Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Cuando llegamos a Nápoles, dejo el coche de alquiler en un local cerca de los muelles. Miro alrededor buscando ayuda para bajar las maletas, pero no parece que la versión italiana de los maleteros americanos red caps trabaje en el muelle. Cargo otro carro de equipaje con las maletas y lo empujo, como un sherpa, hacia el muelle. Nuestro equipaje parece multiplicarse cada vez que lo muevo, o quizá sea el carro, que se hace más pequeño, no lo sé, pero es abrumador. Sudo como un boxeador profesional, y cuando llegamos al muelle tengo el cabello empapado.

La abuela hace guardia cerca del carro mientras voy a comprar los billetes para el ferry a Capri. Estamos en la cola mientras el transbordador retrocede hacia el puerto. Cuando el asistente baja la verja, una estampida de ansiosos turistas golpea la rampa hacia el ferry. Mando a la abuela hacia la rampa y la sigo, empujando el carro.

Justo cuando pienso que me colapsaré, aplastada bajo las ruedas de mi propio carro, el cobrador advierte mi problema y grita a un chico que trabaja en el mostrador. Finalmente, alguien viene en mi ayuda. Es alto, tiene el pelo negro como Roman, y no puedo evitar pensar que no lo necesitaría si mi novio hubiera llegado a tiempo. Ya en el ferry me siento junto a la abuela. Mientras el transbordador se aleja del puerto, suspiro y miro el mar. Pasan algunos minutos y veo la isla.

Capri está rodeado por las ondulantes aguas azul turquesa del mar Tirreno, como uno de esos sombreros de fiesta con una cinta en la parte inferior. Los puntiagudos acantilados, nacidos de las erupciones volcánicas hace miles de años, están cubiertos por tonos vividos. Una cascada de flores fucsia encima de las rocas y destellos de violeta buganvilla se derraman por los acantilados, mientras que olas esmeraldas a lo largo del borde del mar revelan el terso coral rojo, como las gotas de cera roja de una vela en una botella de vino.

El bullicio del muelle de Capri, con los mozos de los hoteles que agarran las maletas y las cargan frenéticamente en carros, me coloca de lleno en una película de Rosellini, en laque un pequeño pueblo es evacuado durante la guerra. Los porteros gritan en italiano, los turistas se pelean para parar los coches y los guías turísticos agitan pequeñas banderas para agrupar a los turistas. La abuela y yo permanecemos en el centro de todo, esperando, sin otra alternativa.

No logro imaginar cómo llegará nuestro equipaje al hotel correcto hasta que reconozco el logotipo del Quisisana en la solapa de uno de los mozos. Sus ojos se dilatan, ríe y dice:

– ¿Todo esto es vuestro?

– ¿Cuánto costará? -grito en medio del estrépito.

– Sólo una propina, signorina. Sólo una propina. Ríe, pero acaba de conseguir una gran propina sólo por haberme llamado signorina. El «-ina» marca la diferencia en una mujer que va a cumplir treinta y cuatro en unos días. Es la diferencia entre «señorita» y «señora» y yo cojo el «señorita» como un billete ganador.

Sujeto el brazo de la abuela mientras la ayudo a subir a un buggy-taxi con un dosel de tela por techo. El conductor sube la montaña con curvas pronunciadas, pasa frente a puertas opulentas que rodean casas de campo privadas. Los muros de piedra de los antiguos palazzi están cubiertos con lustrosas enredaderas rebosantes de gardenias blancas. Los edificios altos de la bahía de Nápoles, de donde venimos, se ven desde aquí rodeados de humo, como si fueran industrias, como una pila de cajas de zapatos grises en un almacén.

Cuando llegamos a la cumbre de les acantilados, el conductor nos deja en la piazza. Los turistas se arremolinan, encerrados dentro de la plaza del pueblo como los animales de un circo en un cuadrilátero. Hay elegantes tiendas alineadas en la plaza, que tienen las puertas de entrada abiertas para animar a los clientes. El conductor nos señala la calle que nos lleva a nuestro hotel.

La abuela y yo nos abrimos camino entre los turistas. Libre de equipaje, empiezo a sentir que estoy realmente de vacaciones. Caminamos por una estrecha calle en la que se alinean varias tiendas, las que venden coral y turquesa, Prada, Gucci y Ferragamo. Hago una nota mental de un pequeño lugar donde se puede comprar dulce de coco. Los compradores gozan de la sombra de los frondosos y encopetados cipreses viejos mientras caminan por la arteria comercial.

El hotel Quisisana forma parte de una hilera de edificios en lo alto de los acantilados. Parece el escenario de ensueño de una comedia suntuosa de Preston Sturges, donde la heredera huida, que viste un vestido de noche de plumas de pavo real, termina mezclada con la jet set de una isla italiana. Es espectacular. Miro a la abuela, cuyos ojos se dilatan al verlo. Su reacción es impagable, pero preferiría que fuera la cara de Roman la que estuviera viendo en este momento. Ella sabe lo que estoy pensando y me aprieta la mano.

Dentro del hotel, los huéspedes parecen moverse a cámara lenta debajo de los murales renacentistas del gran vestíbulo. El suelo de mármol estampado en blanco y negro está salpicado con gruesas alfombras blancas. Estatuas de diosas romanas en pedestales miran desde las esquinas, y las opulentas arañas de cristal centellean sobre los sofás blancos de seda y las sillas forradas de damasco dorado. Las paredes de cristal en la parte de atrás del hotel revelan una ancha escalera que conduce a los jardines, con veredas circulares que serpentean perezosamente a través de los retazos de sombra verde que producen las palmeras.

Los visitantes de este edén italiano con suntuosa simplicidad revolotean por doquier. Hay franjas de seda blanca y cachemir azul cobalto, acompañados por montones de oro dondequiera que mires: cadenas, pendientes con forma de gota, de aro y eslabones. Las mujeres derraman platino y diamantes, un toque de brillo contra la piel bronceada.

Estoy de pie cerca del mostrador de la recepción, me atienden algunas de las personas más atractivas que haya visto nunca. Las mujeres tienen los pómulos altos y la línea recta del mentón como una escultura de mármol de Giacomo Manzú. Los mozos, delgados y bronceados, llevan esmóquines blancos con charreteras doradas, todos son versiones del príncipe azul; hablan muy poco, pero con la intención de complacer.

Explico mi situación al encargado, que sonríe, me da una llave de plástico que parece una tarjeta de crédito y me dice:

– El señor Falconi se ha encargado de todo.

Este comentario me recuerda que Roman en verdad quería estar aquí hoy, que él hizo unos planes excelentes y que yo había preparado para nosotros unas vacaciones de ensueño desde el principio hasta el fin, incluso si él no estaba aquí desde el primer día para compartirlas. No es suficiente para que le perdone, pero, por lo menos, empiezo a pensar en el miércoles de una nueva manera, completamente distinta.

La abuela me sigue dentro de un diminuto ascensor hasta la última planta, llamada el attico. Al salir del ascensor hay un rincón con un sofá azul pálido almohadillado de dos plazas y una pintura al pastel al estilo de los cuadrados de Mondrian. El suelo de madera brilla.

Entramos en la enorme suite llena de luz y bellamente decorada de azules cielo y ocre. Nos detenemos a digerirlo, un poco con la esperanza de pillar a Cary Grant y a Grace Kelly en el sofá, brindando con champaña.

Pongo mi bolso encima del escritorio de madera de cerezo. Tiene una superficie para escribir empotrada, de cuero negro con adornos de pan de oro. Un sofá Luis XIV, de color blanco, está repleto de cojines, forrados de seda azul.

La abuela silba:

– ¡Fiuuu!

Entro en el dormitorio y veo una cama muy grande cubierta con una colcha blanca y brillante, una hilera de botones azules sube por su costura. Después de la cama está el cuarto de baño, que tiene una profunda bañera blanca que hace juego con los lavamanos dobles de mármol sostenidos por latón trenzado. Las baldosas del suelo tienen un diseño que combina el elegante azul cielo y el blanco. Observo mi rostro en el espejo mientras digiero los detalles de la romántica suite, donde todo está equipado de dos en dos. Mi expresión dice: «¡Qué desperdicio sin un hombre!».

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