Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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La música se hace más fuerte conforme el catamarán se aproxima.

– Es una maravilla, ¿no? -dice la mujer estadounidense-. Un amor de la tercera edad.

Miro más de cerca el catamarán. ¡Dios santo!, es mi abuela la que está debajo de ese sombrero, como una cortesana de Boticelli en reposo, excepto porque ella no come uvas, sino que escucha la serenata de Dominic. Me pongo las manos en la cara para ocultarme, porque no hay suficiente espacio para doblar los codos.

El capitán Pio grita al capitán del catamarán:

– ¡Giuseppe! ¡Aquí, Giuseppe!

El capitán lo saluda. Las olas golpean con fuerza nuestra cargada barca, me sorprende que el capitán no haya entendido el saludo de Pio como una señal de advertencia. Los turistas de nuestra barca agitan las manos hacia los amantes y luego empiezan a hacerles fotografías. Qué raro estar de vacaciones y hacer fotos de otras personas para divertirse. La abuela y Dominic tienen sus propios paparazzi- Podría gritar, así que lo hago:

– ¿Abuela? -grito. Mi abuela se sienta, se empuja el sombrero y entorna los ojos a través del agua hacia nuestra barca.

– ¿Los conoces? -me pregunta la mujer estadounidense que está detrás de mí. Estamos demasiado apretados para volverme, así que grito mirando hacia delante:

– Sí.

– ¡Valentine! -la abuela agita la mano hacia mí. Le da un codazo a Dominic, que mueve su acordeón.

– ¡Disfrutad! -grito mientras nos alejamos. La abuela se recuesta entre los cojines y Dominic sigue tocando.

¿Cómo debo tomarme esto? Mi abuela de ochenta años está siendo seducida en el mar Tirreno y yo voy embutida en esta barca como un filete de atún para el mercado de pescado local… Como si necesitará otra razón para llorar en la isla de Capri.

– ¿Qué te ha parecido la gruta azul? -me pregunta Gianluca mientras caminamos hacia la tienda de zapatos de Costanzo Ruocco.

– No pudimos entrar, la marea era demasiado alta.

– Es una pena -dice, y sonríe.

– ¿Te hace gracia?

– No, no, es tan típico…

– Sé que los residentes ponen un letrero para mantener a los turistas alejados.

– Pero no difundas nuestros secretos.

– Demasiado tarde. Sé todo sobre los italianos y sus secretos. Vosotros os quedáis con el mejor aceite de oliva extra virgen aquí en vez de enviárnoslo a nosotros y os quedáis con el mejor vino. Ahora he descubierto que es verdad, cerráis un hito natural cuando os viene en gana y lo convertís en una piscina particular. Estupendo.

Sigo a Gianluca por la estrecha acera a lo largo de la piazza y bajamos la colina. La puerta de entrada de Da Costanzo está apuntalada para permanecer abierta entre dos enormes portalones. Ambos están llenos de enjoyadas sandalias abiertas para mujer y mocasines para hombre de todos los colores, desde el verde lima hasta el fucsia.

Entramos en la tienda, que es un espacio pequeño lleno, del suelo al techo, con docenas de zapatos en expositores inclinados de madera. Los colores del cuero van desde los tonos ocres hasta los brillantes como golosinas. La sandalia básica es la plana con una correa en forma de T. Son los adornos, de atrevida geometría, los que las hacen especiales: círculos entrelazados de cuero dorado, cuadrados abiertos de feldespato atados a pequeños círculos de aguamarinas, racimos enjoyados de rubí o un gran triángulo esmeralda pegado a unas delgadas correas verdes.

Costanzo Ruocco parece tener cerca de setenta años y lleva su blanco cabello peinado hacia atrás. Se inclina sobre un banco pequeño de zapatero en la parte trasera de la tienda. Mira hacia abajo, a su trabajo, entrecerrando los ojos ante la tarea que tiene entre las manos. Sostiene il trincetto, una pequeña navaja de trabajo, y recorta las correas de la sandalia. Luego, cambia la navaja por el scalpello, una herramienta con la punta afilada. Hace un hoyo pequeño en la suela de la sandalia e hilvana un trozo de cuero suave por ella. Luego coge il martello y golpea la correa en la base. Sus manos se mueven con destreza, rapidez y precisión, señales de un maestro en el trabajo.

– ¿Costanzo? -Gianluca le interrumpe con gentileza.

Costanzo alza la vista. Tiene una sonrisa amplia y cálida y la piel sin arrugas de una persona sin remordimientos.

– Soy Valentine Roncalli. -Le doy la mano. Deja la sandalia y me aprieta la mano.

– ¿Italiana? -me dice.

Asiento y digo:

– Por los dos lados. Italoamericana.

Un joven de treinta años, con cabello negro y ondulado, empuja una puerta con un espejo que conduce al almacén que-Rápido. Bien -asiente Costanzo.

Paso lo que queda de la tarde junto a Costanzo. Martillo y coso, corto y raspo, pulo y encero. Hago todo lo que me pide. Me gusta el trabajo, mantiene mi mente alejada de lo que se supone que deberían ser mis vacaciones.

Pierdo la noción del tiempo hasta que miro hacia arriba y veo el pálido azul del crepúsculo sobre los acantilados.

– Vienes a cenar -me invita Costanzo-. Tengo que agradecértelo.

– No, aprecio que me dejes trabajar contigo. Me lo agradeces así. -Costanzo me mira y sonríe-. ¿Podría, por favor, venir mañana?

– No. Ve a la playa. Descansa, estás de vacaciones.

– No quiero ir a la playa, preferiría venir aquí y trabajar contigo.

Me sorprende oírme decir eso, pero cuando lo digo sé que las palabras son sinceras.

– Tendré que pagarte.

– No, puedes hacerme un par de sandalias.

Perfetto!

– ¿A qué hora abres?

– Estoy aquí desde las cinco de la mañana.

– Llegaré a las cinco.

Me cuelgo el bolso del brazo y salgo a la plaza.

– ¡Valentine! -me llama Antonio-. Gracias.

– ¿Bromeas? Mille grazie. Tu padre es fabuloso.

– No deja que nadie se siente junto a él. Le gustas, a él no le gusta nadie. -Antonio se ríe-. ¡Está encandilado!

– Causo ese efecto en los hombres. Te veo mañana -le digo. Sí, el efecto que causo en los hombres, excepto en el que cuenta, Roman Falconi.

Mientras camino junto a los turistas que suben a sus autobuses, que hablan fuerte y se ríen con ganas, me siento más sola que nunca. Quizá después de todo he encontrado la manera de convertir este desastre en algo maravilloso; he pasado el día aprendiendo de un maestro, y en verdad lo he disfrutado. Y si mis instintos no me fallan, o por lo menos trabajan mejor que en el amor, tengo la sensación de que acabo de aprender lo que necesitaba aprender de Costanzo Roucco.

– ¿Valentine? Andiamo -me llama Costanzo desde la parte de atrás de la tienda. Costanzo está tan sorprendido de que en verdad me haya presentado al trabajo como yo lo estuve al decirlo. En realidad ignora que me está haciendo un favor al salvar estas vacaciones.

Dejo mi trabajo y sigo el sonido de su voz a través del almacén y del patio del jardín, donde hay una pequeña mesa y cuatro sillas. La mesa tiene un mantel de algodón blanco con una maceta de geranios rojos encima, que le sirve de ancla para que no salga volando a causa de la brisa de Capri.

Costanzo me indica con la mano que me siente a su lado. Abre una caja de latón y vacía el contenido. Desenvuelve un pedazo de pan de una hoja de papel de cera; después, pone un envase con higos y luego abre una lata de lo que parece pescado cubierto con aceitunas negras. Extrae dos servilletas. De debajo de la mesa saca una jarra de vino casero. Me sirve un vaso y luego se sirve uno para él.

Corta el pan, que no es pan para nada, sino pizza alige, masa suave rellena con cebolla y anchoas picadas. Parte la suculenta pizza en rebanadas delgadas y largas, luego coloca dos en un plato para mí. Muerdo la corteza crujiente que cobija a la salada anchoa suavizada por las cebollas dulces y la mantequilla.

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