Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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Una niebla baja y espesa flota sobre el pueblo, como una cresta de algodón dulce rosado. A través de la niebla advierto a una mujer que se acerca a la pensión. Me intriga saber quién puede andar fuera a estas horas de la mañana.

La mujer se mueve con lentitud, pero conforme se acerca veo cómo se anuda su bufanda debajo de la barbilla. Es la abuela. ¿Qué hace a estas horas fuera? Lleva la trinchera desabotonada por debajo del cinturón, y por allí asoma el verde musgo de la falda que llevaba ayer. ¡Dios mío! No ha dormido en su habitación esta noche.

Ayer por la noche rechacé la invitación a cenar de los Vechiarelli porque sabía que necesitaba ocuparme de algunos correos electrónicos y revisar mi lista de telas para las compras de hoy. Pero también podría decir que yo era la tercera en discordia y que la abuela quería estar a solas con Dominic.

Oigo que la puerta de su habitación se cierra despacio. A continuación, oigo el rumor del agua en el cuarto de baño, y aprovecho la ocasión para volver de puntillas a mi cama. Me cubro con las mantas y cierro los ojos. Me despierto a las siete. Salgo de la cama, me doy un baño, me peino y me visto. Luego, doy unos golpecitos en su puerta del cuarto de baño, pero no responde. Abro la puerta y echo un vistazo en su habitación. La cama está hecha, ¡por supuesto!, nadie ha dormido en ella. Cojo mi bolso, las libretas y el teléfono y bajo las escaleras.

La abuela está sentada en el comedor leyendo el diario. Lleva una falda azul marino a juego con un jersey de cachemir. Su cabello está peinado con suavidad hacia fuera y se ha puesto pintalabios de color rosa.

– Lo siento, me he quedado dormida.

– Apenas son las siete -dice la abuela, alzando la vista del diario.

– Pero tenemos mucho por hacer hoy. ¿Tenemos dos horas de aquí al Prato, no?

– Sí, de eso te quería hablar -dice la abuela mientras baja el diario y me mira-. ¿Podrías seguir sin mí?

– Bueno, sí, si confías en mí para que recoja las telas…

– Claro, ayer hiciste un trabajo maravilloso, estupendo, con el cuero. Gianluca te llevará a Prato.

– ¿Y qué harás tú hoy?

– Iré de picnic con Dominic.

La signora Guarasci pone sobre la mesa el café caliente, la leche humeante y el azúcar.

– ¿Habéis dormido bien? -pregunta la signora.

– Sí -respondemos la abuela y yo al mismo tiempo.

– Abuela, no sé cómo puedes decir que dormiste bien, los truenos eran tan fuertes.

– Ah, sí, es verdad -concuerda ella.

– Me sorprende que hayas podido dormir.

– No ha sido fácil -dice, sin levantar los ojos de su periódico.

– Todo ese estruendo, los estallidos, los truenos y los rayos…

– ¡Menuda noche! -dice la abuela, y continúa hojeando el diario.

– Abuela, te he pillado.

– Valentine, ¿adónde quieres llegar? -dice la abuela, y baja el periódico. Por suerte, seguimos siendo los únicos clientes del Spolti Inn.

– Me he despertado esta mañana cuando casi eran las cinco. Llovía, me he levantado a cerrar las ventanas y te he visto fuera.

– Ah -dice. Coge de nuevo el periódico y finge que lo hojea-. Tenía jet lag y fui a caminar un poco.

– ¿Con la falda de ayer?

– Ya… -dice bajando el diario, y se sonroja-. Es suficiente.

– A mí me parece excelente.

– ¿De verdad?

– Claro.

– Es un poco raro… -empieza.

– ¿Para mí? ¿Conocer tu nueva faceta?

– Bueno, sí -se aclara la garganta-, y no es una faceta, soy yo.

– La apruebo, de hecho, más que la apruebo, me alegro por ti. Es bastante difícil encontrar el amor en este mundo, y que tengas un… -me cuesta decir la palabra «amante», así que digo- amigo… es un regalo. Entonces, ¿por qué fingir que no está pasando? No necesitas recorrer la montaña de madrugada y fingir que has estado aquí. Empaca tus cosas y quédate con él. Lo que pase en Arezzo se queda en Arezzo.

La abuela se ríe y dice:

– Gracias -bebe su café y añade-, eso también va para ti.

– Eh, ya lo cojo.

Miro hacia fuera. Siento como si Nueva York y todos sus problemas estuvieran a millones de kilómetros de distancia. Por un momento me olvido del concurso de Bergdorf, del aumento de nuestra deuda y de la agonía de tratar con Alfred. Incluso decido aparcar a Roman hasta que lleguemos a Capri, porque empiezo a cansarme de analizarnos. Por ahora sólo veo la primavera que se despliega en Italia, con los diminutos brotes verdes que se abren paso a través de las ramas grises.

– Pero antes de que te vayas -le digo a la abuela-, necesito saber una cosa.

– ¿Sí?

– ¿Cuánto satén duquesa de doble cara consideras que necesitamos en la tienda?

Espero a Gianluca en la acera, frente al Spolti Inn. La niebla de la mañana se ha levantado y ha dejado los adoquines limpios y mojados y el aire lleno de vida.

Arezzo es famoso por su clima ventoso de alta montaña y hoy no decepciona. Llevo un vestido sin mangas rosado que hace juego con la torera que mi madre encontró rebajada al setenta y cinco por ciento en Loehmann. Demos honor a quien honor merece, mi madre insiste en que es posible encontrar cosas increíbles en Loehmann, siempre y cuando busques. La torera fue uno de sus grandes triunfos, pues está hecha de un magnífico cachemir de tejido apretado, color arena.

Gianluca detiene el coche, sale de él, y lo rodea para abrirme la puerta.

– Buenos días -dice.

– Buenos días -digo. Me llega como un silbido el olor de su piel mientras me subo: es vivificante, huele a limón. Gianluca cierra la puerta del coche, asegurando la manija como si fuera el candado de una caja fuerte. Estoy segura de que Dominie le advirtió que si llegaba a caerme por accidente de su coche, lo mataría en nombre de mi abuela.

Gianluca rodea la parte delantera del coche y ocupa el asiento del conductor. Vamos en un modelo viejo de Mercedes, pero el interior todavía huele a cuero nuevo y el exterior azul marino está pulido para lograr un acabado vítreo.

Gianluca pisa el acelerador como si fuera a despegar de la línea de salida de una carrera de la Nascar.

– ¡Jo! -le digo-. ¿Podrías no pasar de los ciento cincuenta kilómetros por hora?

Navego por mis correos electrónicos. Le respondo a Wendy sobre el hotel, a Gabriel sobre el cuero y a mi madre sobre la abuela. Roman me escribe:

Sueño contigo y Capri. R.

Le respondo:

¿En ese orden? V.

– ¿Te gusta esa cosa, verdad? -Gianluca señala mi teléfono.

– No podría vivir sin él. Estoy en contacto permanente con toda la gente que conozco. ¿Cómo podría ser algo malo?

Se ríe y dice:

– ¿Cuándo piensas?

– Es curioso que lo preguntes. De hecho ayer por la noche lo apagué y me sumergí en la bañera, luego leí un poco.

Va bene, Valentina -dice. Qué raro, sólo mi padre me había llamado Valentina-. No me gustan esas cosas, adondequiera que vayas suenan esos pitidos y los tonos absurdos.

– Lamento decirlo, Gianluca, pero creo que estas cosas… -sostengo en alto mi móvil- llegaron para quedarse.

– ¡Aj! -dice, como si quisiera descartar todo lo que suene a comunicación contemporánea con un movimiento de la mano.

– Ah, perdona. He sido grosera al estar enviando correos en vez de hablar contigo -digo, y guardo el teléfono en mi bolso. Alcanzo a ver que la orilla de su labio se convierte en una sonrisa. Vale, Gianluca, pienso, eres italiano. Eres un hombre. Esto se trata de ti-. Soy tuya -le digo.

En recompensa a mi completa atención, Gianluca disminuye la velocidad para mostrarme la fachada de una iglesia rococó, un altar a la Virgen colocado al lado de la carretera por algún campesino devoto o un árbol indígena que sólo crece en esta parte del mundo. A las afueras de Prato toma la salida de la autopista y vuelve a la carretera. Agarro la manija de la puerta mientras damos saltos por un camino de grava.

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