John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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Tomó otro trago de cerveza. Le entraron ganas de ponerse a elegir números al azar, aunque sabía que eso la conduciría a una maraña frustrante de letras y dígitos, y a olvidar dónde había empezado, de modo que tendría que volver sobre sus pasos. Eso había que evitarlo; como buena experta en rompecabezas, sabía que la solución estaba en la lógica.

Miró de nuevo la nota. «Nada de lo que dice carece de sentido», pensó. Estaba segura de que él le indicaba que sumara uno, pero la pregunta era exactamente cómo. Combatió la sensación de frustración.

Respiró hondo y lo intentó de nuevo, reexaminando la secuencia. Despachó con una señal a su madre, que se le había acercado con un plato de comida, y se enfrascó en su tarea. «Él quiere que sume -pensó-, lo que significa que ha restado uno a cada número. Eso, por sí solo, es demasiado sencillo, pero lo que da lugar a combinaciones de letras sin sentido es la dirección en que fluyen.» Echó un nuevo vistazo a la nota. Primero «Alicia» y luego «reina roja». A través del espejo. Pequeña referencia literaria. Se reprochó a sí misma el no haberla descubierto antes.

Cuando reflejas algo que está al revés en un espejo, lo ves con mayor claridad.

Cogió la secuencia, invirtió el orden de los números y sumó uno a cada cifra: 218101321177.

¿Era 2-18-10… o 21-8-10?

Siguió adelante, embalada, y separó los dígitos como 21-8-10-13-21-17-7, lo que dio como resultado ERPMEIS.

Su madre observaba el papel por encima de su hombro.

– Ahí está -señaló Diana con frialdad. Le robó al aire una bocanada, y su hija lo vio también.

SIEMPRE.

Susan contempló la palabra escrita en la página y pensó: «Es una palabra terrible.» Oyó la respiración brusca de su madre, y en ese instante decidió que se imponía una demostración de coraje, aunque fuera falsa. Era consciente de que su madre se daría cuenta, pero, aun así, la ayudaría a conservar la calma.

– ¿Esto te asusta, mamá?

– Sí -respondió ella.

– ¿Por qué? -preguntó la hija-. No sé por qué, pero también me asusta a mí. Sin embargo, no encierra amenaza alguna. Ni siquiera hay nada que indique que no se trata simplemente de un interés desmedido por entregarse a un juego intelectual. Ha ocurrido antes.

– ¿Qué decía la primera nota?

– «Te he encontrado.»

Diana sintió que se abría un agujero negro en su interior, una especie de torbellino enorme que amenazaba con engullirla por completo. Luchó por librarse de esa sensación diciéndose que aún no había pruebas de nada. Se recordó que había vivido tranquila desde hacía más de veinticinco años, sin que la encontraran; que la persona de quien se había ocultado con sus hijos había muerto. Así pues, formándose un juicio precipitado y seguramente incorrecto de los acontecimientos que les habían sobrevenido a ella y a su hija, Diana decidió que las notas no eran otra cosa que lo que parecían: un intento desesperado de llamar la atención por parte de uno de los numerosos admiradores de su hija. Esto en sí podía resultar bastante peligroso, así que no mencionó sus otros temores, convencida de que ya se preocupaba bastante por las dos, y de que más valía dejar enterrado un miedo oculto y más antiguo. Y muerto. Muerto. «Un suicidio -se recordó-. Él te liberó al matarse.»

– Deberíamos llamar a tu hermano -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque tiene muchos contactos en la policía. Quizás algún conocido suyo pueda analizar esta carta, sacar las huellas, realizar pruebas, decirnos algo sobre ella.

– Me imagino que el que la ha enviado seguramente ya habrá pensado en todo eso. De todos modos, no ha infringido ninguna ley. Al menos de momento. Creo que conviene esperar a que yo descifre el resto del mensaje. No debería tardar mucho.

– Bueno -murmuró Diana-, de una cosa podemos estar seguras.

– ¿De qué? -preguntó la hija.

La madre la miró, como si Susan fuese incapaz de ver algo que tenía delante de las narices.

– Bueno, dejó la primera carta en el buzón. Y ésta ¿dónde la has encontrado?

– Frente a la puerta principal.

– Pues eso nos dice que se está acercando, ¿no?

6 Nueva Washington

El cielo del oeste tenía un brillo metálico y parecía de acero bruñido, una gran extensión de claridad, fría e implacable.

– Se acostumbrará -comentó Robert Martin como sin darle mucha importancia-. A veces, aquí, en esta época del año, a uno le da la impresión de que le enfocan la cara con un reflector. Nos pasamos mucho rato mirando al horizonte con los ojos entornados.

Jeffrey Clayton no contestó directamente. En cambio, mientras circulaban por una calle ancha, se volvió y paseó la vista por los edificios de oficinas modernos que se sucedían a lo largo de la carretera, a cierta distancia. Todos eran diferentes, y a la vez iguales: amplios patios ajardinados y cubiertos de verde con arboledas aquí y allá; lagunas artificiales de un azul vibrante y estanques reflectantes al pie de formas arquitectónicas grises y sólidas que decían más sobre el dinero que habían costado que sobre creatividad en el diseño, una unión entre la funcionalidad y el arte en que no hay lugar a dudas sobre el elemento predominante. Su mirada no dejaba de vagar, y Clayton se percató de que todo era nuevo. Todo estaba esculpido, espaciado y ordenado. Todo estaba limpio. Reconoció los logotipos de una multinacional tras otra. Telecomunicaciones, entretenimiento, industria. Las empresas que figuraban en el Fortune 500 desfilaban ante sus ojos. «Todo el dinero que se hace en este país -pensó- está representado aquí.»

– ¿Cómo se llama esta calle? -preguntó.

– Freedom Boulevard -respondió el agente Martin.

Jeffrey esbozó una sonrisa, convencido de que el nombre encerraba cierta ironía. El tráfico era fluido, y avanzaban a un ritmo moderado pero constante. Clayton continuó asimilando el paisaje que lo rodeaba, y la novedad de todo ello le pareció algo vacía.

– ¿No era esto un páramo antes? -se preguntó en voz alta.

– Sí -contestó Martin-. No había prácticamente nada salvo matorrales, algún que otro arroyo y plantas rodadoras. Montones de tierra y arena, y mucho viento hace una década. Represaron algún río, desviaron algún curso de agua, quizá se saltaron algunas leyes sobre el medio ambiente, y este lugar floreció. La tecnología es cara, pero, como ya se imaginará, eso no representó un gran obstáculo.

A Jeffrey la idea de reemplazar un tipo de naturaleza por otro le pareció interesante; crear una visión idealizada, empresarial, de cómo debería ser el mundo, e imponerla en el mundo desordenado, sucio y de mala calidad que nos ofrece la realidad. Un territorio dentro de otro. No era irreal, pero en modo alguno era auténtico, tampoco. No estaba seguro de si esto lo incomodaba o más bien lo inquietaba.

– Si se cortara el suministro de agua, supongo que dentro de unos diez años este lugar sería una ciudad fantasma -dijo Martin-. Pero nadie va a cortar el suministro de agua.

»¿ Quién vivía aquí? Me refiero a antes…

– ¿Aquí, en Nueva Washington? Aquí no había nada. O casi nada. Unos cientos de kilómetros cuadrados de casi nada. Serpientes de cascabel, monstruos de Gila y auras. En tiempos inmemoriales, una parte del territorio pertenecía al Gobierno federal, otra parte era una vieja reserva india que fue anexionada, y la otra parte se la arrebataron a sus propietarios en virtud del derecho de expropiación. Algunos ganaderos adinerados se lo tomaron un poco mal. Lo mismo ocurrió en el resto del estado. La gente que vivía en las zonas recalificadas para su urbanización recibió su indemnización y se marchó antes de que llegaran las excavadoras. Fue como las otras épocas de la historia en que este país se ha expandido; algunos se enriquecieron, otros fueron desplazados, y algunos se vieron abocados a la misma pobreza en que vivían, pero en otro sitio. No fue distinto de lo sucedido en la década de 1870, por ejemplo. Tal vez la única diferencia es que ésta fue una expansión hacia dentro, no hacia tierras inexploradas del exterior, sino hacia un territorio que no le importaba mucho a nadie. Ahora les importa a muchos, pues han visto lo que somos capaces de hacer. Y lo que vamos a hacer. Es una región muy amplia. Todavía queda mucho terreno desocupado, sobre todo hacia el norte, cerca de la cordillera de Bitterroot. Hay lugar para llevar a cabo otra expansión.

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