Lo repitió para sí, en un susurro: «Ni de coña.»
Se preguntó cuántas de aquellas muertes se habían producido tal como informaba el periódico. Supuso que un par. Seguramente alguna de aquellas adolescentes se había fugado realmente de casa, y alguna realmente se había suicidado, y tal vez había sobrevenido realmente algún accidente de acampada. Quizás incluso dos. Calculó rápidamente. Un diez por ciento equivaldría a tres muertes. Un veinte por ciento, a seis. Esto aún dejaba veinte muertes a lo largo de una década. Al menos dos por año.
Continuó meciéndose en la silla.
A los asesinos metódicos de la historia les habría parecido un balance razonable para una inversión de energía homicida. No espectacular, pero aceptable. En el polo opuesto, los asesinos psicópatas sedientos de sangre sin duda considerarían insuficiente este número desde su posición privilegiada en el infierno. Ellos preferían la cantidad y la satisfacción instantánea. La voracidad de la muerte. Por supuesto, resultaba mucho más fácil pillarlos gracias a sus excesos.
Sin embargo, los asesinos constantes, silenciosos y entregados que ocupaban la siguiente esfera infernal asentirían con la cabeza en señal de admiración hacia un hombre que controlaba sus impulsos y sabía contenerse. Eran como el lobo que elige a los caribúes enfermos o heridos de la manada, procurando no matar a demasiados para no poner en peligro su fuente de sustento.
Jeffrey se estremeció.
Comenzó a imprimir las crónicas de los casos que creía que encajaban en esa pauta, y mientras tanto comprendió por qué lo habían mandado llamar. Las autoridades estaban quedándose sin excusas creíbles.
Perros salvajes y lobos. Mordeduras de serpiente y suicidios. Al final alguien se negaría a creerlo, y eso supondría un problema considerable. Se sonrió, como si una parte de él lo encontrara divertido.
«No tienen a dos víctimas», pensó.
«Tienen a veinte.»
Entonces la sonrisa se le borró de los labios cuando se planteó la pregunta obvia: «¿Por qué no me lo dijeron desde un principio?»
La impresora que tenía al lado comenzó a escupir las páginas con los artículos. Los papeles se apilaban en la bandeja mientras esperaba. Al alzar la mirada vio al archivero del periódico caminando hacia él con un ejemplar del Post.
– Sabía que le había visto antes -resolló el hombre con aire ufano-. Pues ¿no salió en la primera página de la sección «Noticias del estado» la semana pasada? Es usted una celebridad.
– ¿Qué?
El hombre le tiró el periódico, y Jeffrey bajó la vista. Ahí estaba su fotografía, de dos columnas de ancho y tres columnas de alto, en la parte inferior de la primera página de la segunda sección. El titular encima de la imagen y del artículo que la acompañaba rezaba: LAS AUTORIDADES CONTRATAN ASESOR PARA INCREMENTAR LA SEGURIDAD. Clayton echó una ojeada a la fecha del periódico: era del día que había llegado al estado número cincuenta y uno.
Leyó:
… En su continuo afán por preservar y mejorar las medidas de protección de los ciudadanos del estado, el Servicio de Seguridad ha encomendado al reputado profesor Jeffrey Clayton, de la Universidad de Massachusetts, que lleve a cabo una inspección a gran escala de los planes y sistemas actuales.
Clayton, que según un portavoz espera cumplir pronto los requisitos para instalarse en el estado, es un experto en diversos procedimientos y estilos criminales. En palabras del portavoz, «todo esto forma parte de nuestros esfuerzos incesantes por adelantarnos a las intenciones de los criminales e impedir que lleguen hasta aquí. Si saben que no tienen la menor posibilidad de vencer en su juego aquí, es muy probable que se queden donde están, o que se vayan a algún otro sitio…».
Había algo más, incluida una frase que le atribuían y que él nunca había pronunciado, algo sobre lo mucho que le complacía estar allí de visita, y las ganas que tenía de volver en el futuro.
Dejó el periódico, sobresaltado.
– Se lo he dicho -señaló el archivero. Echó un vistazo a las hojas de papel que salían de la impresora-. ¿Esto tiene algo que ver con el motivo por el que está aquí?
Jeffrey asintió con la cabeza.
– Este artículo -dijo-, ¿qué difusión tuvo?
– Se publicó en todas nuestras ediciones, incluida la electrónica. Todo el mundo puede leer las noticias del día en el ordenador de su casa sin mancharse los dedos de tinta de periódico.
Jeffrey asintió de nuevo, mirando su fotografía en aquella plana del diario. «Vaya con la confidencialidad -pensó-. Nunca tuvieron la intención de mantener en secreto mi presencia aquí. Lo único que quieren ocultar al público es el auténtico motivo por el que estoy aquí.»
Tragó saliva y sintió que una grieta serena, glacial y profunda se abría en su interior. Pero al menos ahora sabía por qué estaba allí. No le vino a la mente justo la palabra «cebo», pero lo invadió la desagradable sensación de ser una lombriz que se retorcía en un anzuelo mientras alguien la sumergía despiadadamente en las frías y oscuras aguas en que nadaban sus depredadores.
Cuando salió a la calle, la puerta doble del periódico se cerró detrás de Jeffrey con un sonido como de succión. Por un momento, quedó cegado por el sol del mediodía, que se reflejaba en la fachada de cristal de un edificio de oficinas, y apartó la vista de la fuente de luz, llevándose instintivamente la mano a la frente para protegerse los ojos, como si temiese sufrir algún daño. Echó a andar por la acera y apretó el paso, moviéndose con rapidez. Antes, se había desplazado hasta el centro desde las oficinas del Servicio de Seguridad en autobús. No era una distancia muy grande, apenas unos tres kilómetros. Caminó más deprisa mientras los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, y al cabo de un rato corría.
Iba esquivando el tráfico de peatones de la hora del almuerzo, sin hacer caso de las miradas o los insultos ocasionales de algún que otro oficinista que se veía obligado a apartarse de un salto para dejarlo pasar. La espalda de la chaqueta se le inflaba, y su corbata se agitaba al viento que él mismo generaba. Echó la cabeza hacia atrás, aspiró una gran bocanada de aire y corrió con todas sus fuerzas, como si estuviese en una carrera, intentando dejar atrás a los demás competidores. Sus zapatos crujían contra la acera, pero desoyó sus quejidos y pensó en las ampollas que le saldrían después. Comenzó a mover los brazos como pistones, para ganar velocidad, y al cruzar una calle con el semáforo en rojo oyó un pitido furioso tras de sí.
A estas alturas ya no prestaba atención a su entorno. Sin aminorar el paso, enfiló el bulevar para alejarse del centro en dirección al edificio de las oficinas del estado. Notaba el sudor que le corría desde las axilas y le humedecía la parte baja de la espalda. Escuchaba su respiración, que desgarraba roncamente el límpido aire del Oeste. Ahora estaba solo en medio del mundo de las sedes empresariales. Cuando avistó la torre de las oficinas del estado, se detuvo bruscamente para quedarse jadeando a un lado de la calle.
Pensó: «Vete. Vete ahora mismo. Coge el primer vuelo. Que se metan el dinero por donde les quepa.»
Sonrió y negó con la cabeza. No iba a hacer eso.
Apoyó las manos en las caderas y se puso a dar vueltas, intentando recuperar el resuello. «Demasiado tozudo -pensó-. Demasiado curioso.»
Recorrió unos metros, intentando relajarse. Se detuvo ante la entrada del edificio y alzó la vista para contemplarlo.
«Secretos -se dijo-. Aquí se guardan más secretos de los que imaginabas.»
Por un instante se preguntó si él mismo era como el edificio; una fachada sólida y poco llamativa que escondía mentiras y medias verdades. Sin dejar de mirar el edificio, se recordó algo que era evidente: no hay que confiar en nadie.
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