Colocó la mano en el sistema de apertura electrónico, y el cerrojo de la puerta se descorrió con un chasquido seco. La empujó para abrirla, entró en el despacho y se encaminó hacia el dormitorio contiguo, intentando despejar su mente de lo que había visto y oído ese día, así como de sus hipótesis al respecto. Se dijo que había muchas cosas que debía poner por escrito, pues era importante tomar nota de sus observaciones e ideas, para que, cuando llegara el momento de presentar los argumentos de la acusación ante los tribunales, él tuviese la ventaja de contar con una exposición clara de todo lo que había asimilado. Como remate de los deberes que se había fijado para el día siguiente, Clayton cayó en la cuenta de que había obtenido información pertinente para su pizarra. Recordó las dos columnas que había trazado, y se volvió para echar una ojeada a la pizarra mientras se dirigía hacia la habitación.
Lo que vio lo hizo pararse en seco.
Se recostó contra la pared, respirando agitadamente.
Miró en torno a sí con rapidez, para comprobar si faltaba algo, y luego sus ojos se posaron de nuevo en la pizarra. «Debe de ser fruto de la casualidad -pensó-. Alguien del personal de limpieza, tal vez. Tiene que haber una explicación sencilla.»
Pero no se le ocurría ninguna excepto la más evidente.
Jeffrey dio un silbido lento y prolongado y se dijo: «No hay lugar seguro.»
Permaneció así, contemplando la pizarra durante varios minutos, sin despegar la vista de un espacio vacío. La categoría: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos» había sido borrada.
Moviéndose despacio, como si estuviera a oscuras y temiera tropezar con algo, se acercó a la pizarra. Jugueteó con un trozo de tiza y dio media vuelta bruscamente, como si creyera que alguien lo observaba. A continuación, luchando contra la vorágine que se había desatado en su interior, volvió a escribir con todo cuidado las palabras borradas, sin dejar de repetir para sus adentros: «Procuremos que nadie aparte de ti y de mí sepa que has estado aquí.»
10 Las preocupaciones de Diana Clayton
Diana Clayton miró a su hija y pensó que, aunque había mucho que temer, en cierto modo era importante no mostrar abiertamente su miedo, por muy profundo que fuera. Se sentó imperturbable en un rincón del raído sofá de algodón blanco en su sala de estar pequeña y decididamente estrecha, bebiendo con parsimonia de una botella de cerveza fría de importación. Cuando la apartó de sus labios, se la apoyó en el muslo y se puso a deslizar los dedos arriba y abajo por el cuello de la botella, un movimiento que en la mujer más joven habría resultado auténticamente provocativo, pero que en ella sólo delataba los restos de su nerviosismo.
– No hay manera de saber realmente si hay una conexión -dijo de pronto-. Puede haber sido cualquiera.
Susan estaba de pie. Se había dejado caer en un sillón, luego había cruzado la habitación para sentarse en una mecedora de respaldo rígido; después, al no sentirse cómoda allí, se había levantado de nuevo y caminado de un lado a otro de la habitación con un estilo que recordaba la dolorosa frustración de un pez grande que forcejea contra un sedal tirante.
– Claro -dijo en un tono sarcástico y empleando un lenguaje que sabía que, más que ofender a su madre, la inquietaría-. Puede haber sido cualquiera. Sólo un tipo cualquiera que casualmente nos siguió a ese pobre gilipollas y a mí a los aseos de mujeres, que casualmente llevaba encima un cuchillo de caza y que, al hacerse cargo de la situación de inmediato, decidió usarlo contra ese pobre imbécil, cosa que hizo con gran pericia y entusiasmo. Después, convencido de que me había rescatado de un destino peor que la muerte, salió a toda prisa porque sabía que no era momento para largas presentaciones y porque al fin y al cabo tampoco tiene mucho don de gentes normalmente. -Lanzó una mirada dura al otro extremo de la sala-. Venga ya, mamá. Tiene que haber sido él. -Exhaló despacio-. Sea quien sea. -La hija sostuvo en alto la página del bloc en que constaba el mensaje críptico del hombre-. «Siempre he estado contigo» -dijo con hosquedad-. Es una suerte que haya estado allí esta noche.
A Diana le pareció que las palabras de su hija reverberaban en el reducido espacio de la habitación.
– Ibas armada-señaló-. ¿Qué habría ocurrido?
– Ese pobre borracho cabrón iba a echar la puta puerta abajo de una patada, y yo iba a pegarle un tiro entre los ojos o entre las piernas, lo que fuera más apropiado según las circunstancias.
Susan masculló un par de palabrotas y se dirigió a la ventana para escrutar la oscuridad del exterior. Apenas veía nada, de modo que ahuecó las manos en torno a sus sienes para bloquear la luz de la sala y apretó la cara contra el cristal. La noche refulgía con el bochorno resultante de la tormenta que había estallado esa tarde y que no había dejado tras de sí más que algunas hojas de palmera caídas en la calzada, los baches y otras concavidades de la calle encharcados, y un calor residual que la tormenta parecía haber intensificado, reforzándolo o imprimiéndole más fuerza. Dejó que sus ojos escudriñasen la penumbra, no muy segura en ese momento de si prefería ver la desolación, que ponía de relieve su aislamiento, o la silueta de un hombre al moverse furtivamente entre las sombras, acechando justo al borde de su patio, que es lo que creía más probable.
No vio a nadie, lo que no la convenció de nada. Al cabo de un momento extendió el brazo y tiró de la persiana, que bajó con un breve repiqueteo.
– Lo que de verdad me molestaba -dijo pausadamente, volviéndose hacia su madre-, conforme más vueltas le daba, no era lo que había ocurrido sino la manera en que había ocurrido.
Diana asintió con la cabeza para animar a su hija a continuar, creyendo que eso era precisamente lo que la molestaba también.
– Prosigue -dijo la mujer mayor.
– Verás, actuó sin vacilar ni por un momento -dijo Susan-, o al menos, esa impresión me dio. Ahí está ese borracho, sabe Dios con qué intenciones en la cabeza, pero como mínimo la de violarme, insultándome y aporreando la puerta. Luego oigo que se abre la otra puerta, y al cabrón apenas le da tiempo de decir «¿Y tú quién coño eres?» y entonces, ¡zas!, ese cuchillo o navaja o lo que sea que tiene en la mano está listo para entrar en acción. Cuando él entró en los aseos, ya sabía lo que iba a hacer, y no perdió ni un segundo en calibrar la situación, ni en preocuparse, preguntarse qué estaba pasando, pensárselo dos veces o hacer algún amago o tal vez simplemente amenazar al tipo. Debió de dar un paso al frente y ¡pum!
Susan avanzó un paso hacia el centro de la sala y describió un arco rápidamente con el brazo, como si asestara una cuchillada.
– «Pum» no es la expresión adecuada -murmuró-. No hubo un «pum». Todo sucedió más deprisa.
Diana se mordió con fuerza el labio antes de hablar.
– Piensa -dijo-. ¿Había algo allí que pudiera indicar que el crimen fue una cosa distinta de la que tú describes? ¿Había algo…?
– ¡No! -la interrumpió Susan. Luego hizo una pausa y se quedó pensativa, visualizando la escena en el servicio de señoras del bar. Recordaba el color carmesí de la sangre que formó un charco debajo del muerto y el contraste tan fuerte con el linóleo de tonos claros del suelo-. Le robó -añadió despacio-. Al menos, su cartera estaba desplegada y tirada en el suelo, a su lado. Eso es algo. Y tenía la bragueta abierta.
– ¿Algo más?
– Que yo recuerde, no. Salí de allí con bastante rapidez. Diana reflexionó sobre la cartera vacía.
– Creo que deberíamos llamar a Jeffrey -aseveró-. Él sabría decirnos con certeza qué pasó.
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