Adriana Trigiani - Valentine, Valentine
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Llegamos a un estanque profundo en la base de la cascada. El agua es de color tinta azul. Él se vuelve hacia mí. La corriente del agua es tan estridente que no podemos hablar. Suelto mi mano de la suya y la meto en mi bolsillo. Quizá sea mayor, pero sigue siendo un hombre. Si tengo que aterrarme a algo será a Roman Falconi, cuando regrese a casa.
Saco la mano para coger mis zapatos, él me los da. Salto hacia delante y vuelvo a nuestra mesa, donde el camarero ha dejado mi café con leche, el expreso de Gianluca y un tazón de melocotones maduros.
Me meto en la cama y abro mi móvil. Llamo a Gabriel.
– ¿Qué tal Italia?
– Peligrosa -le digo.
– ¿Qué ha pasado? -La abuela tiene un amante.
– Ah, esa clase de peligro. A ver si lo entiendo, ¿la abuela tiene un amante y yo estoy soltero? Ya ves.
– Oye, no me ha gustado como ha sonado eso.
– Sabes lo que quiero decir. ¡Tiene ochenta! Evidentemente, unos ochenta muy vitales -admite Gabriel.
– Se pone peor, el hijo de su novio me tira los tejos.
– Ve a por él.
– ¡No! Nunca sería infiel a Roman.
– Entonces, ¿para qué me estás contando esto? Además, sin anillo no hay compromiso -dice Gabriel. Su filosofía: no hay engaño a menos que haya anillo de compromiso-. ¿Qué edad tiene Marmaduke?
– Gianluca, tiene cincuenta y dos.
– ¿Cincuenta y dos bien vividos o mal vividos?
– Bien vividos -por lo menos soy sincera-. Pero tiene el pelo cano.
– ¿Y quién no?
– Olvida que te lo he dicho. Estoy enamorada de Roman.
– Me alegro porque ésa es la única manera de conseguir una mesa en el Ca' d'Oro. Y quiero una mesa en el Ca' d'Oro tan a menudo como sea posible. Tu novio es la leche.
– ¿Te ha tratado bien?
– Roman hizo todo lo que estaba en sus manos. Parecía que yo era el crítico gastronómico del New York Times, cuando apenas distingo entre la paletilla de cerdo y la pierna de cordero.
– Bien por ti. Oye, ¿has examinado a la ayudante de cocina de Roman?
– Sí, lo hice. Su nombre es Caitlin Granzella. La conocí en mi visita a la cocina.
– ¿Y?
– Estás muy lejos de casa, no necesitas hacerte una idea.
– ¡Gabriel!
– Vale, vale. Tengo que ser sincero. Pienso en Nigella Lawson. Cara y cuerpo. Acicalada, contorneada. Tiene la forma de un bote de champú Prell.
No digo nada. Mi novio tiene una impresionante ayudante de cocina y yo estaré fuera varias semanas.
– ¿Valentine? Respira y no te preocupes. Creo que el señor Falconi tiene planes duraderos contigo.
– ¿Lo crees?
– Sólo habla de Capri y de cómo te va a enseñar todo y cómo, por primera vez en su vida, se tomará unas vacaciones de verdad, porque sólo hay una chica en el mundo con la que quiera perderse en una isla italiana, y ésa eres tú. Así que no te preocupes por la señorita «Cortar y Picar» de la cocina del Ca' d'Oro. Él no sueña con ella, está loco por ti.
Mientras nos deseamos buenas noches me apoyo en los cojines y fantaseo con Roman Falconi. Le imagino e imagino el mar azul, las nubes rosadas y el sol caluroso sobre Capri. A medida que me sumerjo en un sueño profundo y satisfactorio, imagino que las manos de mi amado me rodean sobre la tibia arena.
12 La isla de Capri
La semana anterior a nuestro último día en Arezzo, la abuela, Dominic, Gianluca y yo hicimos la ruta del zapatero en Italia. Fuimos hasta Milán y pasamos por la fábrica Mondiale. Ahí compramos suficientes hebillas, broches y presillas para suministrar otros diez mil pares de zapatos de nuestra tienda.
En Milán nos reunimos con el contacto de negocios de Bret, un grupo de financieros italianos que trabajan con diseñadores que tienen cobertura en Italia y Estados Unidos. Apoyan la idea de Bret de que debemos diseñar una colección secundaria a la de nuestros zapatos hechos a la medida. Les expliqué que nosotras queríamos crecer en ese frente y mencioné la posibilidad de los escaparates de Bergdorf, que los entusiasmó, ya que habían hecho varios negocios con la venerable compañía Neiman Marcus, de la que Bergdorf Goodman es propietario.
También fuimos a Nápoles a conocer a Elisabetta y Carolina D'Amico, las expertas en ornamentos. Me perdí en su tienda, un parque temático para cualquier diseñador, cuartos llenos de cintas enjoyadas y correas, engarces adornados con cuentas, broches y lazos. Estas mujeres tenían mucho sentido del humor, de modo que su trabajo era imaginativo: adornos de cascaras en un mar de arroz teñido, pegados para que parecieran granos de arena en la playa; coronas miniatura enjoyadas en los rostros de los camafeos o, mi preferida, la tarta de boda, diamantes falsos recortados con la forma de una tarta a lo largo del empeine, con los fetiches dorados de la novia y el novio al final del tobillo, sujeto con correas que combinan. Genial.
Éste es nuestro último día en Arezzo y de la misma manera que echaré de menos la sopa de la signora Guarasci y mi habitación con las ventanas abiertas que dejan entrar el aire de la noche, estoy ansiosa por ir al aeropuerto a dejar a la abuela y recoger a Roman. Intento no mostrar mi excitación porque del mismo modo que yo me siento feliz de ir al aeropuerto, la abuela se siente triste.
Me espera en el corredor, fuera de nuestras habitaciones, y dice con tranquilidad:
– Estoy lista.
– Cogeré el equipaje -digo. Entro en su habitación por la maleta.
Ya he puesto las mías en el coche, junto con un talego nuevo lleno de muestras de telas. El cuero y la tela que pedí nos las enviarán y estarán en casa cuando llegue.
La signora Guarasci nos espera al final de la escalera. Nos ha preparado unas bolsas de comida para el viaje, panini de jamón con queso y dos botellines de Orangina para acompañarlos. Nos da a cada una un abrazo y un beso y nos da las gracias por ser sus clientes.
La abuela sale por la entrada principal, se sujeta de la barandilla y baja las escaleras. Dominic la espera en el último escalón. Salto con rapidez para dejar que la abuela tenga intimidad.
Voy al coche, que está aparcado al lado del hotel, coloco la cartera de la abuela en el maletero y espero. A través de la gruesa valla de madera los veo abrazarse. Luego él se sumerge en ella y la besa con la espalda doblada, de una manera que no había visto desde que Clark Gable besara a Vivien Leigh en el DVD conmemorativo de Lo que el viento se llevó.
– Mi padre está muy triste -dice Gianluca, que está detrás de mí.
Me da vergüenza que me haya pillado espiando.
– También la abuela -digo, y me vuelvo hacia él-. Gracias por todo lo que habéis hecho por nosotras en este viaje.
– He disfrutado de las conversaciones -dice.
– Yo también.
– Espero que vengas de nuevo alguna vez.
– Lo haré.
Miro a Gianluca que, después de semanas de viajar con nosotras, se ha convertido en un amigo. Cuando lo conocí por primera vez, fui crítica y todo lo que puede ver fueron las canas, el cochazo y la hija de casi mi edad. Ahora puedo apreciar su madurez. Es elegante sin ser vano y tiene excelentes modales sin ser pomposo. Gianluca también es generoso, nos puso, a la abuela y a mí, en primer lugar durante nuestra estancia.
– Estarás contento de vernos partir -le digo.
– ¿Por qué dices algo así?
– Te hemos quitado mucho tiempo.
– Lo he disfrutado -dice, y me da un pedazo de papel-. Éste es el número de mi amigo Constanzo en Capri. Por favor ve a verle, es el mejor zapatero que conozco, además de ti, por supuesto. -Gianluca sonríe y añade-: Deberías verle trabajar.
– Lo haré -miento. Mientras esté en Capri no pienso ver más zapatos que los que lleve puestos. Quiero hacer el amor, comer espaguetis y sentarme frente a la piscina, en ese orden-. Bueno, gracias. -Estiro la mano. Gianluca me la coge y la besa. Luego se inclina hacia delante y me besa en las dos mejillas. Cuando sus labios rozan mi cara, huelo a cedro y limón; su piel es muy tibia y limpia, y me recuerda la primera vez que subí a su coche, el día que fuimos a Prato. Miro mi reloj y digo:
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