John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Susan devolvió la caja al estante y alargó la mano para coger el largo cuchillo para filetear. Lo sacó de la funda negra de piel artificial y lo sujetó frente a sí. Deslizó el dedo por el borde romo. La hoja era angosta, ligeramente curva, como la sonrisa ufana de un verdugo en el momento de la muerte, y estaba afilada como cuchilla de afeitar. Le dio la vuelta al cuchillo y tocó delicadamente el filo con el dedo, procurando no moverlo hacia uno u otro lado, pues se haría un corte profundo. Mantuvo la mano en esta posición precaria durante varios segundos. Luego, de golpe, movió el cuchillo hacia arriba y lo blandió a pocos centímetros de su rostro.

«Algo así», se dijo. Lanzó una cuchillada al aire ante sí, con un gesto parecido al que había hecho en la sala de estar, delante de su madre. Sin embargo, ahora escuchó con atención mientras esa hoja, que era de verdad, hendía el aire inmóvil.

«No hace ruido -pensó-. Ni siquiera un susurro que te advierta que la muerte se acerca.»

Se estremeció, guardó el cuchillo en su funda y lo depositó en el estante. Luego, volvió a su ordenador. Escribió rápidamente:

«¿Por qué me sigues?

»¿Qué es lo que quieres?»

Luego añadió, en un tono casi lastimero:

«Quiero que me dejes en paz.»

Susan contempló las palabras que acababa de escribir y, tras respirar hondo, comenzó a traducirlas en un acertijo que pudiera publicar en su columna de la revista. «Mata Hari -le musitó a su álter ego-, busca algo realmente críptico y difícil que le lleve un tiempo descifrar, porque necesito unos días libres para decidir qué debo hacer a continuación.»

Diana yacía en el borde de la cama, meditando sobre el cáncer que le devoraba imparable las entrañas. Pensaba que era interesante, de una manera perversa, esta enfermedad extraña que se había aferrado a su páncreas en lo que a ella le parecía fruto de una decisión arbitraria y caprichosa. Después de todo, se había pasado buena parte de su vida preocupándose por muchas cosas, pero nunca se le había ocurrido imaginar que ese órgano situado en lo profundo de su cuerpo acabaría por revelarse como un traidor. Se encogió de hombros, preguntándose, como tantas veces antes, qué aspecto tendría en realidad su páncreas. ¿Sería rojo, verde, morado? Las minúsculas motas de cáncer ¿eran negras? ¿De qué le había servido antes de empezar a matarla lentamente? ¿Para qué lo necesitaba, de entrada? ¿Por qué necesitaba el resto de las cosas, el hígado, el colon, el estómago, los intestinos, los riñones? ¿Y por qué no se habían infectado? Intentó visualizar sus propios tejidos y órganos como una especie de máquina, un motor que no funcionaba bien a causa de la mala calidad del combustible. Por un instante, deseó poder introducir la mano en su cuerpo, arrancar el órgano díscolo y luego tirarlo al suelo y desafiarlo a que la matara. La llenaba de rabia, de una furia virulenta y atronadora, que un órgano oculto e insignificante pudiera arrebatarle la vida. «Debo tomar las riendas -se dijo-. Tengo que tomar el control.»

Recordó el momento en que se había hecho cargo de su futuro y pensó: «Debo hacer lo mismo con mi muerte.»

Se levantó y atravesó su pequeña habitación.

«La lluvia en los Cayos es torrencial -pensó-. Cae como una descarga repentina y violenta, como esta tarde, y entonces parece que el cielo esté furioso y desata un diluvio totalmente negro que ciega y sacude al mundo entero.» Había sido distinta la noche que había huido de su marido: caía una lluvia fría e inclemente que repiqueteaba alrededor de ella, inquietante, alimentando los temores que surgían en su interior. Carecía de la contundencia de las tormentas de los Cayos, que tan familiares habían llegado a resultarle con el tiempo; la noche que había escapado de su hogar, de su pasado y de todo vínculo que había tenido jamás con nadie o con nada durante sus primeros treinta años, había caído una lluvia de dudas.

En un rincón del armario de su dormitorio tenía un pequeño cofre de seguridad que rebuscó detrás de los lienzos, los viejos tubos de pintura y los pinceles. Dedicó unos segundos a reprenderse: «No hay razón para dejar de pintar -dijo-. Aunque te estés muriendo.»

No era consciente de que sus movimientos imitaban inadvertidamente los de su hija, pero mientras Susan sacaba un cuchillo de su armario, Diana cogía una caja pequeña llena de recuerdos bien guardados.

La caja era de un metal negro y barato. En otro tiempo se cerraba con un pequeño candado, pero Diana había perdido la llave y se había visto obligada a cortarlo con una lima. Ahora sólo tenía un simple cierre. Pensó que probablemente ocurría lo mismo con la mayor parte de los recuerdos: por más que uno crea que los tiene guardados bajo llave, en realidad sólo están protegidos por una tapa de lo más frágil.

De pie junto a su cama, abrió la caja y esparció su contenido sobre el cubrecama, delante de sí. Hacía años que no metía ni sacaba nada de allí. Encima de todo había algunos papeles, una copia de su testamento -en el que repartía todas sus posesiones, que sabía que no eran muchas, a partes iguales entre sus hijos-, una póliza de un seguro por una cantidad bastante pequeña, y una copia de la escritura de la casa. Debajo de estos documentos había varias fotografías sueltas, una lista breve y escrita a máquina de nombres y direcciones, una carta de un abogado y una página de papel satinado arrancada de una revista.

Diana cogió primero la hoja de papel y se sentó pesadamente. En el margen inferior de la página había un número: el 52. Junto a él, escritas con una caligrafía primorosamente pequeña, estaban las palabras: «Boletín de la academia St. Thomas More. Primavera de 1983.»

En la página había tres columnas escritas a máquina. Las dos primeras tenían por encabezamiento «Bodas y nacimientos». La tercera se encontraba bajo la palabra «Necrológicas». No había más que una entrada en la columna, y Diana posó la mirada en ella:

Ha causado un hondo pesar a la Academia la noticia del fallecimiento reciente del ex profesor de Historia Jeffrey Mitchell. Muchos alumnos y colegas recuerdan al profesor Mitchell, violinista notable, por la energía, la diligencia y el ingenio que de mostró durante los pocos años en que dio clases en la Acade mia. Todos los amantes de la historia y de la música clásica lo echarán en falta.

A Diana le vinieron ganas de escupir. La boca le sabía a bilis.

– Lo echarán mucho en falta todos aquellos a quienes no tuvo la oportunidad de matar -susurró con rabia para sí.

Sujetando la página de la revista, recordó las sensaciones que la habían asaltado el día que vio el artículo. Asombro. Alivio. Y luego, curiosamente, había esperado sentirse libre, eufórica, como si se hubiera quitado un peso enorme de encima porque la nota le decía que su peor temor -que la encontraran- ya no tenía razón de ser. Sin embargo, la angustia no la había abandonado. Por el contrario, la duda había perdurado en su interior. Las palabras le indicaban una cosa, pero ella no se permitía el lujo de creérselas del todo.

Dejó la hoja de papel y cogió la carta.

En la parte superior aparecía el membrete de un abogado que tenía un bufete pequeño en Trenton, Nueva Jersey. La destinataria era una tal señora Jane Jones, y la carta había sido enviada a un apartado de correos en el norte de Miami. Había conducido hacia el norte durante dos horas desde los Cayos con el único propósito de alquilar una casilla en la oficina de correos más grande y concurrida de la ciudad, sólo para recibir esa carta.

Querida señora Jones:

Tengo entendido que éste no es su nombre verdadero, y por lo general sería reacio a comunicarme con una persona ficticia, pero, dadas las circunstancias, intentaré cooperar.

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