John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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No sé si estoy del todo preparado para responder a esa pregunta. Tarde o temprano lo haré, por supuesto, pero por ahora añadiré una sola frase a nuestra correspondencia: 61620129720 Previo Virginia con cereal-r.

Seguro que esto no le resultará muy difícil a una chica lista como usted. Alicia habría sido un buen nombre para una reina de los acertijos, especialmente si es roja.

Al igual que el mensaje anterior, éste no llevaba firma.

Susan forcejeó con la cerradura de la puerta principal mientras profería un grito agudo:

– ¡Mamá!

Diana Clayton estaba en la cocina, removiendo una ración de consomé de pollo en una cacerola. Oyó la voz de su hija pero no percibió su tono de urgencia, de modo que contestó con naturalidad:

– Estoy aquí, cielo.

Le respondió un segundo grito procedente de la puerta:

– ¡Mamá!

– Aquí dentro -dijo más alto, con una ligera exasperación.

Levantar la voz no le dolía, pero le exigía un esfuerzo que no estaba en condiciones de hacer. Dosificaba sus fuerzas y la contrariaba todo gasto inútil de energía, por pequeño que fuera, pues necesitaba todos sus recursos para los momentos en que el dolor la visitaba de verdad. Había conseguido llegar a algunos acuerdos con su enfermedad, en una suerte de negociación interna, pero le parecía que el cáncer se comportaba constantemente como un auténtico sinvergüenza; siempre intentaba hacer trampas y llevarse más de lo que ella estaba dispuesta a cederle. Tomó un sorbo de sopa mientras su hija atravesaba con zancadas sonoras la estrecha casa en dirección a la cocina. Diana escuchó las pisadas de Susan e interpretó con bastante certeza el estado de ánimo de su hija por el modo en que sonaban, así que, cuando la vio entrar en la habitación, ya tenía la pregunta preparada:

– Susan, querida, ¿qué ocurre? Pareces disgustada. ¿No ha ido bien la pesca?

– No -respondió su hija-. Es decir sí, no es ése el problema. Oye, mamá, ¿has visto u oído algo fuera de lo normal hoy? ¿Ha venido alguien?

– Sólo el hombre del aire acondicionado, gracias a Dios. Le he extendido un cheque. Espero que no se lo rechacen.

– ¿Nadie más? ¿No has oído nada?

– No, pero me he echado una siesta esta tarde. ¿Qué sucede, cielo?

Susan titubeó, insegura respecto a si debía decir algo. Ante esta vacilación, su madre habló con dureza.

– Algo te molesta. No me trates como a una niña. Tal vez esté enferma, pero no soy una inválida. ¿Qué pasa?

Susan vaciló durante un segundo más antes de responder.

– Han traído otra carta hoy, como la de la otra semana, que metieron en el buzón. No tiene firma, ni remitente. La han dejado frente a la puerta principal. Eso es lo que me tiene disgustada.

– ¿Otra?

– Sí. Incluí una respuesta a la primera en mi columna de siempre, pero no imaginé que la persona la descifraría tan rápidamente.

– ¿Qué le preguntabas?

– Quería saber quién era.

– ¿Y qué ha contestado?

– Ten. Léelo tú misma.

Diana cogió la hoja de papel que su hija le tendió. De pie frente a los quemadores, asimiló rápidamente las palabras. Luego bajó el papel despacio y cerró el gas con que estaba calentando el caldo, que estaba hirviendo, humeante. La mujer mayor respiró hondo.

– ¿Y qué está preguntando esta persona ahora? -dijo con frialdad.

– Aún no lo sé. Acabo de leerlo.

– Creo -dijo Diana con voz inexpresiva a causa del miedo- que deberíamos averiguar cuál es la clave y qué dice esta vez. Entonces podremos determinar el tono de toda la carta.

– Bueno, seguramente podré descodificar la secuencia de números. No suelen ser muy difíciles.

– ¿Por qué no lo haces mientras yo preparo la cena?

Diana se volvió de nuevo hacia la sopa y comenzó a bregar con los utensilios. Se mordió con fuerza el labio inferior, esforzándose por seguir su propio consejo.

La hija asintió y se acomodó frente a la mesita que había en el rincón de la cocina. Por un momento observó a su madre en plena actividad, y esto la animó; para ella, toda señal de normalidad era un signo de fortaleza. Cada vez que la vida adquiría visos de rutina, ella creía que la enfermedad había remitido y se había estancado en su proceso inevitable. Exhaló profundamente, sacó un lápiz y un bloc de notas de un cajón y escribió: 61620129720. Luego apuntó todas las letras del alfabeto, asignó a la A el cero, y así sucesivamente hasta llegar a la Z, el número 25.

Ésta, por supuesto, sería la interpretación más sencilla de la secuencia numérica, y ella dudaba que funcionara. Por otro lado, tenía la curiosa impresión de que su corresponsal no quería ponerle las cosas demasiado complicadas con este mensaje. El objetivo del juego, pensaba ella, era simplemente demostrar lo listo que era él, además de transmitirle la idea que contenía la nota, fuera cual fuese. Algunas de las personas que le escribían empleaban claves tan crípticas y enloquecidamente enrevesadas que incluso habrían supuesto un reto para los ordenadores criptoanalíticos del ejército. Por lo general nacían de la paranoia a la que la gente se aferraba. Sin embargo, este corresponsal albergaba otros planes. El problema era que ella no sabía aún cuáles.

A pesar de todo, daba la impresión de que él quería que lo averiguara.

Su primer intento dio como resultado GBGCA… y fue en ese punto donde lo dejó. Centrándose de nuevo en los cinco primeros dígitos, probó a agruparlos como 6-16-20, lo que dio como resultado GQU… Como esto no significaba nada, prosiguió, hasta llegar a GQUBC, y luego a GQUM.

Su madre le llevó un vaso de cerveza y volvió a ocuparse de la comida, que ahora estaba cocinando sobre los quemadores. Susan tomó despacio un trago del líquido marrón y espumoso, dejó que el frío de la cerveza se propagase por su interior, y continuó trabajando.

Escribió de nuevo las letras del alfabeto: le asignó el 25 a la A, y a los números descendentes las letras sucesivas. Con esto obtuvo TYTXZ en un principio, y después, agrupando las cifras de manera distinta, TJF…

Susan infló los carrillos y resopló como un pez globo. Garabateó la pequeña figura de un pez en una esquina de la página, luego dibujó la aleta de un tiburón cortando la superficie de un mar imaginario. Se preguntó por qué no había avistado el pez martillo antes, y acto seguido se dijo que los depredadores suelen mostrarse cuando están listos para atacar, no antes.

Este pensamiento la llevó a centrarse de nuevo en la secuencia numérica.

«La clave estará oculta -pensó-, pero no demasiado.» «Adelante, atrás, ¿y ahora qué?» «Sumar y restar.»

Recordó algo de golpe, y cogió la carta.

«… añadiré una sola frase…»

Decidió reescribir la secuencia, sumando uno a cada cifra. Esto le dio como resultado 727312310831, y lo convirtió al instante en HCHDBCDKIDB, lo que no le resultó de mucha ayuda. Probó con la secuencia inversa, que no arrojó más que otro galimatías.

Sosteniendo la hoja de papel ante sí, se inclinó sobre ella para estudiarla con atención. «Fíjate en los números -se dijo-. Prueba con combinaciones distintas. Si reorganizo 61620129720 en secuencias diferentes…», pensó, y al hacerlo llegó a la serie 6-16-20-12-9-7-2-0. Advirtió que también podía escribir los últimos dígitos como 7-20. A continuación, siempre sumando uno, obtuvo 7-17-21-13-10-8-21. Esto se tradujo en HRVNKIV, y deseó tener un ordenador programado para buscar pautas numéricas.

Siguiendo en la misma línea, invirtió la secuencia de nuevo, lo que le dio como resultado más incoherencias. Entonces probó a cambiar los números de nuevo. «Está ahí-dijo-. Sólo tienes que encontrar la clave.»

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