John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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De pie a la espalda de los tres, tras el respaldo de la silla, ligeramente separado, estaba Jeffrey padre. La cámara, accionada por medio del disparador automático, estaba colocada frente a ellos, y, por haberse situado él unos centímetros por detrás de ellos, aparecía con las facciones borrosas.

Nunca quería que le hicieran fotos. Diana contempló su rostro por un momento. «Cabrón», pensó.

«Jeffrey sabría cómo», se dijo, dándose cuenta de repente. El sabría cómo escanear la imagen y procesarla de modo que los rasgos quedaran más nítidos y mejor definidos. Después podrían envejecerlo digitalmente para saber qué aspecto tendría en la actualidad.

Interrumpió estos pensamientos.

– Pero si estás muerto -dijo en voz alta. El rostro de la fotografía no respondió.

Ella había hecho todo cuanto había podido, pensó. Había intentado, en la medida de sus posibilidades, seguirle la pista a él; leía diligentemente los boletines de la academia St. Thomas More, y se había suscrito en secreto al Princeton Packet, el semanario que publicaba noticias de Hopewell. Había acariciado la idea de contratar a un detective privado, pero, como siempre, había sido consciente de un hecho fundamental: la información puede fluir en dos direcciones. Todo paso que ella diera para saber de él, por muy sutil que fuera, podría acabar por volverse en su contra. Así pues, a lo largo de los años, se había limitado a seguir las pocas vías en las que se sentía relativamente segura. Se trataba sobre todo de medios a disposición del público, como periódicos y boletines. Seleccionaba las revistas de ex alumnos de todos los centros de enseñanza a los que él había asistido o en los que había impartido clases. Leía esquelas y diarios y prestaba especial atención a las transacciones de bienes inmuebles. Pero, en general, todo ello había resultado infructuoso, especialmente en los muchos años que habían transcurrido desde que el abogado le enviara aquella carta. Aun así, perseveró. Estaba orgullosa de ello. La mayoría de la gente habría concluido que estaba a salvo, pero ella no, ni por asomo.

Alzó la vista y se dirigió a su marido como si se encontrara en aquella habitación con ella. Que fuera un fantasma o un hombre de carne y hueso le daba igual.

– Creías que podrías engañarme. Pensabas en todo momento que yo haría precisamente lo que querías, lo que esperabas, lo que deseabas. Pero no lo hice, ¿verdad?

Sonrió.

«Eso debe de dolerte lo indecible», pensó.

«Si estás vivo, debe de ser una herida abierta y terrible para ti.

«Y si efectivamente estás muerto, espero que eso te haga rabiar en ese infierno con que te hayas encontrado, esté donde esté.»

Diana Clayton respiró hondo otra vez.

Se levantó y juntó los objetos esparcidos sobre su cama para guardarlos de nuevo en la caja de seguridad. Reflexionó sobre lo que le había ocurrido a su hija y sobre los mensajes que había recibido.

«Todo es un juego», pensó con amargura. Siempre era un juego.

En ese momento decidió llamar a Jeffrey, por mucho que se enfadara su hija. «Si quien está enviando los mensajes es quien yo me temo -se dijo-, si al cabo de todos estos años nos ha encontrado al fin, Jeffrey tiene derecho a saberlo, pues corre el mismo peligro que nosotras. Y tiene derecho a participar también en este juego.»

Se acercó a una mesita de noche y descolgó el auricular del teléfono. Vaciló por unos instantes y marcó el número de su hijo en Massachusetts.

Los tonos de llamada sonaron repetidamente y de forma exasperante. Contó diez, y luego esperó a que sonaran otros diez. Después colgó.

Se dejó caer sobre la cama.

Diana sabía que no podría dormir esa noche. Alargó el brazo para coger sus pastillas para el dolor y se tomó un par sin agua, tragando con dificultad, consciente de que no aliviarían el dolor que de verdad la embargaba por dentro, un miedo repentino, terrible, teñido de negro.

11 Un lugar de contradicciones

Jeffrey Clayton se removió incómodo en el banco de madera noble pulida de la iglesia mientras los fieles que lo rodeaban rezaban en silencio con la cabeza gacha. Hacía muchos años que no se encontraba en un templo durante la celebración de los oficios, y se sentía incómodo con el entusiasmo que veía en torno a sí. Estaba sentado en la última fila de la iglesia unitaria en la población donde había vivido la joven a quien mentalmente no podía identificar más que como la número cuatro.

La ciudad, llamada Liberty, todavía estaba en plena construcción. Había varias excavadoras inactivas alineadas en una extensión de tierra marrón claro que pronto se convertiría en la plaza principal de la ciudad. En otros puntos se alzaban pilas de vigas de metal y bloques de hormigón ligero.

El día anterior el ruido de las obras había sonado ininterrumpidamente: los pitidos y bramidos de las excavadoras, el zumbido agudo de la maquinaria, el rugido sordo de los motores diesel de los camiones. Hoy, sin embargo, era domingo, y las bestias del progreso guardaban silencio. Y en el interior de la iglesia, le parecía encontrarse en las antípodas de las sierras, los clavos y los materiales de construcción. Todo era nuevo y reluciente aquella mañana soleada, y rayos de luz coloreada se filtraban por un gran vitral que representaba a Cristo en la cruz, si bien el artesano había concebido un Salvador menos transido por el dolor de su muerte prematura que pletórico de dicha ante el paraíso que lo esperaba. El resplandor que iluminaba el dibujo de la corona de espinas de Jesús proyectaba destellos multicolores e iridiscentes sobre las paredes de un blanco inmaculado de la iglesia.

Jeffrey paseó la vista por la concurrencia. La iglesia estaba completamente llena y, salvo por él, no había más que familias. En su mayoría eran blancos, pero el profesor vio entre ellos algunos rostros negros, hispanos y asiáticos. Calculó que gran parte de los adultos eran ligeramente mayores que él, y que la media de edad de los niños era la correspondiente a los tres primeros años de la escuela secundaria. Había personas con bebés en brazos, y algunos adolescentes mayores que parecían más interesados los unos en los otros que en los oficios. Todos llevaban ropa bien lavada y planchada, e iban pulcramente peinados. Jeffrey recorrió con la mirada las caras de los niños, intentando descubrir a alguno a quien le molestara tener que llevar sus galas dominicales, pero, pese a unos pocos posibles candidatos -un chico con la corbata torcida, otro con los faldones de la camisa fuera del pantalón y un tercero que no dejaba de moverse en su asiento pese a que su padre le había echado el brazo sobre los hombros-, no logró encontrar a uno que fuera evidentemente un rebelde en potencia. «No hay ningún Huckleberry Finn por aquí», pensó.

Jeffrey deslizó la mano sobre el pulido banco de caoba marrón rojizo y se percató también de que la sobrecubierta negra del himnario apenas estaba gastada. Se volvió de nuevo hacia la vidriera de colores y pensó: «Debe de haber una lista de prioridades y un calendario de trabajo en algún sitio para que un artesano dedicara tanto tiempo a idear y elaborar tan meticulosamente esa imagen. Así que recibió el encargo, con sus dimensiones y otras especificaciones, meses antes de que la primera excavadora se pusiera en marcha, antes de que se construyesen el ayuntamiento, el supermercado o el centro comercial.»

El coro se puso en pie. Sus miembros llevaban una túnica de color burdeos intenso ribeteada de dorado. Sus voces inundaron la iglesia, pero él no les prestó mucha atención. Estaba esperando que comenzara el sermón, y posó la vista en el pastor, que buscaba algo entre unas notas, sentado a un lado de la tribuna. Se puso de pie justo cuando las últimas notas del himno resonaban bajo las vigas antes de apagarse.

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