Una niebla baja y espesa flota sobre el pueblo, como una cresta de algodón dulce rosado. A través de la niebla advierto a una mujer que se acerca a la pensión. Me intriga saber quién puede andar fuera a estas horas de la mañana.
La mujer se mueve con lentitud, pero conforme se acerca veo cómo se anuda su bufanda debajo de la barbilla. Es la abuela. ¿Qué hace a estas horas fuera? Lleva la trinchera desabotonada por debajo del cinturón, y por allí asoma el verde musgo de la falda que llevaba ayer. ¡Dios mío! No ha dormido en su habitación esta noche.
Ayer por la noche rechacé la invitación a cenar de los Vechiarelli porque sabía que necesitaba ocuparme de algunos correos electrónicos y revisar mi lista de telas para las compras de hoy. Pero también podría decir que yo era la tercera en discordia y que la abuela quería estar a solas con Dominic.
Oigo que la puerta de su habitación se cierra despacio. A continuación, oigo el rumor del agua en el cuarto de baño, y aprovecho la ocasión para volver de puntillas a mi cama. Me cubro con las mantas y cierro los ojos. Me despierto a las siete. Salgo de la cama, me doy un baño, me peino y me visto. Luego, doy unos golpecitos en su puerta del cuarto de baño, pero no responde. Abro la puerta y echo un vistazo en su habitación. La cama está hecha, ¡por supuesto!, nadie ha dormido en ella. Cojo mi bolso, las libretas y el teléfono y bajo las escaleras.
La abuela está sentada en el comedor leyendo el diario. Lleva una falda azul marino a juego con un jersey de cachemir. Su cabello está peinado con suavidad hacia fuera y se ha puesto pintalabios de color rosa.
– Lo siento, me he quedado dormida.
– Apenas son las siete -dice la abuela, alzando la vista del diario.
– Pero tenemos mucho por hacer hoy. ¿Tenemos dos horas de aquí al Prato, no?
– Sí, de eso te quería hablar -dice la abuela mientras baja el diario y me mira-. ¿Podrías seguir sin mí?
– Bueno, sí, si confías en mí para que recoja las telas…
– Claro, ayer hiciste un trabajo maravilloso, estupendo, con el cuero. Gianluca te llevará a Prato.
– ¿Y qué harás tú hoy?
– Iré de picnic con Dominic.
La signora Guarasci pone sobre la mesa el café caliente, la leche humeante y el azúcar.
– ¿Habéis dormido bien? -pregunta la signora.
– Sí -respondemos la abuela y yo al mismo tiempo.
– Abuela, no sé cómo puedes decir que dormiste bien, los truenos eran tan fuertes.
– Ah, sí, es verdad -concuerda ella.
– Me sorprende que hayas podido dormir.
– No ha sido fácil -dice, sin levantar los ojos de su periódico.
– Todo ese estruendo, los estallidos, los truenos y los rayos…
– ¡Menuda noche! -dice la abuela, y continúa hojeando el diario.
– Abuela, te he pillado.
– Valentine, ¿adónde quieres llegar? -dice la abuela, y baja el periódico. Por suerte, seguimos siendo los únicos clientes del Spolti Inn.
– Me he despertado esta mañana cuando casi eran las cinco. Llovía, me he levantado a cerrar las ventanas y te he visto fuera.
– Ah -dice. Coge de nuevo el periódico y finge que lo hojea-. Tenía jet lag y fui a caminar un poco.
– ¿Con la falda de ayer?
– Ya… -dice bajando el diario, y se sonroja-. Es suficiente.
– A mí me parece excelente.
– ¿De verdad?
– Claro.
– Es un poco raro… -empieza.
– ¿Para mí? ¿Conocer tu nueva faceta?
– Bueno, sí -se aclara la garganta-, y no es una faceta, soy yo.
– La apruebo, de hecho, más que la apruebo, me alegro por ti. Es bastante difícil encontrar el amor en este mundo, y que tengas un… -me cuesta decir la palabra «amante», así que digo- amigo… es un regalo. Entonces, ¿por qué fingir que no está pasando? No necesitas recorrer la montaña de madrugada y fingir que has estado aquí. Empaca tus cosas y quédate con él. Lo que pase en Arezzo se queda en Arezzo.
La abuela se ríe y dice:
– Gracias -bebe su café y añade-, eso también va para ti.
– Eh, ya lo cojo.
Miro hacia fuera. Siento como si Nueva York y todos sus problemas estuvieran a millones de kilómetros de distancia. Por un momento me olvido del concurso de Bergdorf, del aumento de nuestra deuda y de la agonía de tratar con Alfred. Incluso decido aparcar a Roman hasta que lleguemos a Capri, porque empiezo a cansarme de analizarnos. Por ahora sólo veo la primavera que se despliega en Italia, con los diminutos brotes verdes que se abren paso a través de las ramas grises.
– Pero antes de que te vayas -le digo a la abuela-, necesito saber una cosa.
– ¿Sí?
– ¿Cuánto satén duquesa de doble cara consideras que necesitamos en la tienda?
Espero a Gianluca en la acera, frente al Spolti Inn. La niebla de la mañana se ha levantado y ha dejado los adoquines limpios y mojados y el aire lleno de vida.
Arezzo es famoso por su clima ventoso de alta montaña y hoy no decepciona. Llevo un vestido sin mangas rosado que hace juego con la torera que mi madre encontró rebajada al setenta y cinco por ciento en Loehmann. Demos honor a quien honor merece, mi madre insiste en que es posible encontrar cosas increíbles en Loehmann, siempre y cuando busques. La torera fue uno de sus grandes triunfos, pues está hecha de un magnífico cachemir de tejido apretado, color arena.
Gianluca detiene el coche, sale de él, y lo rodea para abrirme la puerta.
– Buenos días -dice.
– Buenos días -digo. Me llega como un silbido el olor de su piel mientras me subo: es vivificante, huele a limón. Gianluca cierra la puerta del coche, asegurando la manija como si fuera el candado de una caja fuerte. Estoy segura de que Dominie le advirtió que si llegaba a caerme por accidente de su coche, lo mataría en nombre de mi abuela.
Gianluca rodea la parte delantera del coche y ocupa el asiento del conductor. Vamos en un modelo viejo de Mercedes, pero el interior todavía huele a cuero nuevo y el exterior azul marino está pulido para lograr un acabado vítreo.
Gianluca pisa el acelerador como si fuera a despegar de la línea de salida de una carrera de la Nascar.
– ¡Jo! -le digo-. ¿Podrías no pasar de los ciento cincuenta kilómetros por hora?
Navego por mis correos electrónicos. Le respondo a Wendy sobre el hotel, a Gabriel sobre el cuero y a mi madre sobre la abuela. Roman me escribe:
Sueño contigo y Capri. R.
Le respondo:
¿En ese orden? V.
– ¿Te gusta esa cosa, verdad? -Gianluca señala mi teléfono.
– No podría vivir sin él. Estoy en contacto permanente con toda la gente que conozco. ¿Cómo podría ser algo malo?
Se ríe y dice:
– ¿Cuándo piensas?
– Es curioso que lo preguntes. De hecho ayer por la noche lo apagué y me sumergí en la bañera, luego leí un poco.
– Va bene, Valentina -dice. Qué raro, sólo mi padre me había llamado Valentina-. No me gustan esas cosas, adondequiera que vayas suenan esos pitidos y los tonos absurdos.
– Lamento decirlo, Gianluca, pero creo que estas cosas… -sostengo en alto mi móvil- llegaron para quedarse.
– ¡Aj! -dice, como si quisiera descartar todo lo que suene a comunicación contemporánea con un movimiento de la mano.
– Ah, perdona. He sido grosera al estar enviando correos en vez de hablar contigo -digo, y guardo el teléfono en mi bolso. Alcanzo a ver que la orilla de su labio se convierte en una sonrisa. Vale, Gianluca, pienso, eres italiano. Eres un hombre. Esto se trata de ti-. Soy tuya -le digo.
En recompensa a mi completa atención, Gianluca disminuye la velocidad para mostrarme la fachada de una iglesia rococó, un altar a la Virgen colocado al lado de la carretera por algún campesino devoto o un árbol indígena que sólo crece en esta parte del mundo. A las afueras de Prato toma la salida de la autopista y vuelve a la carretera. Agarro la manija de la puerta mientras damos saltos por un camino de grava.
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