John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿Qué ha visto? -preguntó el inspector.

– He visto a un hombre que tenía una cita. O que tal vez se dirigía a su casa, por estar incubando una gripe. Eso es todo.

Martin sonrió.

– Tiene que aprender a abrir los ojos, profesor. Le creía más observador. ¿Cómo ha entrado en su coche?

– Ha caminado hasta él y se ha subido. Nada del otro mundo.

– ¿Le ha visto abrir el seguro de la puerta?

Jeffrey negó con la cabeza.

– No. Debe de tener uno de esos cierres centralizados con mando a distancia. Como prácticamente todo el mundo…

– No lo ha visto apuntar al vehículo con una luz infrarroja, ¿verdad?

– No.

– Es un detalle difícil de pasar por alto, ¿no? ¿Sabe por qué?

– No.

– Porque las puertas no tenían el seguro puesto. En eso reside justamente el sentido de todo esto, profesor. Las puertas no tenían el seguro puesto, porque no hacía falta. Porque si había dejado algo dentro, no corría el menor peligro, pues nadie vendría a este aparcamiento a robárselo. Ningún adolescente con una pistola y una adicción iba a salir de detrás de otro coche para exigirle su cartera. ¿Y sabe qué? No hay cámaras de videovigilancia. No hay guardias de seguridad que patrullen la zona. No hay perros dóberman ni detectores de movimiento electrónicos ni sensores de calor. Este lugar es seguro porque es seguro. Es seguro porque a nadie se le ocurriría siquiera llevarse algo que no le pertenece. Es seguro por el sitio en el que estamos. -El inspector apagó el motor-. Y mi intención es que siga siendo seguro.

En el vestíbulo del edificio había una placa grande con estas palabras:

BIENVENIDOS A NUEVA WASHINGTON LAS NORMAS LOCALES DEBEN CUMPLIRSE EN TODO MOMENTO TODA IRREGULARIDAD EN EL PASAPORTE ESTÁ PENADA CON LA CÁRCEL PROHIBIDO FUMAR LES DESEAMOS UN BUEN DÍA

Jeffrey se volvió hacia el agente Martin.

– ¿Normas locales?

– Hay una lista considerablemente larga. Le facilitaré una copia. Refleja bastante bien nuestra razón de ser.

– ¿Y lo de las irregularidades en el pasaporte? ¿A qué se refieren con eso?

Martin sonrió.

– Ahora mismo está usted infringiendo las normas relativas al pasaporte. Aquí eso forma parte del paquete. El acceso al estado en ciernes está controlado, tal como lo estaría en cualquier otro país o terreno privado. Necesita permiso para estar aquí. A fin de conseguirlo, debe acudir al Control de Pasaportes. Pero no hay problema. Es usted mi invitado. Y en cuanto le concedan el permiso, podrá viajar libremente por todo el estado.

Jeffrey se fijó en un letrero que indicaba el camino a la oficina de Inmigración y dirigió la vista a una sala espaciosa situada al final de un pasillo, repleta de mesas, ante cada una de las cuales había un oficinista sentado, trabajando diligentemente frente a una pantalla de ordenador. Se quedó mirando trabajar a la gente por unos instantes y luego tuvo que echar a andar a toda prisa para alcanzar a Martin, que avanzaba a paso ligero por un pasillo contiguo, siguiendo una indicación que rezaba: SERVICIOS DE SEGURIDAD. Un tercer letrero señalaba la dirección de la guardería. Sus pasos sonaban como bofetadas contra el pulido suelo de terrazo y resonaban entre las paredes.

Poco después, entraron en otra sala grande, no tanto como la de Inmigración, pero aun así de tamaño considerable. Un resplandor blanco y limpio inundaba la estancia, y la luz de los fluorescentes del techo se fundía con el omnipresente verde de las pantallas de ordenador. No había ventanas, y el rumor del aire acondicionado se mezclaba con las voces mitigadas por las mamparas de vidrio y el aislamiento acústico. Clayton pensó que así era como se imaginaba las oficinas de una empresa, no de una comisaría, por muy moderna que fuera. La atmósfera no estaba contaminada por la suciedad del crimen. No había rabia o ira latentes, ni una locura oculta, ni furia ni contención. No había sillas rotas ni mesas rayadas por detenidos desquiciados al forcejear con las esposas que les sujetaban las muñecas. No se oían ruidos estridentes ni obscenidades; sólo el murmullo prolongado de la eficiencia y la síncopa del trabajo incesante.

Martin se detuvo frente a una mesa, y una joven vestida con una elegante blusa blanca y pantalones oscuros lo saludó. Un jarrón pequeño con una sola flor amarilla descansaba sobre una esquina del escritorio.

– Por fin ha vuelto, inspector. Se le echaba de menos por aquí. El agente Martin se rio.

– Seguro que sí-respondió-. ¿Puede llamar al jefe para que sepa que estoy aquí?

– Veo que le acompaña el famoso profesor.

La secretaria alzó la vista hacia Jeffrey.

– Tengo algo de papeleo para usted, profesor. Primero, un pasaporte y una identificación temporales. Luego, algunos documentos que debe leer y firmar cuando lo considere oportuno. -Le alargó una carpeta-. Bienvenido a Nueva Washington -dijo-. Estamos seguros de que será usted de gran ayuda para… -Se volvió hacia el agente Martin y añadió, con una sonrisa tímida-. Con el problema que el inspector no consigue resolver solo y que no comenta con nadie.

Jeffrey miró la carpeta de documentos.

– Bueno -empezó a replicar-, el agente Martin es más optimista que yo, pero eso es porque yo sé más sobre…

El corpulento inspector lo interrumpió.

– Nos esperan dentro. Vamos.

Asió a Clayton del brazo para apartarlo del escritorio de la secretaria y atravesar con él la puerta de un despacho. En ese momento lo atrajo hacia sí y le espetó, en susurros:

– Nadie, ¿lo entiende? ¡Nadie lo sabe! ¡Mantenga la boca cerrada!

En el interior del despacho había dos hombres sentados ante un escritorio de palisandro pulido. Dos sillones de cuero estaban dispuestos delante del escritorio. En contraste con el aspecto pulcro y utilitario de la sala principal que habían atravesado, ese despacho tenía un regusto más antiguo y definitivamente más lujoso. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de roble repletas de textos legales, y en el suelo había una alfombra oriental. Un sofá verde de piel gruesa estaba arrimado contra una pared, entre un asta con la bandera de Estados Unidos y otra con la enseña del futuro estado cincuenta y uno. Colgadas en una pared había numerosas fotografías enmarcadas que Clayton no tuvo tiempo de examinar con atención, aunque sí reconoció un retrato del presidente de Estados Unidos, elemento que, según creía, era obligatorio en todas las oficinas gubernamentales.

Un hombre alto y delgado como un junco con la cabeza calva estaba sentado justo en el centro del escritorio. A su lado había un hombre mayor, más bajo y de constitución más robusta, con la mandíbula cuadrada y el rostro torcido como el de un boxeador retirado. El calvo les indicó por señas a Jeffrey y al agente Martin que se sentaran en los sillones. A la derecha del profesor, se abrió otra puerta, y entró un tercer hombre. Parecía más joven que Jeffrey y llevaba un traje caro azul, de rayas finas. Se sentó en el sofá.

– Sigan con lo suyo -dijo simplemente.

El calvo se inclinó hacia delante con un movimiento suave, de depredador, como un águila pescadora posada en la rama desnuda de un árbol, observando a los roedores corretear por la hierba.

– Profesor, soy el superior del agente Martin en el Servicio de Seguridad. El hombre a mi derecha también es un experto en seguridad. El caballero del sofá es representante de la oficina del gobernador del Territorio.

Algunas cabezas asintieron, pero ninguna mano se tendió para saludar.

El hombre bajo y fornido situado a un costado del escritorio dijo, sin rodeos:

– Quiero repetir, para que quede constancia, que no apruebo la decisión de convocar aquí al profesor. Me opongo a implicarlo en este caso bajo ningún concepto.

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