Bajo la cremallera de mi chaqueta y me quito los pantalones. Me meto en el agua tibia hasta que me llega al cuello. Agito la superficie del agua con las manos. Levanto los pies del fondo y me desplazo con suavidad, luego extiendo los pies frente a mí hasta que floto sobre mi espalda. Cierro los ojos y dejo que los gentiles rollos de agua me envuelvan.
El cielo de la tarde es azul grisáceo y una brisa proveniente deja arboleda más allá del hotel trae un olor a melocotones maduros. Después de un rato, nado cerca de la estatua de león en la orilla profunda. Atrapo el agua en estallidos de cristal mientras flotan a través de mis manos. El agua tibia y la suave brisa me confortan mientras se pone el sol. ¿Qué haré durante la cena? No tengo planes, así que nado.
Voy adelante y atrás, desde la orilla poco profunda hasta el final más hondo, haciendo una lenta versión del chapoteo al estilo de Capri y adueñándome de la piscina. Mis brazos golpean el agua con golpes rítmicos y de pronto estoy jadeando. Floto sobre mi espalda de nuevo. Me imagino que, dentro de algunos años, recordaré esto, me recordaré con un bañador de mal gusto, sola en un balneario glamuroso. Pienso en el consejo de la abuela de no prestar atención a lo que me hace infeliz. Me resulta cómico, pues ella, en este momento, está buscando su felicidad con Dominic en una casa de campo.
El chico de la piscina pliega las sombrillas, para dar a entender que la piscina se cierra. Las sombrillas parecen alfileres azules clavados en el cielo púrpura. Él alinea las tumbonas dentro de un amplio círculo, luego arrastra una cesta de toallas detrás de una pantalla de bejuco.
– ¿Valentina?
Oigo a alguien pronunciar mi nombre. Doy una vuelta en el agua y miro hacia el lugar de donde proviene la voz.
– ¿Gianluca?
Me pongo la mano a modo de visera para evitar la luz del atardecer. Gianluca se arrodilla cerca de la piscina y me da una toalla. La mujer con la novela de suspense y el chico de la piscina ya se han ido, sólo estamos Gianluca y yo.
– ¿Qué haces aquí?
– No podía dejar a papa conducir solo hasta Nápoles.
Subo los escalones fuera de la piscina. Gianluca sostiene la toalla y, como cualquier hombre en Italia, me la entrega con lentitud. Extiendo la mano, tirándole agua en el brazo. Doy palmadas en su brazo donde cae el agua, luego abro la toalla y me envuelvo con ella como una capa.
– ¿Coco Chanel? -dice, y señala el cinturón.
– Chuck Cohen.
– ¿Chuck Cohen? -dice confundido.
– Es una imitación.
– Sí, sí -dice riendo-. ¿Outlet?
– Aja -levanto la mano-. Mi madre es la reina del outlet. Es una larga historia.
– Mi piace.
Original o no, le gusta el bañador.
– Gianluca, no estoy de humor para flirteos, te lo advierto. Básicamente soy un pez globo lleno de angustia y si choco contra un muro, explotaré. Se supone que tenía que estar con mi novio en esta isla romántica, pero estoy sola y me siento algo más que miserable. Capisci?
Me ajusto la toalla como un vendaje. Soy una persona herida que camina envuelta en una toalla, estampada con una Q gigante.
– Capisco. ¿Qué harás en la cena?
– A decir verdad, pensaba recurrir al servicio de habitaciones y ver una película.
– ¿Por qué?
– Eso hago cuando estoy sola.
– Pero no estás sola, yo estoy aquí.
Gianluca, como todos los hombres de cierta edad, tiene mejor aspecto a la hora del crepúsculo. El gris de su cabello se torna plateado, su altura se magnifica y la cantidad exacta de luz vertida sobre sus rasgos duros da a su estructura ósea la apariencia de una invencibilidad juvenil o la sabiduría de un viejo guerrero. Como se quiera. Lo observo mientras sopla la brisa nocturna. Podría tener un compañero para cenar peor, además, la idea de cenar sola en la suite sin Roman se aproxima al autocastigo. Así que digo:
– Deja que me vista.
Reviso mi BlackBerry mientras Gianluca me espera en el vestíbulo del hotel. Roman me ha enviado once mensajes, todos desbordan disculpa o prometen buen sexo y una cata sin fin de vino de la región. Me desplazo por los mensajes como si fueran un menú de comida china para llevar e intentara encontrar los fideos. He decidido continuar enfadada con él por el momento y, creedme, tengo derecho. En vez de enviarle un mensaje a Roman, llamo a mi madre.
– Mamá, ¿cómo estás?
– Olvídate de mí, ¿cómo estás tú?
– En Capri. No tienes que recoger a la abuela en el aeropuerto.
– Me he enterado de todo. Ella ha llamado. Qué bien que tenga un buen amigo que le muestre los alrededores. Debe de haber hecho vínculos maravillosos en sus viajes.
– ¿Estás viendo la serie de Jane Austen? -le pregunto. Los giros en la frase de mi madre son una señal evidente de que anda en sus juergas británicas.
– Ayer por la noche pusieron Sense and sensibility. ¿Cómo lo sabes? -dice-. Escucha, cariño, me ha contado lo de Roman. Lo siento. ¿Qué puedo decir? El hombre tiene un trabajo muy exigente. Es el precio del éxito. Debes ser paciente.
– Lo intento. Pero, mamá…, ¿ese bañador?
– Increíble, ¿no? -exclama.
– Si eres Pussy Galore en una película de James Bond.
– ¡Lo sé! Es tan retro y tan chic. Al estilo de Lauren Hutton en una portada de Vogue de 1972.
– ¿Y el cinturón?
– ¡Me ha encantado! Es joyería falsa de calidad.
Sabía que defendería la bisutería.
– Mamá, es un exceso.
– ¿En Capri? Jamás. Liz Taylor y Jackie O. pasaban las vacaciones ahí. Créeme, ellas deslumbraban en la piscina y ¿por qué mi hija no debería impresionar?
– ¿Esa es tu justificación del bañador?
Cuelgo el teléfono y me quito el albornoz. Me doy un baño con el gel de ducha del hotel Quisisana, hecho de manteca de karité, vainilla, melocotón y algo de madera que parece pino. Huelo tan bien que hoy podría enamorarme de mí.
Elijo una falda negra sencilla y una camisa blanca de manga abombada ajustada en el puño. En algún sitio de las revistas viejas de mi madre había una página con una esquina doblada y una fotografía de Claudia Cardinale durante sus vacaciones en Roma con un atuendo similar. Me calzo unas sandalias plateadas con una simple hebilla de perla en el tobillo. Me echo un poco de mi Burberry y me dirijo al ascensor.
Atravieso el vestíbulo de la entrada principal. Parejas de distintas edades están vestidas para ir a cenar y dan vueltas por la recepción. Camino entre ellas y salgo. Gianluca me espera en el bar al aire libre. Lo saludo con la mano. Se pone de pie mientras me acerco.
– Te he pedido un trago -dice. Mi bebida está junto a la suya. Saca mi silla. Me siento y luego él. Levanta su copa y brinda-. Lamento que tu viaje no haya salido como esperabas, Valentina.
– Roman estará aquí el miércoles.
– Bene.
– Sin embargo, no me portaré bien con él hasta el viernes.
– ¿Por qué dejas que te trate así?
– Tiene que llevar su negocio. A veces las cosas se escapan de su control -lo disculpo. No puedo creer que lo esté haciendo, pero el tono de Gianluca me ha puesto a la defensiva-. No lo conoces. Sólo sabes que tendría que estar aquí y que lo ha retrasado, pero llegará en cuanto pueda. No es el fin del mundo.
– Pero sí de tu visita.
– Tienes razón.
– Deberías ver Capri con alguien que te ame.
– La veré con alguien que me ama, pero no hoy.
Terminamos nuestras bebidas y nos unimos a las hordas de turistas que avanzan zigzagueantes por las calles adoquinadas del pueblo. Caminamos un rato, hasta que Gianluca me guía lejos de la atestada calle. Entramos por una puerta de madera, que él cierra detrás de nosotros.
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