John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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En una de las primeras páginas, había escrito: «¿Quién ha borrado la pizarra?» y debajo había anotado cuatro posibilidades:

1. Un empleado de limpieza, por error.

2. Alguien de la esfera política, p. ej. Manson, Starkweather o Bundy.

3. Mi padre, el asesino.

4. El asesino, que no es mi padre pero quiere hacerme creer que lo es.

De hecho, ya había descartado la primera posibilidad tras encontrar el horario de limpieza del edificio y entrevistarse brevemente con el personal de turno. Le habían revelado dos datos interesantes: que el agente Martin les había dado instrucciones de que toda limpieza en la oficina se llevase a cabo exclusivamente bajo su supervisión directa, y que el Servicio de Seguridad podía invalidar prácticamente cualquier sistema de cierre controlado por ordenador en cualquier parte del estado.

También había descartado a los políticos, al menos en teoría. Aunque el mensaje implícito en la borradura era justamente el que ellos querían que aceptara, era demasiado pronto en la investigación para ejercer ese tipo de presión sobre él. Sabía que la presión no tardaría en llegar. Siempre llegaba; a los políticos casi lo único que les importaba era que todo sucediese en el tiempo previsto. Y dudaba que esa presión fuera tan sutil como el sencillo acto de borrar algo que él había escrito en la pizarra.

Lo que, claro está, dejaba dos posibilidades. Las mismas que lo asediaban desde el principio.

Como siempre, lo rondaban innumerables preguntas, muchas de las cuales había garabateado en su libreta a altas horas de la noche. Si el asesino, fuera quien fuese, se había molestado en hacer algo como borrar unas palabras de una pizarra, ¿qué significaba?

Había respondido a esta pregunta en su libreta con una sola palabra, escrita con un lápiz negro y subrayada tres veces: «Mucho.»

– Bueno, ¿y ahora qué, profesor? ¿Más entrevistas? ¿Quiere ir a hablar con el forense para contar con información de primera mano de cómo murió la última? ¿Qué tiene usted en mente?

Martin sonreía, pero con una expresión que Clayton había aprendido a relacionar con la ira. Asintió con la cabeza.

– No es mala idea. Vaya a ver al forense y dígale que necesitaremos su informe definitivo esta tarde. Despliegue todas sus dotes de persuasión. El hombre parece un poco reticente.

– No está acostumbrado a estas tareas. Los forenses del estado suelen dedicarse más bien a asegurarse de que todos los colegiales estén vacunados y de que el Departamento de Inmigración no deje entrar enfermedades infecciosas alegremente procedentes del resto del país o del extranjero. Las autopsias de víctimas de asesinato no forman parte de su rutina. Al menos habitualmente.

– Pues vaya a encender una fogata.

– ¿Y usted a qué se dedicará, profesor, mientras yo estoy fuera incordiando con mi insistencia característica?

– Me quedaré aquí enumerando a grandes rasgos todos los aspectos forenses de cada asesinato, para que podamos centrarnos en las semejanzas.

– Eso suena fascinante -comentó el inspector mientras se levantaba de su silla-. Y también muy importante.

– Nunca se sabe -respondió Jeffrey-. En esta clase de investigaciones, el éxito surge a menudo a partir de algún elemento descubierto en el transcurso de horas de trabajo pesado y mecánico.

Martin sacudió la cabeza.

– No -replicó-, no lo creo. Eso es lo que ocurre en muchas investigaciones de asesinatos, por supuesto. Es lo que te enseñan en las academias. Pero aquí no, profesor. Aquí hará falta algo más. -El inspector se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo-. Por eso está usted aquí. Para averiguar qué es ese «algo más». Procure no olvidarlo. Y trabaje en ello, profesor.

Jeffrey asintió, pero Martin ya había salido. El profesor esperó unos minutos, luego se puso de pie rápidamente, cogió su libreta y su chaqueta y se marchó, sin la menor intención de hacer lo que le había dicho a Martin que haría, y con una idea clara de lo que necesitaba averiguar.

Las oficinas del New Washington Post se encontraban cerca del centro de la ciudad, aunque Jeffrey no estaba seguro de que «ciudad» fuese la palabra más adecuada para describir la zona céntrica. Desde luego no se parecía a ningún barrio urbano que hubiese visitado; era un lugar donde reinaba un orden casi rígido disfrazado de organización rutinaria. La cuadrícula de calles era uniforme, el césped y las plantas que crecían junto a la calzada estaban bien cuidados. Las aceras eran amplias y proporcionadas, casi como un paseo. Apenas se hallaba presente la mezcolanza de diseño y deseo que caracteriza a la mayor parte de las ciudades. Y el desorden frenético causado por el apiñamiento de lo moderno y lo antiguo estaba del todo ausente.

Nueva Washington era un lugar meticulosamente planificado, esbozado, medido y modelado antes de que se excavara una sola palada de tierra. No es que todo fuera igual. En apariencia, al menos, no lo era. Diferentes diseños y formas distinguían cada manzana. No obstante, el hecho de que todo fuera tan nuevo lo abrumaba. Aunque arquitectos distintos habían proyectado edificios diferentes, saltaba a la vista que, en algún momento, todos los planos habían pasado por las manos de la misma comisión y de este modo la ciudad había impuesto, más que la uniformidad, una visión común. Eso es lo que le resultaba opresivo.

Sin embargo, también reconocía que esta repugnancia seguramente sería transitoria. Al caminar por Main Street, advirtió que la acera estaba limpia de toda basura del día anterior, y cayó en la cuenta de que no tardaría mucho en acostumbrarse al nuevo mundo creado en Nueva Washington, aunque sólo fuera porque era un sitio pulcro, no recargado y tranquilo.

Y seguro, se recordó Jeffrey. Siempre seguro.

La recepcionista del vestíbulo de las oficinas del periódico le sonrió cuando entró por unas puertas batientes de cristal. En una pared había números destacados del periódico ampliados a un tamaño gigantesco, con unos titulares que pedían atención a gritos. Esto no le pareció a Clayton una entrada atípica de un periódico, pero lo que le sorprendió fue la selección de ampliaciones. En otras publicaciones lo habitual era ver ediciones famosas del pasado que reflejaban una mezcla de éxitos, desastres e iniciativas, todo ello de gran importancia para el país -Pearl Harbor o el día de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el asesinato de Kennedy, el crac de la bolsa, la dimisión de Nixon, la llegada del hombre a la Luna -, pero aquí los titulares eran absolutamente optimistas y considerablemente más restringidos al ámbito local: SE ALLANA EL TERRENO PARA NUEVA WASHINGTON, LA CATEGORÍA DE ESTADO ES PROBABLE, ANEXIÓN DE TERRITORIO NUEVO EN EL NORTE, SE CIERRAN ACUERDOS CON OREGÓN Y CALIFORNIA.

«Sólo noticias buenas», pensó Jeffrey.

Apartó la vista de la pared y le devolvió la sonrisa a la recepcionista.

– ¿Tiene morgue su periódico?

La mujer abrió los ojos como platos.

– ¿Que si tiene qué?

– Un departamento de archivo, donde se guardan ediciones anteriores.

La recepcionista era joven e iba bien peinada y mejor vestida de lo que cabría esperar de una persona de su edad y posición.

– Ah, por supuesto -respondió rápidamente-. Es que no había oído a nadie emplear esa expresión. La que se refiere al depósito de gente muerta.

– En los viejos tiempos, así es cómo llamaban a los archivos de los periódicos -le explicó él.

Ella sonrió de nuevo.

– No te acostarás sin saber una cosa más. Cuarta planta, a la derecha. Que pase un buen día.

Encontró el archivo sin mayor dificultad, al fondo de un pasillo que salía de la sala de redacción. Se detuvo por un momento a contemplar a los hombres y mujeres trabajando ante sus mesas, frente a monitores de ordenador. Había una fila de pantallas de televisión sintonizadas con las cadenas de noticias por cable, colgadas del techo sobre una mesa de redacción central. La sala estaba en silencio, salvo por el omnipresente tecleteo de los ordenadores y alguna que otra voz que estallaba en carcajadas. Los teléfonos emitían zumbidos bajos. Todo le pareció elegante y eficiente, desprovisto de todo el encanto del periodismo de otros tiempos. No tenía el aspecto de un sitio propicio para la pasión, para lanzar cruzadas, para la rabia ni la indignación. No había nadie remotamente similar a Hildy Johnson o el señor Burns de Primera Plana. No se respiraba un ambiente de ajetreo. El lugar era como cínicamente se imaginaba las oficinas de una compañía de seguros grande; unos oficinistas grises procesando información para homogeneizarla con vistas a su difusión.

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