– ¿Hace falta otra expansión? -preguntó Jeffrey.
El inspector se encogió de hombros.
– Todo territorio intenta crecer, sobre todo si su principal meta es la seguridad. Siempre hará falta una nueva expansión. Y siempre habrá más gente que quiera participar de la auténtica visión americana.
Clayton se quedó callado de nuevo y dejó que Martin se concentrara en la conducción.
No habían hablado del motivo de su presencia en el estado número cincuenta y uno; ni por un momento durante el largo vuelo hacia el oeste, sobre la parte central del país, ni al sobrevolar la gran espina dorsal de las montañas Rocosas, para finalmente descender sobre lo que había sido la aislada zona septentrional del estado de Nevada.
Mientras avanzaban en el coche, a Jeffrey lo asaltó un recuerdo repentino y desagradable.
La ordenada procesión de edificios se disipó ante sus ojos y cedió el paso a un mundo duro de hormigón, un lugar que había conocido los excesos de la riqueza y el éxito pero que, como tantas otras cosas en la última década, había caído en un estado de decaimiento, abandono y deterioro: Galveston, Tejas, menos de seis años atrás. Clayton recordaba un almacén. Alguien había abierto por la fuerza la puerta, que batía con un ruido metálico movida por un viento incesante, frío y penetrante procedente de las aguas color barro del golfo. Todas las ventanas de la planta baja presentaban un contorno irregular de cristales rotos; había llovido temprano por la mañana, y los reflejos de la luz mortecina proyectaban grotescas serpientes de sombra sobre las paredes.
«¿Por qué no esperaste?», se preguntó de repente. Era una pregunta habitual que acompañaba este recuerdo concreto cada vez que se colaba en su conciencia cuando estaba despierto o, como sucedía con frecuencia, en sus sueños.
No había necesidad de precipitarse. Se recordó que, si hubiera esperado, habrían llegado refuerzos, tarde o temprano. Una unidad de Operaciones Especiales con gafas de visión nocturna, armamento pesado, coraza de cuerpo entero y disciplina militar. Había bastantes agentes para rodear el almacén. Gas lacrimógeno y megáfonos. Un helicóptero sobre sus cabezas, con un reflector. No era necesario que él entrase con esos agentes antes de que llegaran los refuerzos.
«Pero ellos querían entrar», respondió a su propia pregunta. Estaban impacientes. La caza había sido larga y frustrante, intuían que estaba tocando a su fin, y él era el único que sabía lo peligrosa que podía llegar a ser la presa, acorralada en su guarida.
Hay un cuento para niños, de Rudyard Kipling, sobre una mangosta que sigue a una cobra al interior de su agujero. Es una historia con moraleja: libra tus batallas en tu propio terreno, no en el del enemigo. Si puedes. «El problema -pensó- es cuando no se puede.»
Ya lo sabía entonces, pero aquella noche no había dicho nada, pese a que la ayuda venía en camino. Se preguntó por qué, aunque conocía la verdadera razón. Había estudiado muchos casos de asesinos y sus asesinatos, pero nunca había presenciado el momento de poder luminiscente en que tenían a alguien en su poder y estaban concentrados en la tarea de crear una muerte. Era algo que había deseado ver y experimentar en primera persona: estar presente en el instante glorioso en que la razón y la locura del asesino se conjugan en un acto de salvajismo y depravación extraordinarios.
Había visto demasiadas fotos. Había grabado cientos de testimonios de testigos oculares. Había visitado docenas de escenas del crimen. Sin embargo, había asimilado toda esa información a posteriori, paso a paso. Nunca había presenciado el momento justo en que ocurría, no había visto por sí mismo aquella demencia y aquella magia actuando juntas. Y ese impulso -no se atrevía a llamarlo curiosidad, pues sabía que se trataba de algo significativamente más profundo y poderoso que ardía en su interior- lo llevó a mantener la boca cerrada cuando los dos agentes municipales desenfundaron sus armas y entraron sigilosamente por la puerta del almacén, muy pocos metros por delante de él. Primero avanzaron con cautela, y luego a un paso más rápido, dejando de lado la prudencia, cuando oyeron el primer grito agudo de terror que desgarró la oscuridad lúgubre que reinaba en el interior.
Fue una equivocación, un capricho, un error de cálculo.
«Deberíamos haber esperado -pensó-, al margen de lo que le estuviera pasando a esa persona. Y no deberíamos haber hecho tanto ruido al irrumpir en los dominios de ese hombre, al penetrar en esa madriguera que él llamaba su hogar, donde estaba familiarizado con cada recoveco, cada sombra y cada tabla del suelo.»
«Nunca más», insistió.
Respiró hondo. El resultado de esa noche era un recuerdo de luz estroboscópica que le palpitaba en el pecho: un agente muerto, otro cegado, una prostituta de diecisiete años viva, pero por poco, y sin lugar a dudas con la vida destrozada para siempre. Él mismo resultó herido, pero no lisiado, al menos en un sentido ostensible y evidente.
El asesino acabó detenido, escupiendo y riéndose, no demasiado enfadado por el fin de su carnicería. Más bien era como si le hubiesen ocasionado algunas molestias, sobre todo dada la satisfacción única que le había proporcionado lo sucedido en el interior del almacén. Era un hombre de baja estatura, albino, de cabello blanco, ojos rojos y rostro macilento, como el de un hurón. Era joven, casi de la misma edad que Clayton, con el cuerpo delgado pero musculoso, y un enorme tatuaje rojo y verde de un águila extendido sobre su pecho blanco lechoso. La matanza de aquella noche le había causado un gran placer.
Jeffrey ahuyentó de su mente la imagen del asesino, negándose a evocar la voz monótona con que éste había hablado cuando se lo llevaban entre las luces parpadeantes de los vehículos policiales reunidos.
– ¡Me acordaré de ti! -había gritado, mientras transportaban a Jeffrey en una camilla hacia una ambulancia.
«Ya no está -pensó Clayton ahora-. Se encuentra en Tejas, en el corredor de la muerte. No vuelvas a ir allí -se dijo-. Jamás entres en un almacén como ése. Nunca más.»
Le echó un vistazo breve y furtivo al agente Martin. «¿Sabrá por qué opté por el anonimato -se preguntó-, por qué ya no hago precisamente lo que él me ha pedido que haga?»
– Ahí está -dijo Martin de pronto-. Hogar, dulce hogar. O al menos mi lugar de trabajo.
Lo que Jeffrey vio fue un edificio grande, de índole inconfundiblemente oficial. Un poco más funcional, de diseño menos elaborado que las oficinas frente a las que habían pasado. Su aspecto era algo menos fastuoso; en absoluto mísero, sino simplemente más austero, como el de un hermano mayor en medio de un patio lleno de niños más pequeños. Se trataba de una construcción sólida, imponente, de hormigón gris, con las esquinas afiladas de un cubo y una uniformidad que llevó a Clayton a sospechar que las personas que trabajaban allí eran tan rígidas y anodinas como el edificio en sí.
Martin entró con un viraje brusco en un aparcamiento que estaba a un lado de las oficinas y redujo la velocidad.
– Eh, Clayton -dijo rápidamente-, ¿ve a ese hombre ahí delante?
Jeffrey avistó a un hombre vestido con un modesto traje azul que llevaba un maletín de piel e iba caminando solo entre las filas de coches último modelo.
– Obsérvelo un rato y aprenderá algo -agregó el agente.
Jeffrey miró al hombre, que se detuvo junto a una ranchera pequeña. Vio que se quitaba la chaqueta del traje y la echaba al asiento trasero junto con el maletín. Dedicó unos momentos a remangarse la camisa blanca de cuello abotonado y a aflojarse la corbata antes de sentarse al volante. El vehículo salió de la plaza de aparcamiento marcha atrás y se alejó. Martin ocupó a toda prisa el hueco que acababa de quedar libre.
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