sí -digo con la boca llena de untuosa pasta y dulce trufa sabor madera. Me siento rara comiendo trufas, como si le fuera infiel a Roman.
– Te agrada comer. Las mujeres siempre dicen que les gusta comer y luego pican su comida como pájaros.
– Yo no -le digo-. Comer es el número tres de mi lista.
– ¿Cuáles son los primeros números?
– Una bicicleta de cuatro velocidades en un día caluroso del verano y un vestido de noche de John Galliano en una fría noche de invierno. -Doy un sorbo a mi copa de vino-. ¿Cuáles son las tres cosas de tu lista?
Gianluca tarda un momento en responder.
– Sexo, vino y dormir bien.
La categoría «dormir bien» realza nuestra diferencia de dieciocho años de edad. Mis padres pasan un montón de tiempo hablando sobre dormir. No obstante, no le comentaré nada a Gianluca ni mencionaré que los únicos hombres mayores con los que he pasado tiempo han sido mi abuelo y mi padre. Los romances otoñales nunca han sido para mí. Cuando se trata del amor, me gusta que las cuatro estaciones queden separadas, y saborearlas individualmente. Y por supuesto que no quiero saltarme el verano, pasar por el otoño e ir directo al invierno, pero estar con Gianluca me ha ayudado a ver el valor de la amistad con un hombre mayor. Ellos tienen mucho que ofrecer, sobre todo cuando el amor está con toda seguridad fuera de la ecuación. He aprendido mucho de él hoy, sólo sus consejos para coser diseños repetidos han valido el viaje. Él, además, sabe escuchar, como si cualquier cosa que dijera importase. Los hombres jóvenes a menudo fingen que escuchan, pero sus mentes están en cualquier otro lugar y no donde en realidad están.
El camarero nos ofrece un expreso. Gianluca le dice que espere.
– Quiero enseñarte algo, ven conmigo.
Hay una serie de escalones de piedra fuera del pórtico que bajan hasta el vasto campo frente a la cascada. El baja saltando las escaleras, dejándome claro que ha estado muchas veces antes. Le sigo. El césped ya está mojado por el rocío nocturno, así que me quito las sandalias para caminar con los pies descalzos. Gianluca se estira y coge mis sandalias, las sujeta con una mano mientras me ofrece la otra. Esto me parece más que sutilmente íntimo, pero no encuentro la manera de soltarle sin ser grosera. Además, está el factor vino. He tomado dos copas. Casi no había comido hoy y, mientras atravesamos el campo, estoy flotando en esa nube maravillosa llamada «el colocón del cóctel doble».
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