Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Roman Falconi hace promesas y yo dejo que las rompa porque entiendo la dificultad de vivir una vida creativa, haciendo zapatos o tagliatelle para gente hambrienta. El teléfono suena. Contengo la respiración y me siento antes de cogerlo. Roman habrá entrado en razón y cambiado de idea. ¡Hará el viaje! ¡Lo sé! Descuelgo el teléfono. Me digo a mí misma que no debo estropearlo. «Sé paciente», me digo mientras respiro.

– ¿Valentina?

No es Roman. Es Gianluca.

– ¿Sí?

– Quiero llevarte a conocer a mi amigo Costanzo.

No respondo.

– ¿Te encuentras bien? -me pregunta-. Le he dicho que estás esperando a que llegue tu novio, así que hizo un hueco para ti esta tarde.

– Esta tarde me va bien -le digo, y cuelgo el teléfono después de quedar a una hora.

Saco mi libreta de la cómoda y cojo la lista de cosas que quería hacer con Roman en Capri. Ahí están, llamando a las cosas por su nombre, una lista de fabulosas y románticas excursiones, viajes a los alrededores, lugares donde comer, comidas para probar, ¡las horas en que la piscina está abierta! Incluso tengo ese horario.

De pronto, la tristeza de tener que hacer estas cosas sola me sobrepasa. Empiezo a llorar, la decepción es casi imposible de soportar. Este lugar es tan romántico y yo soy tan miserable. El rechazo es lo peor, tengas catorce o cuarenta. Duele, es humillante e irreversible. Cojo la caja de pañuelos y salgo al balcón.

El sol emite una luz anaranjada intensa sobre el cielo azul profundo. Los yates, con sus velas blanquísimas, oscilan en el puerto que está abajo. Los observo mucho tiempo.

Pienso en llamar a la abuela, pero no quiero que desperdicie esta semana preocupada por mí, o peor, tratando de incluirme en sus planes con Dominic.

Observo a unafamilia, dos niños, la madre y el padre, que se dirige a la piscina. Los niños saltan a lo largo del sendero retorcido que cruza el jardín, mientras los padres los siguen detrás, muy de cerca. Los veo llegar a la piscina, los niños se quitan la ropa y saltan al agua. La madre elige unas sillas y acomoda las toallas. El esposo apoya los brazos en la espalda de su esposa, y la sorprende. Ella ríe y se da media vuelta. Se besan. Aquí la felicidad parece surgir sin esfuerzo. La gente normal, como esta familia, encuentra la felicidad y se enamora y recrea su propia familia. Esto nunca me sucederá. Lo sé.

Me doy una ducha y me visto. Lleno mi bolso de mano con mi teléfono, mi billetera y la libreta de dibujo. Me dirijo a la puerta. No puedo estar un minuto más en esta habitación: es un recordatorio de quién no está aquí. Este recuerdo me hace llorar, así que echo la caja de pañuelos en el bolso.

El vestíbulo está muy tranquilo a esta hora de la mañana. Voy al mostrador, abro el bolso y saco la billetera.

– ¿Se va? -me pregunta el chico.

– No, no. Estaré aquí una semana, como estaba planeado. Quisiera quitar el nombre del señor Falconi de mi habitación y que se haga el cargo a mi tarjeta de crédito, por favor. -Sí, sí -dice. Pasa la tarjeta de mi habitación por el lector, encuentra la información, toma mi tarjeta de crédito y hace los cambios en la cuenta.

– Gracias. Ah, y también me gustaría dar un paseo en yate alrededor de la isla.

– Claro. -Revisa los horarios-. Hay uno que sale en veinte minutos desde el muelle.

– ¿Podría pedirme un taxi?

– Por supuesto -dice.

El paseo en yate no se hace en yate, para nada, sino en una barca con varios remos de madera y bancos pintados de amarillo brillante, en los que los turistas, incluyéndome a mí, nos sentamos de cuatro en cuatro. Somos cerca de dieciocho, la mayoría japoneses, unos cuantos griegos, una pareja de estadounidenses, un ecuatoriano y yo.

El capitán es un viejo lobo de mar napolitano de barba blanca, sombrero de paja y un megáfono apaleado que parece sacado de las profundidades del mar Tirreno. Mientras la barca se aleja del muelle, surcamos la superficie del mar impulsados por la propulsión del motor.

El capitán Pio explica que nos mostrará las maravillas naturales de Capri mientras la mujer que está junto a mí me da un codazo en la cara para hacerle una fotografía a Pio con la cámara de su móvil. De pronto, todos los turistas están fotografiando a Pio con sus teléfonos. Él hace una pausa y sonríe para ellos. Pienso en Gianluca, que me dijo que odiaba toda esta tecnología. En este momento, yo también.

Echo de menos las grandes y pesadas cámaras viejas que llevabas alrededor del cuello con una correa y, sobre todo, echo de menos tener que reservar el rollo para los mejores momentos, porque eran demasiado caros. Ahora hacemos fotos de todo, incluso de las personas que hace fotos. Quizá Gianluca tenga razón, la tecnología no nos ofrece una mejor manera de vivir o un arte mejor, es una locura.

Me gusta observar los botes en el río Hudson, pero es muy diferente estar en uno, rebotando y dando brincos sobre las olas. Me sorprende que el viaje sea tan tambaleante pues, desde los muelles, las embarcaciones parecen moverse con suavidad sobre el agua. ¿De esta manera es el amor? Parece muy fácil y sin esfuerzo desde la distancia, pero cuando estás ahí, es una experiencia muy diferente. Sientes cada empujón y te preguntas cuál será la ola que te dará alcance, si sobrevivirás o te ahogarás en las peligrosas aguas, si lo lograrás o volcarás.

Nuestra barca es difícil de manejar, nos movemos por la superficie como una tabla vieja. Las grandes olas vienen de todas partes, nos elevan unos centímetros para enviarnos con un golpe seco al agua. Los saltos empiezan otra vez cuando una nueva ola se lanza rodando sobre nosotros. Mis dientes me empiezan a doler por el golpeteo de la superficie contra el fondo de la barca. Siento el peso de cada ser humano en esta barca. Nos sentamos tan cerca que, cuando una ola granuja golpea un lado, es como si el grupo fuera azotado con un tubo de plomo.

Pio guía la barca a una cala tranquila -gracias a Dios- y señala una formación rocosa natural que se parece a la estatua de Nuestra Señora que apareció en la gruta de Lourdes. Pio dice que Nuestra Señora es un milagro del viento, la lluvia, la roca volcánica y la fe. En este momento hasta yo saco el teléfono y hago una foto. Pio dirige la barca fuera de la cala y nos muestra el coral indígena que crece debajo de la orilla del agua a lo largo de la escollera. Mientras las olas chapotean contra las rocas, pillamos algunos atisbos de los tentáculos del vidrioso coral rojo. Empiezo a llorar cuando recuerdo la rama de coral que me dio Roman el día que me prometió este viaje. La mujer asiática que está junto a mí me pregunta:

– ¿Se encuentra bien? ¿Está mareada?

Sacudo negativamente la cabeza, quiero gritar: ¡no estoy mareada! ¡Estoy desconsolada! Pero sonrío, asiento y miro el océano. ¡No es culpa de ella que Roman Falconi no viniese! La desconocida sólo intenta ser amable, eso, y que no vomite sobre su bolso Gucci de imitación.

Pio dirige la barca hacia el mar y somos lanzados de un lado a otro de nuevo. Miro montones de barcas como la nuestra repletas de turistas hombro con hombro dando vueltas. Cuando salimos de la cala, otra barca se mete para ocupar nuestro lugar.

– ¿Cuándo veremos la gruta azul? -pregunta el esposo norteamericano de la esposa norteamericana.

– Pronto, pronto -le responde Pio con una sonrisa cansada que significa que responde mil veces al día la misma pregunta.

Oímos la música de un acordeón que se desplaza por el agua. Todas las cabezas se giran hacia la alegre tonada. Un bruñido catamarán con un baldaquín de rayas blancas y negras se hace visible desde las rocas. Un hombre toca un acordeón y su acompañante, con un sombrero ancho que le cubre la cara, está recostada en un montón de cojines sobre la cubierta alfombrada. Es un espectáculo muy romántico, tanto que provoca que todas las personas atiborradas en este batel lamenten no haber fanfarroneado y alquilado un bote privado.

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